Arcimboldo Autumn (1572)

Por: Viviana García Arribas

El abuso: sobre el ritual de comer y otras convenciones sociales.

I

CENA DE CAMARADERÍA

 GRATIFICACIONES

Sí.

Tenían que cumplir.

El director había convocado a la reunión. Todos estuvieron presentes. Ninguno se hubiera atrevido a decir “no” porque -cuando invitaba el jefe- nadie faltaba. Imaginate: un partidito de fútbol, después asado o lo que el señor deseara. Mientras, las chicas hacían gimnasia. Juntas. Gordas, flacas, altas, bajas. Meta salto, durante una hora, en una sala dispuesta, inadecuadamente, para eso.

El banquete Torres Garcia (1912)
El banquete Torres Garcia (1912)

No solo se trató de estas cositas, por supuesto. Primero lo primero, vinieron las bajadas de línea. Qué se podía esperar y qué no en el horizonte del año. Nuevas metodologías basadas en técnicas obsoletas, estrategias revolucionarias para cambiar todo sin cambiar nada, objetivos ambiciosos dirigidos hacia ninguna parte. Maximizar el esfuerzo, eso sí: el director había sido muy claro, era imprescindible mejorar los resultados. La falta de alcances sería imputable, sin duda alguna, a los allí presentes. Por el bien de la empresa, del país y de las alforjas del director. En realidad, ninguno podía quejarse por el volumen de sus bolsillos. Generosas gratificaciones llegaban cada cierre del ejercicio para engordarlos.

La camaradería, entonces, es la puerta que se abre hacia otros fines. Es decir, yo- director- invito a cenar, juego a hacer lazos con los subordinados -partido de fútbol o clases de gimnasia- y de paso te tiro de las orejas sin que se note demasiado.

LA ÚLTIMA CENA

El banquete nupcial Brueghel el Viejo (1567)
El banquete nupcial Brueghel el Viejo (1567)

Lo cierto es que, después de las largas charlas motivadoras -con flechas, vectores, llaves, corchetes para explicar lo inexplicable- se venía el partidito. La consigna era: no debían ganarle al equipo del director, pero tampoco perder por afano. Digamos, este hombre tenía muy claro: no quería que se la hicieran tan fácil. Le gustaba competir, apreciaba la habilidad de sus contrincantes. Aplaudía el gran juego, que los oponentes hicieran buenas paredes, que se pasaran la pelota correctamente, podían incluso gambetear, hacer caños y correr como condenados. Siempre y cuando, no hicieran más goles que él. Tampoco es cuestión de ganarle al jefe.

Aunque la consigna era participar. Antes de jugar, una de las pobres víctimas, perdón…, uno de los jugadores, había comentado que tenía un pequeño problemita: una hernia de disco le impedía correr, tirarse, sufrir empujones. El mensaje fue claro. “Ni se te ocurra dejar de pegarle, por lo menos, un par de veces a la pelota. Jugá cinco minutos y listo. Si no, nunca se sabe. Quien no está en condiciones de jugar un partido de fútbol, tal vez no esté en condiciones de dirigir una oficina”. Podríamos llamarlo persuasión solapada… o, directamente, presión. Se trata de bailar al son de quienes mandan y, en este caso, el que manda es el director.

Todo salió a pedir de boca, es decir, a pedido del jefe. Así como quedaron, cuando terminó el partido, sin ducharse, sin peinarse, sin ponerse siquiera desodorante, se dirigieron al quincho, donde iba a celebrarse la última cena.

CHICAS, QUE NO SE DIGA

Lo de las chicas fue una cuestión aparte. Muchas, expertas en el tema de la educación del cuerpo -pilates, yoga, trote y disciplinas varias-, se arreglaron bastante bien. El único problema fue que, debido al tamaño exiguo del salón, las pobres tenían de un lado, a la subdirectora y del otro, a la directora general; adelante, la supervisora. Era difícil saltar, revolear los brazos, levantar las piernas. ¡Mirá si le pegás una piña a la directora! Más de una hubiera tenido ganas, pero tampoco era cuestión de hacer tonterías. La clase duró una breve hora. Las pobres gorditas lo pasaron muy mal. Por suerte, habían tenido la precaución de colocarse en el PESASfondo de la sala y, de esa manera, escapar un poco de la mirada tenaz de la profesora, quien no paraba de decir: “vamos, vamos, chicas, que no se diga. A saltar, a correr, unas sentadillas y- después- lagartijas. Las directoras están acá, compartiendo con nosotros este momento maravilloso”. Porque es así. Aunque no tengas ganas, aunque en tu vida hayas movido las piernas apenas para subirte o bajarte del auto, si al director le importa tu estado físico, deberás hacer gimnasia.

