EL LADO B

¿QUÉ HARÉ CON MI VEJEZ NIÑA?

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Irma ve entre sombras. Los 89 años de sus ojos se han llenado de manchas y de memorias. Las manchas le exigen un esfuerzo para componer los cuerpos y las figuras, apenas  desde difusos contornos. Las memorias, en cambio, le iluminan el tacto para seleccionar en el dial de la radio todas las sintonías “que no le mienten”.

Irma se quebró la cadera hace unos meses. Desde entonces, la única palabra que le devuelve la ilusión de un paso, aunque sea apoyada en un andador, es “rehabilitación”. Ella espera a la kinesióloga como quien aguarda al acariciador del don, que la conducirá de nuevo a Plaza de Mayo,  junto a los que protestan contra “esta canallada”.

Irma saca del pasado la cantidad exacta de palabras para habilitarse un futuro. “Yo no sé qué haré de ahora en más con mi vida, si quedarme en un lugar como este o volver a mi casa y contratar una cuidadora”.  “Un lugar como este” es una residencia geriátrica. O, sin eufemismos maquilladores, un geriátrico. Ni los viejitos que allí se alojan, ni los médicos ni los parientes que llegan de visita pronuncian la palabra. Como si detrás de esas pocas letras, se ocultara una vergüenza, una deuda con los viejos que ya son y con los viejos que –con viento a  favor– seremos.  “Yo acá estoy bien, nunca llegué hasta el jardín del fondo porque no me quiero dejar acompañar, quiero lograrlo sola. La kinesióloga ya me explicó cómo hacer para subir esa escalerita.  Cada día, estoy más cerca”. Cuando Irma habla del jardín del fondo, el rostro se le enciende con un brillo de comienzo de mundo, de ilusión de paraíso, de una libertad que la ilusione sin engaños, que no le prometa volver a correr en un parque y después la haga chocar contra lo imposible. Irma espera, simplemente, un alivio que le sugiera mejores condiciones para dar pasos cortos y autónomos.

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Irma no renuncia a la ilusión. “Una “ilusiona” diferente a los 89 años”.  Cuando Irma dice “una”, mi voz se une a la cadencia  de la de ella: ¿Qué haré con mi vejez?, se pregunta mi niña. Y todo el abismo entre generaciones se desploma y reclama una urgente revisión de nuestros abandonos. Las paradojas no tardan en aparecer: un mueble antiguo aumenta de valor cada día que se aleja de su tiempo de gloria. Hay negocios especializados dispuestos a venderlo a precios increíbles, hay clientes ávidos dispuestos a comprarlo por esnobismo, por coleccionismo, o por simple gusto. En las vidrieras, el mueble antiguo cumple perfectamente la célebre inversión que denunciaba el gran Carlitos Marx con su “fetichismo de la mercancía”: la cómoda del siglo XIX,  el “secretaire” que aún tiene un hueco para poner el tintero, la pana oscura de un sillón de estilo –que seguramente conserva en su superficie marcas de algunas nalgas prestigiosas– todas esas “cosas” se vuelven sujeto y atraen la atención del deseante objeto-persona que las mira. Y suben de valor. Las botellas de leche, los viejos sifones, los pingüinos para el vino que solían servirse hasta en el más pequeño bodegón, los juguetes rotos de la infancia del abuelo, las enaguas de encaje que cuidaban el pudor de las señoras de otras épocas, las hojitas de afeitar oxidadas, las peinetas de carey, las figuritas fuera de circulación: todos encuentran su sitio en las ferias de viejo y de usado, logran salir de su condición de desecho, se desperezan de años de olvido y desuso y se exponen ante los ojos de los paseantes. Y, mientras las cosas viejas se reubican, se acomodan como mercancía o como memoria, se venden o se atesoran en arcones donde aún puede haber una huella del padre o del amado que ya no está, ¿qué haré con mi vejez?, se pregunta mi niña.

Salvador Dalí, Old Age Adolescene Infancy.
Salvador Dalí, Old Age Adolescene Infancy.

Irma dice que no sabe cuál es la ideología política de la gente a cargo de “este lugar”. “Pero hacer política también es no quedar vulnerable simplemente por lanzar declaraciones sin saber frente a quién. Cuando una está impedida y en manos de otros, tiene que medir, tener cuidado, ellos son mis pies”. Caute, decía Spinoza. Y su emblema era una rosa con espinas. Caute.

