El cuidado del otro: sobre fragilidades.
Por Nora Lomberg

LA ETERNIDAD, HOY

La citó la maestra, es por su nieto menor, el Seba. El pibe no escribe en el cuaderno y ya está en tercero.
Tampoco habla bien, señora.
(Ella esconde sus manos, ya agrietadas y eso que recién cumplió 36. Las pone bajo su blusa. Baja la mirada y, en silencio, observa los zapatos de la señorita Silvia, bien lustrados, uñas pintadas y un delantal blanco con volados en cuello y bolsillos. Esos días ha llovido y el barro sostiene las zapatillas de María).
Lo que le digo, señora, es que si ustedes no lo ayudan en casa, yo no puedo.
¡Y qué va a hacer! Somos así, un poco duros nosotros. Ninguno estudiamos. Además él es de poco hablar.
(Seguro ya sabe que su padre está preso, piensa, mientras le pone sonido al suspiro. Todavía le falta tanto trabajo al día. María precisa vender empanadas, para poder ir mañana al Penal, cocinar y llevarle al Juanjo cosas ricas. Aparte tiene que llamar otra vez a ese abogado que nunca dice nada. Se toca el cabello, ya con alguna que otra cana, y se acomoda en la silla. Es una mujer buena y luminosa.)
Desde la ventana, se ve la infancia correr el recreo en el patio. Y dos perros, echados al sol. Irrumpe el Seba y se abraza a su abuela, a puro llanto. María lo besa y lo carga en su falda. Se quedan así.
Deberían consultar a una psicopedagoga, insiste la maestra.
(Silvia tiene la sensación de que ninguna cosa va a cambiar. Sostiene esas palabras con una mirada curiosa, la toca, le sonríe al niño. Piensa: tal vez no sea el momento. Tal vez, más adelante. No sabe cómo seguir. Pero persiste. No hay lugar para más debilidades.)
La respuesta no llega. Para María la eternidad es hoy.
Podrían preguntar en el hospitalito, creo que había una Licenciada.
(Las palabras de la maestra le impactan en el ánimo y en las ganas de acostarse a dormir. Pero se rescata, se reincorpora, se levanta de la silla.)
-Están dando el almuerzo, mijo, vaya- le dice La María al Sebas.

 

EL CIELO, A ESCONDIDAS

¿Este es el cielo que soñamos?
Hace 8 y 10 años que corren y el otoño amarillo cruje bajo sus pies. Hay un horizonte del que ellos escapan. Urgente, el más grande lo empuja con un grito. Mi mirada corre con ellos, me quedo tiesa, con la llave del auto en la mano, paradita, invisible en la ciudad a esa hora temprana. El contenedor de basura los llama. A upa, el pequeño arrastra al más grande hacia las profundidades. La basura abre su boca para devorarlos. Pero igual la habitan, se hacen lugar. Dos policías, más lentos que los pibes, danzan su búsqueda delante de mí.
Y gira que gira la plaza, los árboles, el cielo neblinoso, el olor a lavandina de las veredas, el frío mañanero, el futuro arrojado a la basura.
La mujer policía se acerca y me consulta por los niños, habían robado, parece, un celular. No los vi, acabo de estacionar, señalo el auto con la llave en mi mano. Inquietud y riesgo. Giro la cabeza y cierro la puerta, la luz matinal me ve correr las calles sin conciencia. Cómplice silenciosa de la escondida, empezó mi día.
¿Es este el sueño que cielamos?

NOSOTROS, LOS OTROS

Me enfermé                Cuidate

Estoy sola                                        Te extraño

¡Hasta siempre!                        No te mueras nunca

                         Hacé la tuya                                                   Sé feliz

 

nora1 francis picabia, The cacodelic Eye L´Oeil

Somos hablados en la era de la liquidez. ¿Pero qué nos habla? Se han diluido los saludos en la mera inconsistencia. Se han vuelto la guarida del enemigo.
¿Todo se va por el contenedor? O, para tomarnos unos mates tan siquiera, ¿quedará alguna temporalidad que no sea solo transcurrir? ¿Hay una vida offline? ¿Qué pasó con la mano amiga, la esquina con los vecinos, las interminables llamadas por teléfono (ese aparato con cable)?
Contá conmigo, che,                                          te espero,                                                         venite

                                             y lo charlamos.

El otro día, en la escuela, no supe qué decirle a una abuela. O, tal vez, no me animé a poner palabras incómodas a sus días, a escupirle un “su nieto no va a poder aprender”. Justo, entonces, sentí su tristeza en mi cuerpo y no pude seguir. Así, las palabras son como lazos, con firuletes, puntos y comas. Saborearlas, desarmarlas, darlas vuelta como si fueran guantes y dejar de apretujarlas contra la pantalla.
Por eso: tiene que haber una manera otra de habitarnos. Más intensa y permanente. La lentitud a modo de contracultura. Y, como plantea Donald Winnicot, debemos crear lo dado. Dejar nuestra marca o, más bien, marcar el camino. Mover la roca de la imposibilidad hacia un “lo quiero así y me levanto”. ¿Qué es el cuidado del otro en estos contextos?
¿Frías mañanas indiferentes?,
¿palabras huecas del amor?
Inventemos un fuerte viento a favor, que nos arranque los emoticones en un instante.
Y después te cuento.

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