 

Cuando las chicas terminaron, corrieron los perfumes, los desodorantes, alguna que otra toallita húmeda. Las mujeres solemos tomar ciertas precauciones. Igual, así como estaban, en ropita de gimnasia, debieron ir para el quincho y esperar la llegada de los muchachos. En fila, de a uno, chivados, con los pelos húmedos, en pantalones cortos, no del todo limpios…

BÉSAME MUCHO

IMAGEN 3 - labios

Lo peor fueron los besos. ¿Existe algo más desagradable que besar a alguien transpirado y con quien no tenemos nada que ver? Bueno, eso fue. Llegaron en grupos de dos o tres y saludaron a las mujeres con los besos de rigor. “Mejor hubiera sido que se los guardaran”, pensaron algunas, mientras se pasaban la mano, con discreción, por la mejilla húmeda. Por último, hizo su ingreso el director, como corresponde.

Había cazuela de mariscos y arroz con pollo. Conozco bien a uno de los que estaban ahí: vegetariano por convicción, por suerte, pudo pescar algunos granitos de arroz.

Afortunadamente, no come mucho.

El menú había sido elección del director, no podía ser de otra manera. Si él decía “garbanzos”, pues garbanzos se comía. Si una persona pasa cerca de diez horas por día en la toma de decisiones, no duda de su derecho a disponer qué comen sus benditos súbditos… quiero decir, empleados. Como, además, este hombre cuida mucho a su grupo de trabajo, para el café, solo se sirvió edulcorante. Parece que el azúcar es el nuevo enemigo de la eficiencia del trabajador mundial. ¡Qué se le va a hacer! Algunos alimentos tienen mala prensa.

II

FELIZ NAVIDAD

 LA FAMILIA UNIDA

 

Mi abuelo presidía la mesa. Aclaro: mi abuelo -agnóstico, anarquista- presidía la mesa para la cena de Nochebuena. Y, cuando digo presidir, me refiero a ocupar la cabecera de una mesa bien larga a la que nos sentábamos todos los miembros de la familia, incapaces de faltar, mientras el Tata estuvo vivo. Típico patio de casa chorizo en Boedo, adornado con malvones y geranios. Sí, da para un tango. Pero en mi recuerdo se trata de un sainete. O, a veces, de una tragedia.

Había que portarse bien. Nunca tuve problemas, porque fui una nena muy obediente y juiciosa. Mi hermanita menor, no. Inquieta y traviesa, sufría antes, durante y después de los festejos. Por las recomendaciones de mi mamá, por los tirones de orejas y, al final, por la paliza. En ese orden ¡Pobre! El precio de no dominar sus travesuras. Quien sufría en serio era mi mamá, llamada por el abuelo, “la nuera”. El abuelo era padre de tres varones y de dos mujeres. ¡Una banda! Mi mamá nunca quiso llamar la atención. En nada. Jamás en su vida. Y para eso no hay que tener hijos como mi hermana… o suegros como mi abuelo.

VELADAS POÉTICAS

Entonces, llegaba el momento tan temido. Mi abuelo escribía. Y bueno, lo que se hereda no se hurta, dice el refrán, ¿no? A él se le daba por la poesía. Entre tantos otros, había escrito un poema en homenaje a su familia. Lo comenzó con el nacimiento de la primera hija y lo siguió, año a año, hasta el último nieto. Cuando terminábamos la comida y, a la espera de las doce para el brindis, había que escuchar el poema. Y ni siquiera teníamos la esperanza de los regalitos porque, en esa época –hace ya unos cuantos años-, los regalos llegaban con los Reyes Magos.

Todos los años, igual. Calladitos y quietos, seguíamos el recitado del abuelo. ¿Te imaginás algo así con un par de chicos de los de ahora? Nosotros éramos ocho o diez, según las épocas. Solo sonaba la voz del abuelo. Ni un suspiro… Y, si a alguien se le ocurría interrumpirlo, ahí nomás, se encargaba él mismo de dejar bien clarito que “cuando hablan los grandes, los chicos se callan”.

