Viaje alrededor de un punto: Viaje alrededor del tiempo de un parto

Por Alicia Lapidus

Cuando el tiempo llega, su modo de transcurrir no es el de una simple conclusión de una espera. Llegar es una desembocadura ancha que se aproxima- ansiosa- a la palabra “ya”.

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Soft Watch at the Moment of Explosion by Salvador Dali

 

YA ES TIEMPO

Empieza a preparar el bolso. Dos camisones, cinco bombachas – vas a necesitar unas cuántas- cepillo de dientes, de pelo, gomitas para atarlo, dentífrico, algún cosmético-vas a tener visitas-. Ahora le toca a él. Un pijama, un calzoncillo –total volvés a bañarte y cambiarte- cepillo de dientes, poco más. Y, ahora, para esa tercera persona, ese ser nebuloso, esa cosa extraña: todos le dicen que será suya, pero todavía no es más que un cuerpo enorme y barrigón. Para ese bebé desconocido: una muda para salir del sanatorio y una avalancha de fantasías.

Pasan los días y el bolso la observa desde el sillón; mientras, ella deambula. Sin saber qué hacer, espera, suspira y – muchas veces – protesta silenciosa. El tiempo es lento, perpetuo, eterno. Así transcurre. Puede suceder en cualquier instante, pero parece que jamás ocurrirá.

Cuando un discípulo le preguntó a Siddhartha Gautama, el Buda, qué era el tiempo, él le contestó: “No tengo ningún tiempo. No existe el tiempo. El tiempo es sólo la conciencia individual de cada persona de lo largo y de lo corto, eso es todo.”

– Vamos, ya es hora- le digo y lo sacudo, suave, en la cama. Se gira y sin abrir los ojos, pregunta – ¿hora de qué?- No sé, pero creo que me debería revisar.

Él no entiende. Vive otra realidad. Su cuerpo no cambió. Para él, la paternidad es una idea, un pensamiento, un futuro. Para ella es un presente interminable hecho carne. En general, le cuesta entender en qué se convirtió la mujer independiente, valiente, serena. Ahora es un perpetuo cúmulo de emociones, lágrimas, quejas y miedos. Él no entiende qué le pasa en este cuerpo, cada vez más desconocido. No entiende cómo puede estar exultante de felicidad y, al mismo tiempo, angustiada por un futuro incierto. No entiende esta invasión corporal que la enorgullece y la espanta. Este soñar de ternuras y de pesadillas.

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Lo espera, vestida. Cada tanto frunce el ceño y jadea como le enseñó la partera. Él acelera, se viste a los saltos, agarra el bolso. La quiere abrazar, pero ella- ahora- no puede albergarlo; no tiene espacio. Necesita llegar al sanatorio para ser protegida.

Paula, la partera, me está esperando. A ella la abrazo y me dejo abrazar. Me revisa, no me gustan esos dedos intrusivos y no sé si quiero escuchar su “ya está, empezó el viaje”, o “volvé a casa, no pasa nada”. Mientras me revisa, le miro la cara en busca de alguna pista. Ella asiente con la cabeza y da el primero de sus incontables veredictos. Estoy con tres centímetros. Mi marido, mi amor, a quien puedo volver a tomar, sonríe. Viene, ya viene. Estamos de parto.

Otra contracción, más fuerte, le tuerce la mirada. Se para, se sienta, camina. Lo busca, pero no encuentra alivio. Cuando pasa la contracción, se acomoda un cabello rebelde; lo vuelve a la gomita. Siente el vértigo de un sube y baja. Dolor, calma, dolor. Horas, minutos, segundos se miden en contracciones, se cuentan en dolor. El tiempo no trascurre en el dolor. El cuerpo es tiempo que contrae y contrae.

¿Falta mucho? Sí, falta mucho. Mi madre también pasó por esto y miles de millones de otras mujeres. ¿Por qué? No creo en Dios, así que maldigo a la naturaleza infame y machista. Otra contracción y no pienso más. Esta vez me abrazo a mi marido; parados, de costado, somos dos amantes que no alcanzan a unirse. La panza nos separa y al mismo tiempo nos conecta. Paula está sentada en el borde de la cama y me alienta. Lo estás haciendo muy bien. Yo no hago nada, lo hace mi cuerpo y yo aguanto. No grito, me quejo en un lamento prolongado.

Llega mi médica. Ahora, estoy totalmente cuidada. Puedo dejar transcurrir esto. Nada nos va a pasar a los tres. Me entrego.

