Por Gabriela Ramos y Víctor Dupont.

La velocidad: un paseo por estatuas reales, estatuas vivientes y apariciones en Buenos Aires.

Si no esperas, no encontrarás lo inesperado, que es inescrutable e inaccesible.

Heráclito.

BALZAC EN BUENOS AIRES

En los bosques de Palermo hay una estatua de Balzac. Ella, inmóvil, imponente. Detrás, la puesta del sol tiñe los óxidos en los que permanece – impermeable, a contraluz, y a espaldas del bosque- la imagen del gran novelista francés, retratado por Auguste Rodin. Inmutable. Inmenso.

Qué pasaría si Balzac recorriera las calles de Buenos Aires en el siglo XXI. Qué diría del crepúsculo y de su figura, contorneada en el espacio, luces y sombras, entre las tonalidades y vibraciones tan hermosas que se llevará la noche.

Qué diría de una estatua, de esa fuerza maciza, ensombrecida e iluminada, plena de cadencias y música, que hace del espacio una revelación detenida frente al veloz giro de las agujas.

Balzac, no hay dudas, sentiría una fascinación y recordaría las colecciones de muñecas diminutas que tan celosamente cuidó y guardó durante toda su vida.

 

DETENER EL TIEMPO

Me paro a mirarla, como si con mi dedo pudiera suspender ese girar y girar de las agujas. Todo el espacio se vuelve expresivo en esa urgencia límite, ante su monumentalidad: como si la quietud se alquimizara y formara otra cosa. Esa imagen seduce por las luces, concentra el tiempo y me deja invisible, diminuta pero fuerte tras el viento alzado, ante la magnificencia de Balzac.

ECHE UN PAR DE CENTAVOS Y REFUTE A PERMÉNIDES

Una pareja baila el tango: la estatua viviente en plaza Francia. Allí estoy.

La gente recorre, mira, coloca en la bolsa de la propina una moneda. Ahora observo. Me muevo. Ya no soy diminuta ni vigorosa: hay ahí dos criaturas que deben quedarse estáticas, a punto de besarse y de simular la música y el baile, sin moverse. Hay quietud. Si me concentro en ese punto, el universo recortado en mí se detiene. (¿Y no regresaría, ahí mismo, el espíritu de Parménides con su tango perpetuo?¿No trataría de apropiarse de las estatuas vivientes porteñas, para decir que son la prueba más cabal de sus tesis sobre la inmovilidad del ser?“¿Vieron, che? –¿no diría?-, he vuelto y todo está intacto: los hombres, con sus mismas historietas, bailan, adoran seres pétreos, caminan por el ágora y se preguntan por el movimiento y por el ser”. Orondo, concluiría: “la velocidad de lo inmóvil congela al barrio de la tierra en su única pose, muchachos.”

Olvido al eleático. Miro a la pareja. Y no hay monumentalidad. Sí, composición y luz. Y, claro, una acumulación de belleza en pausa. Creada en el espacio y, sin embargo, contra el mismo espacio: lo transforma y juega con él, tajos de luz y sombras, tornasoles en traje pintado. Ahí se concentra la vida de lo minúsculo, la inmensidad del ser, quieta con toda su fuerza, como si la ilusión de lo inmóvil eternizara al actor en el mundo y el mundo se perpetuara aún en su velocidad incalculable.

No puedo soportarlo: echo cincuenta centavos y refuto a Parménides.

La pareja, con lentitud majestuosa, empieza a desplegar un baile. Frente a la estatua de Balzac, me sentía inmensa en mi pequeñez. Ahora, voy atraída por una fuerza que me lleva a quedar atrapada. Imagino el fluir de la sangre de los dos, sus torbellinos, las cosquillas, las tensiones punzantes: la rigidez de los cuerpos y el tejido del deseo, la velocidad de las pulsiones, las cintas de Moebius que el mundo, en sus remolinos báquicos, incesante, crea.