¡Chito la boca! Familias eran las de antes…

La fiesta de Babbette
La fiesta de Babbette

 III

DIETA RESTRINGIDA

LA ESPECIALISTA

Si de comidas hablamos, vayamos un poco más allá. Más o menos hacia septiembre de cada año, te asalta la urgencia por estar más delgada. Ya que no podés serlo, al menos, parecerlo cuando la pesada ropa del invierno comienza a abandonarte.Primer paso, consultar a la especialista. Llegás al consultorio con aires de seguridad, como quien dice: “sé que no necesito estar acá, pero soy una mujer actual y debo cuidar mi salud y así evitar cualquier amenaza de sobrepeso”; te dejás caer en un sofá, tomás- al descuido- una revista y esperás el llamado. Mientras tanto, levantás la vista de vez en cuando y mirás de reojo a tu vecina de sofá, para ver cuál de las dos necesita con más urgencia la ayuda científica.

IMAGEN 4 - sobrepeso

Una vocecita se escucha desde el interior del consultorio: pronuncia tu nombre. La nutricionista espera de pie, al lado de su escritorio, con una sonrisa muy profesional esculpida en su cara. Primer golpe: si es delgada, sentís que te abandona la seguridad adquirida en la sala de espera y la autoestima decrece a la misma velocidad que aumenta el volumen de tu imagen corporal. Si es un poco rellenita, afloja tu firme determinación y te preguntás: ¿para qué vine?

ABSTINENCIA

Después de las mediciones de rigor, llega el momento de la devolución: “tu IMC es de 25.9, estás con un poco de sobrepeso. ¿Qué te parece si arrancamos con una dieta shock?” De nada vale que se lo digas: comer sin hidratos de carbono te angustia, ya probaste varias veces y no te dio resultado, la menopausia acecha y eso te hace subir de peso. No hay caso. Se pinta otra vez la sonrisa y dice: “Puede ser. Pero, ¿qué te parece si probamos una semanita y me venís a ver?”

Desde ahí, ya largás en desventaja. Toda la ilusión se volatiliza al ritmo de la dieta shock y sabés, una vez más, que el fracaso te espera. ¿Por qué es tan tirano el cuerpo con su demanda de alimento y bebida? ¿Por qué no vivir del aire, de ilusiones, tal vez de recuerdos? ¿Por qué comer es tan placentero? Esa sensación de alegría, ese estremecimiento que te recorre cuando comés algo rico. El mortal hastío que implica hacer una dieta, comer solo aquellas cosas que nos ayudan a mantenernos vivos y sanos. Por supuesto. Sanos. Muy a nuestro pesar, un cúmulo de procesos misteriosos nos tiraniza cada día. Intercambios secretos, trueques enigmáticos de fluidos, crecimiento y muerte de células. Sueño, ingesta, digestión, torrente sanguíneo. No podés dejar de comer porque te desnutrís, la falta de descanso te quita capacidad y energía, si no tomás agua, terminás como un pergamino. Ni hablar del corazón, que se acelera y sale pitando, al menor descuido.

REGRESO SIN GLORIA

La semana pasa al ritmo de la tortura, lenta y progresiva. Te subís todos los días a la balanza y lográs bajar unos cuatrocientos gramos -con suerte-. En el transcurso, te peleaste varias veces con tu marido, puteaste al conductor del auto que se te cruzó aquella mañana, estallaste en el laburo por la ineficiencia de tus empleados – no más grave que la de la semana anterior-. Así, maltrecha y agonizante, pero contenta por tu éxito, volvés al consultorio. Lástima que el éxito, para la nutricionista, era al menos un kilo de merma. Se pone seria: “Veo que no seguiste la dieta en forma estricta…”, acota con el ceño apenas fruncido. De nada te sirve invocar al dios de la esbeltez y jurar en varios idiomas que cumpliste con los tópicos indicados. “Después de todo, bajé unos cuántos gramos”. Ese no era el objetivo.

FURIA DE TITANES

Resignada a morir de hambre o a desaparecer en el intento, seguís las nuevas indicaciones, es decir, las perversas variantes de la dieta anterior. Al cabo de la segunda semana, el huracán devino tsunami y ya no te aguantás ni vos misma. Sin embargo, seguís firme. Tu peor pesadilla consiste en soñar con un banquete de exquisiteces al alcance de tu mano y, cuando estás ahí, a punto de manotearlas, te asalta esa parálisis típica de los peores sueños paranoicos. Inmovilidad total, esta vez no para escapar, sino para asaltar la mesa.