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De nuevo acostarse para la intrusión digital. Está con cinco. La médica la felicita, porque ya puede recibir la peridural. La llevan a la sala donde nacerá su hijo.

No entiendo, ahora no puedo entender cómo de este dolor vendrá un hijo. Yo no soy madre. Sólo soy una mujer; me muerdo la boca para no gritar. Perdí el sentido del tiempo. No sé si hace una hora o diez que estoy así. Pregunto. Se miran entre sí, tienen que mirar el reloj para saber. Ellos caminan a mi ritmo, sin compás Las cuatro de la mañana. Pasaron  tres horas. Me duelen las piernas de caminar y las manos de apretar. No puedo pensar en el hijo, solamente espero al anestesista.

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Entra en la sala de partos con cara invencible: el salvador. Lo saludo como a un dios pagano. Él, el dueño de mi alivio, lo sé. La peridural es en la espalda. Me acuerdo: cuando era chica, los niños mayores nos aterrorizaban con la mentira de que la próxima vacuna era en la espalda. Ahora no me importa dónde, que me la den ya.

Cinco minutos después de la analgesia, se le relaja la frente y,en un acto de la mejor magia, recupera la sonrisa. Acostada, busca la mano del marido. Se reconcilia. El bebé hace un movimiento en la panza y ella empieza a pensar en él. Por primera vez, puede preguntarse si estará cómodo, qué sentirá en este momento y, sobre todo, cómo será.Otra espera se inicia, falta parir y no sabe cómo es eso, cómo se hace. Le dicen que descanse, hay que tener paciencia. El espacio se elonga, se dilata, se estira, se congela. La espera no es, parece, un modo del tiempo sino del espacio. Una enorme antesala, sin fronteras.

Paula atenúa las luces y yo, agotada, me hundo en un limbo. No estoy dormida, tampoco despierta. Las voces llegan, lejanas, hablan de sus propias cosas. Por un momento, estoy en mi mundo. Mi marido me acaricia la frente. Soy feliz. Perdida en mi entresueño, el tiempo transcurre incansable. Hablan, me hablan, me revisan, me ponen para la derecha, para la izquierda. El monitor de los latidos del bebé suena rítmico: tac, tac, tac.

Ya es tiempo –es nuestro -anuncia la médica. Como un acto teatral muy ensayado, todos se ponen en movimiento, cada uno sabe su parte y la cumple. Se mueven sin chocarse. Hablan en susurros. La ubican en posición de parto. La felicitan.

Acá estoy, sin vergüenza. Todo me transmite la emoción de estar llegando. Ahora sí, mi panza es un bebé. En un acto milagroso, una desaparecerá y  dará paso al otro.  Voy a verlo, voy a conocerlo. Mi marido me besa. Me admira, dice.

 

Pujo. No alcanza. Pujá más fuerte. En la siguiente pujo más fuerte. No, no alcanza, pujá poniendo la vida. Me da miedo, no quiero poner la vida y no quiero que el bebé me rompa. Mi médica adivina; sale perfecto, dale que quiere salir. Pongo todo y no puedo parar de pujar. Lo siento salir: una cabeza enorme y la médica, mirá. Veo un bebé, sucio de sangre, terminando de salir de adentro de mío. Llora. Es todo tan vertiginoso, siento alivio y emoción a la vez. Mi marido llora, yo también. Me lo ponen sobre la panza, ahora vacía y lo abrazo. No me importa la sangre, no me importa nada. Lloro miles de horas de angustias y sueños, lloro miedos presentes y futuros. Lloro, también, por la desaparición de mi bebé-panza.

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Ya bañado y vestido, me lo devuelven. Lo miro. Es un extraño. Pequeño, lindo, entrañable y extraño. No puedo reconocer al de mi panza, pero me encanta. Quisiera decir algo como “me lo quedo”. Pero quienes festejan en la sala de partos no lo podrían entender. La extrañeza, como la espera, tiene carácter de espacio. Una trenza de espacio y tiempo, donde uno está ausente – un instante- y presente, al siguiente tramo. Disolverse y dejar de ser. E, inmediatamente, reconstituirse como otra. No hay tiempo, la oruga debe mutar a mariposa, rápidamente.

 

Soy madre, tengo a mi hijo en brazos. Mi marido nos abraza a los dos. Llegamos al final y empezamos un nuevo, profundo e interminable viaje.

 

 

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