Imagino qué diría Parménides al deshilar, en un recorrido, la inmovilidad del hombre y la mujer a punto de besarse, todos los fines de semana en la plaza. Ya termina la canción inaudible y su danza: la pareja vuelve a su gesto de piedra.

Descubro a una nena de unos cinco años, me mira asombrada. ¿Me habré convertidoyo misma en una pose, perpleja ante los bailarines estatuados? La veo acercarse a mí, en cámara lenta. Tiene una moneda en las manos. ¿Me la dará para que le regale un baile? ¿Querrá escuchar la perorata de Parménides? ¿O se declarará partidaria de Heráclito y de su apuesta del tiempo, como el reino de un niño y un juego de dados?

Con la cara pálida de sorpresa y curiosidad, me esquiva y pone una moneda en la bolsa de propina. Me sonríe. También ella parece de piedra. Ahora mete su mano en el bolsillo, guarda una incógnita.

La nena se va cuando la pareja retorna, eternamente, a su baile. Como si quisiera sólo constatar el mecanismo y no le importara el resultado. La nena, en fin, se va con el despliegue de la cinta. O, tal vez, cuando las tensiones punzantes creen la película de las cosas y nos preguntemos si el deseo o la necesidad, si el “oscuro” o el “eleático”, si el fotograma o la fotografía, si la piedra o la carne.

 

ESTATUA BORGIANA

¿Qué otro griego quiso refutar las tesis eleáticas parándose y caminando (¿quién le habrá tirado una moneda para que se parase y echase a andar?). Se me ocurre ir en busca de la cita a la Biblioteca Nacional, cerca de Plaza Francia.

Tampoco estoy segura de que allí haya una estatua de Borges. Ahora la miro y la recuerdo. Recién internada en los jardines del recinto, la encuentro por casualidad, muy cerquita de otra estatua de Eva (ironía propicia para desarrollar en otra nota).

Es un Borges en un banco de plaza, con una pila de libros y su bastón. Así como escribí sobre Balzac y su criatura pétrea, puedo escribir, otra vez: ella, inmóvil, imponente. Detrás, la puesta del sol tiñe los óxidos en los que permanece- impermeable, a contraluz, y a espaldas del bosque- la imagen. La escultura pesa 800 kilos y tiene, quizá, el doble del tamaño natural de una persona. La expresión evita el lugar común de la juventud o de la vejez: s en la trama de los hilos de la cara, se afirma en una zona distante del tiempo y de sus dados. Un Borges entrañable, levemente monstruoso.

Nuevamente, me detengo.

Imagino qué pasaría si anduviera el fantasma de Borges por acá mismo. Qué pasaría si le preguntara por todo ese rollo del movimiento, de la quietud, de la velocidad. Señor Borges, vea, tengo que escribir sobre la velocidad para una revista y me he internado en estatuas, cuestiones de luz, de sombras, de inmovilidades. Don Borges me contestaría: “Mire, jovencita: la luz se va perdiendo en calor; el universo, minuto por minuto, se hace invisible. Se hace más liviano, también. Alguna vez, ya no será más que calor: calor equilibrado, inmóvil, igual. Entonces habrá muerto”. Orondo, me diría: “Este razonamiento, señorita, confirma la tesis desu enemigo Parménides, aunque para comprenderlo sea necesario primero arrojar una paradojal flecha del tiempo. Nos movemos, claro que nos movemos: pero, según la segunda ley de la termodinámica,nos movemos hacia lo inmóvil. Y eso puede suceder a cualquier velocidad.” Le diría: no lo entiendo, Borges. El ciego, con su eterna paciencia, insistiría: “Señorita, usted se imagina que primero fueron los hombres y después las estatuas. Tiene razón: el tiempo, desgraciadamente, es real. Pero veámoslo con más detenimiento: Imagine que se confirma esa intuición ordinaria suya; sin embargo, el método de validación para corroborarla consistiría en aceptar la tesis opuesta: primero fueron las estatuas, luego los hombres.”