A fuerza de mal humor y disciplina, el segundo control es más amigable. Balanza mediante, te das el gusto de escuchar la felicitación de la nutricionista e imaginás que, tal vez, te conceda un día de permiso. ¡Vanas ilusiones! Es el momento de pisar el acelerador y seguir, a toda máquina, durante un mes más. ¡Un mes!

Al cabo, si todavía no te separaste de tu compañero, podés llegar a descubrir un dejo de admiración en su mirada cuando -como al descuido- te paseás en ropa interior justo antes de vestirte y salir corriendo para el trabajo, mientras difrutás el intenso sabor del triunfo –ya que de otros sabores, ni noticias-. O también te puede pasar que, aunque te esfuerces para hacerle notar tu nuevo cuerpito, él no se dé por enterado, no lo registre o no se haga cargo de tu maravilloso aspecto.

Es el momento crucial. Ese en el que te preguntás: ¿Para esto tanto sacrificio?

 LA GRAN COMILONA

Vertumnus (Emperor Rudolph II) oil on panel 68 x 56 cm
Vertumnus (Emperor Rudolph II) oil on panel 68 x 56 cm

Arcimboldo Autumn (1572)
Arcimboldo Autumn (1572)

Temblor nocturno. Sensación febril.

Atada a una silla, ve pasar al director, quien lleva- en una mano- una batuta y, en la otra, una pata de pavo gigantesca a medio comer. Se acerca a una mesa larguísima y se instala en la cabecera. Antes, saluda con una inclinación a un anciano, parado en el otro extremo. El viejo lee algo escrito en un papel amarillento. Se escucha un leve taconeo. Llega la nutricionista, cargada con una bandeja de la que desbordan toda clase de manjares: carnes jugosas y crujientes, frutas brillantes, tortas, bombones. Deja, a su paso, una estela de aromas exquisitos que se trepan, sin pedir permiso, por su nariz. Trata de liberarse y se siente incapaz de moverse. Ante un gesto del director, se le presentan delante dos instructoras de gimnasia y la invitan a ponerse de pie. Las directoras, mano a mano con la nutricionista, dan cuenta del contenido de la bandeja.

Sudores. Le falta la respiración.

Tiene los brazos y las piernas de plomo. Imposible moverse. Las caras de las instructoras toman color, sus mejillas se vuelven coral. La imagen de la salud. Sin embargo, pronto estallan en insultos ante la inmovilidad de su víctima. Desesperada, intenta seguirlas y no logra desplazar las piernas. Tampoco,

levantar sus brazos. Pone su última esperanza en el abuelo, quien se acerca, todavía con el papel en la mano. Confía en que su pasado de niña juiciosa la ayude a salir de este lío. La mirada cargada de reproches del viejo la hace dudar. “Te dije que debías portarte bien…”, como un trueno, la voz suena joven y profunda. Nunca antes lo había escuchado así. No sabe bien por qué, pero se atemoriza. Siente tanto miedo que vuelve a mirar a las instructoras, esta vez segura de poder seguirlas y, así, sacarse de encima al anciano. Le llaman la atención sus piernas cortas y la nariz, un poco aplastada. Dentro de su ropa deportiva, las mujeres tienen un ligero aire porcino.

Se arma un revoltijo de sábanas.

Tiene un ataque de risa, aunque no le dura mucho. La nutricionista se acerca a toda velocidad con otra bandeja. Al voleo, logra robarse una pata de pavo como la del director. En un principio, consigue pasar inadvertida. Se da vuelta y comienza a morderla, desesperada. Está inusualmente jugosa. El aroma de las especias con las que fue adobada se le cuela por la nariz y le llega directo al cerebro. Llora de felicidad. No advierte las sombras.

Lágrimas sobre las mejillas. Dolor en el pecho.

Se abalanzan contra su espalda. Los espectros se alargan sobre el piso, delante de ella. La rodean. No los ve, no quiere verlos. La conciencia del sueño emerge, tímida. Sin embargo, los fantasmas embisten otra vez. El director agita la batuta para señalar los objetivos, mientras el abuelo canta- a voz en cuello- la armonía familiar.

La nutricionista se une a las instructoras y comienzan a bailar un can-can delirante y aterrador.

Toulouse
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