Irma amaba leer y caminar. La maculopatía le impide lo primero. La fractura de cadera, lo segundo. ¿Qué hará mi vejez conmigo?, ¿hasta dónde podré intervenir para cambiar lo que mi vejez haga?, se pregunta la niña.  “Pero, bueno, está la música, la música te sopla vida desde los sonidos”. Cuando mi hija Milena le hizo escuchar las grabaciones de su audición de flauta, Irma calificó la tarde como “hermosa”. “Mirá que a esta edad y en estas condiciones no es un adjetivo que una use para demasiadas ocasiones”. Irma nunca se casó, “No me atreví. Igual, una la puede pasar bien sin un compañero, con buena música, con un buen libro. Alguno dirá: no es lo mismo. Claro, no es lo mismo, pero también está muy bien”.

Madre e hija - Oswaldo Guayasamín.
Madre e hija – Oswaldo Guayasamín.

Irma no practica la queja. Cualquier cosa que le convides, mientras sea dulce, le pone cara de niña, la llena de alegría pícara de niña. ¿Pero cuándo se me pasará este vicio de las golosinas?  En este lugar, la comida marca las horas. La comida lleva el pulso, no los relojes. “Ay, un sándwich de miga, hace cuánto que no comía uno. Ojo, que acá lo que sirven está muy bien. Todo está bien. Ni calor hace. La habitación tiene esa gran ventana y apenas si prendimos el ventilador alguna vez. Las chicas son muy buenas, nos tratan con mucha amabilidad. Pero, bueno, una no puede decir hoy me como un sandwichito de miga, ir a comprarlo y darse el gusto”. Igual, Irma sabe que afuera tampoco es fácil que cada quien salga a saciar todos sus deseos. Cuando habla del afuera, algo ensombrece su rostro de golpe: “Pero cómo miente esta gente que nos gobierna, decime, Gabriela, ¿qué le pasa al pueblo? ¿Qué le pasa al pueblo?, repito con la voz de Irma. ¿Qué le pasa?, pregunta la niña, ¿Qué hará la mentira con nosotros?, ¿nos pondrá más viejos de pronto?

La señora que comparte la habitación con Irma tiene demencia senil, en un grado no muy avanzado.  A decir verdad, la medicación la mantiene bastante lúcida casi todo el tiempo. Llegó hace muy poco a “este lugar” y se niega  a hablar. Ni cuando la visitan su hija o su nieta emite palabra.  Come poco y parece estar muy a gusto.  “No es conversadora la señora,  aunque hay que darle tiempo. No me acuerdo mucho, pero seguro que, cuando llegué, yo también debo haber sido así”. Irma ha tomado como una misión sacar a la recién venida del letargo. “Cuando me dijeron que venía una nueva, me pregunté: ¿quién será?, ¿podré confesarle lo que siento en lo político?, ¿coincidiremos en algo? Y, bueno, no charla demasiado todavía, pero sé que es afín y eso, hoy en día, es un gran alivio.”

Raúl Cañestro.
Raúl Cañestro.

Es sábado. Hace muchísimo calor, pero el “lugar” es fresco. La puerta de Irma está entreabierta. Desde afuera puede escucharse una conversación bastante amena. Irma ha logrado dar vuelta el mutismo de su compañera. Con la misma paciencia que pone para volver a caminar sin ayuda, ha encontrado una pista, un surco en el silencio de su compañera. Escucho un poco la charla antes de entrar, trato de ordenar la emoción y avanzo. Las dos sonríen. Es la hora del almuerzo y la cara se les ilumina porque trae un rico postre. Ahora son dos niñas contentas. La señora clava su mirada sobre mi pierna. “Mirá, tenés tres lunares sobre la rodilla, parece el dibujo de las tres Marías. Yo también tengo tres lunares, con el mismo dibujo en la misma pierna. De tal palo, tal astilla”. Y, así, como quien inaugura un espejo entre dos cielos, mi madre vuelve a mirarme en la constelación de las hijas.

Irma sonríe. “Dimos vuelta la tortilla del Lado B”. Donde siempre suenan los mejores temas.

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