Imagino que Borges se hartaría. Entonces empezaría una confesión, recurso didáctico de eficacia, ante una pésima interlocutora como yo.

“Es extraño estar aquí, ¿no cree? –diría-. Nosotros, los fantasmas, tenemos recreos y podemos descansar de la Ciudad de los inmortales. Sí, ¿por qué me mira de ese modo, señorita? No ha leído mi obra, ¿verdad? No importa. Lo que me deja perplejo es estar frente a mi estatua. Experimento pavor, señorita, al corroborar la existencia de un doble de piedra. Dos amenazas se ciernen en esa mirada: la amenaza de no ser olvidado; la amenaza de que mi sombra ha vencido la corrupción. ¿Me comprende, señorita?: Mientras mi carne se consume en la inmortalidad -que no nos detiene en nuestra degradación, aunque no lo crea-, mi doble más monstruoso más persiste en su forma intacta. Y yo, espectro de la muerte, me degrado infinitamente. Vivo la pesadilla atroz de Dorian Grey. Le recomiendo no crear una estatua: no sólo reduplica el mundo, tal cual la costumbre especular de cierto arte. La estatua congela una sombra. Y, tarde o temprano, esa misma sombra devorará a su modelo. Ya sabe qué pienso: el mundo cunde en simulacros, compañera. Disculpe mi retórica, los dioses se burlan de mí cuando hablo.”

Dejo de imaginar a Borges, me paraliza.

Me sumerjo en la biblioteca y rescato, por casualidad, alguna información sobre estatuas vivientes.

 

RECREO: ESTATUAS VIVIENTES, INFORMACIONES ÚTILES

 

Para no agobiarme con tantas cuestiones metafísicas, me siento en la compu y transcribo un resumen de las notas tomadas sobre estatuas vivientes.

Su existencia se remonta a una práctica de la Grecia Clásica (no voy a imaginarte, Parménides, quedate piola). El objetivo radica endisfrazarse de estatua para espiar al enemigo sin ser visto. También hay constancia de que, en el Antiguo Egipto, ya se practicaba esta forma de simulación para ser eficaz en la guerra.La estatua viviente como soldado encubierto, enemigo impensado. La estatua te mira sin que lo sepas.

Existen dos tipos de estatuas:

Las “clásicas”, estáticas, en una sola pose o dos.

Las de “performance”: combinan quietud con movimiento. Lo estático se quiebra con la música, cuando algún espectador regala una moneda. El dinero, motor del movimiento, alquimia que convierte la quietud en velocidad.

 

CONSEJOS PARA ASPIRANTES A ESTATUAS VIVIENTES

 

Consultados, los profesionales del estatuismo dicen haber estudiado técnicas de respiración profunda, expresión corporal, teatro y mimo.

Pero, sobre todo, confiesan saber mirar durante horas un punto fijo. Similar a los nadadores que se sumergen, miran y avanzan. Similar, también, al proceso de la escritura cuando fija ese punto, según Rodrigo Fresán, ese instante donde las cosas adquieren velocidad para transmutarse. El “eso” de Duchamp. Citémoslo en esta revista otra vez: “Eso. Lo que no tiene nombre”.

Entonces – si quieres ser estatua viviente, joven – es fundamental: viajar alrededor de un punto a una velocidad tan ínfima que se parezca – no se sabe muy bien cómo – a la inmovilidad total o al movimiento absoluto.

LA MÚSICA DE LA NOCHE

¿Por qué nos impactan las estatuas vivientes?

María Negroni escribe respecto de las estatuas:

“Siempre a un paso de animarse y tornarse fatales, las estatuas son primas hermanas de las muñecas.”

Y también, en ese artículo, dice el párrafo siguiente: “Deliciosas y finas “como una joya húmeda” o bien ídolos o dijes de bronce y muerte, representan, para quien las frecuenta, algo así como una prótesis para alcanzar eso prohibido que querríamos, a la vez, tocar y no tocar.”

