Viaje alrededor de un punto: Sobre la infancia.

Por: Magdalena Mirazo.

 FOTOS EN LA MEMORIA

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Un verde claro, lindo, disperso en baldosas de granito hasta media altura de la pared y por todo el piso del comedor diario.

No sé por qué lo habrían hecho así. Supongo, por tanto chico dando vueltas.

La cosa es que ahí se comía en la casa de mis abuelos maternos. La mesa era larga, de madera oscura llena de marcas. Ahora estaba contra una de las paredes y ellos comían uno en cada punta.

Sentada en el medio,  a veces yo almorzaba con ellos.

Mi abuela servía la sopa: bastante espesa, del color intenso de la verdura, con unos fideos largos, redondos y macizos. Humeante. En unos platos hondos blancos de loza gruesa, con una guarda breve labrada en el perímetro.

Con la cuchara sopera,  abollada por la costumbre, se golpeaba la galleta marinera hasta partirla como granizo para agregársela al caldo espeso.

Suena hoy, en la frente, ese ruido como recuerdo de la infancia.

 

SONIDOS EN LA MEMORIA

Verano en el club. Mi hermano y yo salimos de la pileta. Es chiquito y flaco, se le ven las costillitas, se ríe, no es mucho menor que yo, persol3o me inspira ternura. La mallita y él tienen piel de gallina.

Las pisadas se evaporan en el borde rojo y nos queman los pies. Corremos.

Mi papá nos espera en el sector de las mesas donde el cemento se hace pasto. Suena el río y la panza con hambre.

Recuerdo el viento y las hojas del álamo plateado que dejan ver su blanco. Una al lado de la otra en sus copas globosas tapando el sol. Tiemblan como nosotros.

Destapamos el termo con el caldo con papas que mamá nos preparó como vianda. No hay conciencia de las hamburguesas del bar. Esa sopa austera y caliente, comida bajo el murmullo de los árboles, me devuelve al paladar el sabor de un tiempo de felicidad.

 

UNA LÍNEA EN LA PARED DEL PATIO

sol6 Comienza el otoño y la luz ya se ha puesto a otoñar.  Aunque el color haga de las suyas con la lluvia de hojas que caen en mi vereda y me permita pisarlas o las amontone en los cordones; aunque la temperatura nos entibie el cuerpo antes ardido, tendremos que esperar por las mañanas brillantes en las que lo primero es abrir las ventanas para dejar entrar al aire.

Como cuando éramos chicos y, en la casa donde vivíamos, flanqueada por dos casas altas, las estaciones se diferenciaban por la línea que el sol trazaba en una de las paredes del patio. Mi mamá nos había enseñado a ver bajar, día a día, ese triángulo luminoso que marcaba el fin del invierno y la llegada de la primavera. Esperábamos con la alegría con que se espera la llegada de un pariente querido. Eso, hasta que el sol llenaba casi todo nuestro territorio infantil de baldosas y diciembre.

El tiempo de la felicidad a causa del sol se mezclaba con el tiempo ansioso de la Navidad y el misterio de Los Reyes. Tal vez también con el jugar afuera, descalzos y con una palangana llena de agua.

El patio era testigo de todo, los tiempos distintos lo atravesaban como diagonales en la pared.

Ahora, yo me he vuelto patio, y el tiempo lo atesoro dentro de mí.

Piso la huella, doblo y guardo con cuidado la melancolía. Voy al encuentro del  horizonte que se transforma en pared, donde baja un rayo de sol. A veces me le atrevo y escribo.

Entonces, soy caja que se destapa como alivio en los días grises y deja salir el deseo incumplido. Ojalá lo agarre la línea de luz de la pared y el piso de baldosas comience a moverse debajo de todos mis fundamentos.

El deseo ha huido lejos. Ahora yo tendré que estar a su ritmo.

¡A lo que hemos llegado!, tengo que salir corriendo tras él.

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