NOCHES LARGAS

NOCHES LARGAS

La noche puede parecer muy larga cuando no hay enfermería y la vida de un operario shockeado por la frula,  depende de un vigilador. Sin embargo, la noche también te da sorpresas.Apenas entrada la oscuridad,  trajeron  a la portería a un enfermo. Lo llevaron con sus brazos enredados entre los hombros del supervisor de turno y un operario. Hoja Negra les abrió la puerta y el muchacho cayó con todo el peso de su cuerpo contra el respaldo de una silla de hierro.  Le explicaron al guardia que lo habían encontrado en el baño ‘dado vuelta’. Entonces, el Vigi tomó el teléfono y llamó a una ambulancia de “Vital”. El supervisor llenó una planilla,-” informe de incidentes”,- y se quedó con el operario para ver si la situación estaba mínimamente controlada por Hoja Negra. Hoja negra, después de la llamada, agarró la cara del enfermo y la agitó, la sacudió con un grito: ¡despertá!,  ¡despertá! El enfermo, llamado Presti, abrió los ojos desorbitados y clavó su mirada en los ojos del Vigilador. Pasados unos minutos murmuró: ‘estoy bien’. Después, sus compañeros, satisfechos  por la atención decidida del guardia, se retiraron y lo dejaron todo en manos de Hoja Negra. El guardia sabía que la ambulancia iba a tardar y que la caída abrupta de los efectos eufóricos de la droga  no terminaría allí. Entonces, tomó las manos del drogadicto entre las suyas y le dijo: ‘estoy acá, con vos’, ‘te quiero, Presti’. Presti contestó: ‘Amigo, yo sé, la enfermera me lo contó: te gusta guardar en un grabador, como un maldito loco maníaco, las voces humanas. Entonces, grabá la mía y dásela al demonio, al jefe, a todo el hijo de puta que quiera oír.´ Hoja Negra así lo hizo. Prendió el Sony W395 y Presti, con voz suave, como mecida de viento dentro del hueco de un enorme caracol de fuego, dijo:‘No quiero volver a junar a los camaleones  afuera. Ya sé quiénes son. Los tengo a todos conmigo. Son poronga, conchudas, criminales.  Quieren todo de mí: dinero, huasca, mentiras. Si les doy el ojete vacío del ahora, la nada, me sonríen como nunca lo hicieron. Porque quieren flotar sin piernas, buscan colas de sirenas o alas de demonios. Me buscan a mí. Buscan junar el fondo del infierno así como las distancias más increíbles al cielo. Pero, tranquilos, no hay nada que me pueda separar de ustedes. Los recuerdo a todos. Los tengo a todos. Son siempre los mismos cuchillos contra mi cogote. Entonces, aprovechen: Chupen la sangre de mi yugular. Chupen el veneno. Muerdan ¡calentones! y  morirán dos o tres veces entre convulsiones,  con escamas, con  brazos llenos de plumas y piojos. Sí, piojos. Sacudan los microbios por arriba de sus saviolas.  Salten con ellos  por encima de los santos, las escuelas, las casas de gobierno, las banderas, los tortolitos, sobre la paz de los satisfechos de esta inmunda tierra  como lo hago yo. Desparramen la urticaria y cambien todo por guerra. ¿Quién se olvida de ella?  Estarán a la par. Viajarán al lado mío. Viajaremos sobre el piojo montado en una ampolla de aire a punto de explotar. Con mi daño, con mi fiebre de deseo, al lado del chasquido de mi verga larga como un látigo’De pronto, Presti hizo silencio. Apretó fuerte las manos de Hoja Negra y gritó: ‘¡Dame más merca! ¡No quiero volver! ¡No quiero volver!’ y se cayó en un nuevo sopor.Hoja Negra le contestó y le gritó a la vez: ¡No vas a volver! ¡No vas a volver! Luego, lo abrazó fuerte, con  el gran amor  parecido al odio, con la furia magnética de los planetas en rotación, con la luz del fuego de la noche. Transformó su vuelo- sus saltos- en el movimiento rastrero de la víbora por el círculo de la medianoche. Le cambió el sentido de giro a sus satélites, revistió su estrella con la ropa rasgada de los pobres y le dio a su voz el grito de los condenados en los patíbulos. Entonces, Presti pegó un alarido de perro descuartizado. Pero se calló de golpe y volvió a cerrar los ojos. Hoja negra lo zarandeó un poco. No podía  desmayarse. Lo quería mantener despierto hasta  que llegara a la ambulancia. Presti abrió sus párpados, tomó  fuerzas como un trueno callado en el cielo invisible y, de pronto, otra vez el grito. Aquella noche la rompió en mil pedazos con la magia negra de la pasta.La ambulancia. Tocó bocina. Hoja la vio por la imagen de la cámara de seguridad en la calle. Abrió el viejo portón de la fábrica. Dejó el celular prendido. Entonces grababa los gritos de Presti. Hoja Negra registraba por primera vez los sonidos en el delirio de un condenado. Abrió sus orejas de fijón y luego, como en un ritual en el que se había hundido a venerar al demonio que tenía al lado, llevó a cabo todos sus movimientos: actos maléficos predeterminados:Lamió sus labios que parecían manchados con sangre.Corrió las cortinas de tinieblas de la Portería.Miró al reloj de la pared clavado en las doce.Saludó con la amabilidad más engañosa  a los enfermeros.Arrastró a Presti, con ayuda del médico, afuera de la portería.Luego dejó que se lo llevaran-tenía entonces  el poder de los tocados por el odio- con ruidos de sirena.

Los maldijo.

Cerró el portón y la puerta de su cueva.

Apagó los tubos luminosos del techo.

Prendió un porro.

Luego otro y otro.

Se los fumó tranquilo y, en su agujero, ideó un nuevo sol de mierda para el próximo movimiento.  Cuando lanzó la tantagésima pitada, se estrelló, vestido de fuego, contra la tierra. El gran cometa consumió el planeta y la noche  por completo. La hizo volar en cientos de luces artificiales. De pronto, el silencio, la nada, de nuevo lo oscuro Con gran curiosidad, corrió  las cortinas de tinieblas y miró a través de la ventana blindada a la nueva noche. Ésta chisporroteó, por última vez, a través del brillo instantáneo de una estrella fugaz. Luego, no quedaron sombras o luces, todo estaba inerte, ni siquiera amanecía.

Hoja Negra hizo click a su celular. Lo apagó. De golpe sintió una profunda tristeza, añoranza por algo que perdía. No sabía qué. Se le escurría de su memoria. Entonces, una lágrima escapó de su ojo izquierdo, recorrió su mejilla, fue a desparramarse sobre el Sony. Se suspendía sobre el celu y explotaba. Su oído tan fino escuchaba lo inaudito: la caída lenta de un dolor. Luego cayó otra gota y otra y otra, a golpes de arena contra el vacío. El tiempo regresaba.

El segundo del segundo rompía la delgada tela de la quietud eterna.