Es posible situar a las estatuas vivientes como a un subgénero de las estatuas “a secas”, y situar a ambas en un inventario más abarcador y fantástico, que incluya a las muñecas -sus primas-, el Golem, los catálogos infinitos de juguetes, el Homunculus de Paracelso, las marionetas, el mito de Pigmalión y Galatea. Negroni habla de una misma música nocturna, manifestaciones hijas de idénticas y repetidas pesadillas. Distintos nombres remiten a la patria común, atemporal, de la infancia y de la poesía. La fascinación primigenia de la noche del mundo.

 

COBRAR MUERTE

Pero también podemos recordar a los muertos vivientes.

Los espectadores de las estatuas vivientes, ¿no atraviesan una sensación parecida a la de ver a un muerto que vuelve, repentinamente, a la vida?

Tampoco olvidemos que los griegos dejaban, junto al reciente difunto, un óbolo -moneda de plata- , un amuleto para el viaje a la muerte. Según la antropóloga Alicia Arévalo González, el óbolo podía ser depositado en la boca, en la caja torácica, en la pelvis, en los pies, en la mano del cadáver. Pero retengamos el vínculo entre el cuerpo muerto y el óbolo. La moneda resulta indispensable para iniciar el movimiento de ese viaje ulterior.

Entonces tenemos que, a la estatua viviente, si no le ponemos una moneda, no cobra vida. Y, a los muertos en Grecia, si no le ponían una moneda, no cobraban “muerte”.

Bien. El trabajo está listo. Pongo guardar el archivo y me voy a dormir.

 

ANEXO: UN SUEÑO ESA MISMA NOCHE

 

Me encuentro en una galería de estatuas. La galería: monstruosa.

           Corredores sin salida, ventanas inalcanzables, puertas que conducen a celdas o a pozos, escaleras inversas.

           Las estatuas, indistinguibles en la penumbra. Recuerdo haber recordado estar en un sueño y pensar: durante el día caminé por jardines y via Balzac, a Borges, a una pareja de tango, a Parménides; leí y escribí sobre estatuas vivientes.

Pero un telón de sombras me impide componer las siluetas del sueño.

Quizá se repitan las mismas imágenes diurnas pero, ¿cómo saberlo?

           Me recosté sobre el piso, exhausta. Concentré mi mirada en un punto fijo, sin esperar nada. Y esperé. Esperé despertar. O no sé. Sólo me concentré en un punto fijo del techo, inalcanzable o infinito en su bruma cupular.

           Entonces la vi. A ella. La nena de cinco años que me miró mientras yo miraba a la pareja de tango.

     El sueño le añade rasgos nuevos: quizá una expresión parecida a Evita, quizá también algo de muñeca, de poeta, de soldada o de máscara griega. Esconde algo en su bolsillo, como la última vez, en Plaza Francia.

           Me toma de la mano. Saca una moneda y la aprieta sobre mi palma. Me conduce a otra galería. Su conocimiento de las trampas del laberinto hace de aquella arquitectura una estupidez. Pienso, rápido, en los niños como en los más eficaces descifradores de enigmas del espacio.

           La galería está vacía.

La nena, con lentitud majestuosa – sin movimiento ni quietud -, me señala una estatua, perfectamente nítida, pavorosamente visible. Suelta mi mano, por fin.

           Sí, exacto: el sueño termina cuando me acerco a mi propia estatua, deposito la moneda y ella cobra vida.

 

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

 

  • Mondolfo, Rodolfo: “El pensamiento antiguo”. Tomo 1. Edición Losada, 2004.
  • Borges, Jorge Luis: “Obras completas”. Tomo 1. Editorial Sudamericana, 2011
  • Negroni, María: “Pequeño mundo ilustrado”. Caja Negra Editora, 2011.
  • González, Alicia Arévalo: “Ebesus y Pompeya: ciudades marítimas”. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, 2014.

 

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