El Olvido: Sobre El Salitral, la villa miseria de Santa Rosa que estuvo donde ahora está El Parque Recreativo Don Tomás.

Por Josefina Bravo

 

DE CÓMO LLEGAN LAS HISTORIAS

Conozco a Gloria hace dos años, aproximadamente. Somos vecinas. A los pocos días de habernos visto por primera vez, ella se quedó afuera de su casa, sin llaves. Yo la socorrí y, con un golpe de suerte, logré abrir su puerta. Ella enseguida se colgó de mi cuello en un fuerte abrazo, me agradecía por haberla “salvado”. A decir verdad, me tomó por sorpresa. Uno no está acostumbrado a recibir semejante demostración de afecto de un extraño. El tiempo y las charlas de vereda, hicieron crecer mi cariño hacia ella. Gloria es puro amor y pura espontaneidad. En uno de nuestros encuentros, después de saludar a un hombre que pasaba caminando, me dijo: ese es fulanito de tal, fue alumno mío cuando trabajaba en el obrador del barrio EPAM. Él vivía en El Salitral, una villa miseria que hubo en Santa Rosa. Y siguió:

19648381_10154437212656883_1091598424_o (1)Todo lo que hoy es La Laguna Don Tomás era un terreno resquebrajado por la sal, no había una gota de agua. La laguna estaba totalmente seca. Había, por allá atrás, cuatro casas que las llamaban casas rosadas, porque las había hecho el gobierno nacional para algunas familias, muy privilegiadas ellas. Pero en lo que sería la continuación, después de las vías, de la Avenida San Martín Oeste y de la calle 9 de Julio -lo que hoy es el parque de La Laguna- eran ranchos. Los típicos ranchos. Salvo honrosas excepciones, eran ranchos de lata, de adobes, de cueros, de cualquier cosa. Y, en algunos casos, hasta había, debajo de un gran árbol, un gran pozo -una cueva- y vivían ahí. Era realmente una villa muy miseria, donde vivió gente con miseria moral -léase robo y prostitución- pero donde también vivió mucha gente de trabajo, que luchó mucho por salir de ahí. Gente que logró criar buenas familias, que ocupó empleos. Y algunos fueron profesionales, profesores, abogados. (…) Se trabajó mucho para erradicar El Salitral, la villa miseria. En parte, construyendo barrios para dar un techo digno a esa gente de tan escasos recursos. A los chicos se les daba de comer en lo que originariamente fue una Casa de Citas; luego, una Maternidad; posteriormente, un Patronato y, al final, se transformó en un Comedor Escolar. Siempre con la misma infraestructura: una construcción muy grande con un patio central, varias salas, buenos baños, un salón importante como comedor y una buena cocina. Eso permitía que una maestra en el turno de la mañana y una en el turno de la tarde ayudaran a los chicos de la escuela 38 -hoy escuela hogar- que estaba sobre la Avenida San Martín Oeste, esquina Ayala. Yo daba clases en la Casa de Citas. Entraba a las 9 de la mañana, hacíamos los deberes que les habían dado en la escuela, repasábamos. Hacíamos trabajo de aula. Y a las 12 era comedor escolar, entonces almorzábamos. (…) Dada la precariedad de la ropa de los niños y la escasa limpieza que presentaban, con la colaboración de una familia que era la encargada del comedor, un día por semana los bañábamos y tratábamos de matar los piojos, aprovechando las instalaciones del lugar que tenía unos baños preciosos con agua caliente. Y, a la tarde, otra maestra hacía lo mismo que yo, pero con los chicos que iban a la mañana a estas escuelas: la 38 y la 420. La 420 hoy, cambiada de lugar, es la 92.

LA CIUDAD SE PRESENTA

19621711_10154437212526883_794996807_nYo llegué a Santa Rosa en el 2004, cuando tenía 15 años. A los 18 me fui y volví para establecerme en el 2013. No conocía esa parte de la historia de la ciudad. Ese día, nos quedamos un largo rato charlando en la vereda. Luego le dije: me gustaría escribir sobre lo que me contaste. Así fue como, una tarde, me esperó en su casa para dar testimonio y decirme de gente con la que podía hablar de aquellos tiempos, como Alberto Algasi que, además de darme fotos, me dijo: Acá antes no había cloacas. Entonces, toda la recolección que había de los pozos ciegos la llevaban a la laguna. Y ahí vivía gente, mucha gente. Y esa gente se dedicaba a venderte lechones, huevos, pollos. El Doctor Amit fue el primer gobernador que empezó a expropiar la laguna. Hizo un barrio que se llamó Mataderos, porque ahí estaba el matadero de animales. Ahora se llama Barrio General Levalle. Está bien pegado a la Circunvalación. Hay una escuela y pegadito a la escuela está el barrio. Ahí fue a parar gente que trabajaba en el matadero y gente de la laguna. Pero vos sacabas gente del Salitral y venían veinte más a ocupar esos ranchos. Entonces, se resolvió hacer un barrio pegado a la laguna, atrás de la escuela donde daba clases Gloria. Esas primeras doce casas del EPAM, cuyas siglas significan: Esfuerzo Propio Ayuda Mutua. Esas casitas se hicieron pensando que la laguna no iba a crecer nunca. Pero cada vez que llovía, toda el agua de Santa Rosa iba a parar a la laguna, que se agrandaba cada vez más e inundaba toda esa zona.

Gloria también me había contado del barrio EPAM: A esas doce primeras casitas, las ocuparon familias muy conocidas hoy. Como la familia Wals, la familia Manterola, Díaz, Ávila, Erviti, Cornejo. Hubo un excelente pintor, Agüero. Otra familia Gómez, con varios hijos. Hoy algunos trabajan en la cooperativa de electricidad y en otros cargos. La familia de Fernández, muy conocidos porque han sido músicos, como David Fernández y su hijo, muy conocidos en el ambiente artístico de Santa Rosa y de La Pampa toda. Y, en función de las horas de trabajo por familia, se fueron entregando esas primeras casas. Así, la número 1 la tenía la familia Wals, la casa número 4 la familia Erviti y así sucesivamente, no recuerdo el orden exacto. ¿Cómo conseguían las horas? Los hombres trabajaban en algo, las mujeres acarreaban material o limpiaban patios, hasta los mismos chicos sacaban yuyos. Se sumaban las horas de trabajo del grupo familiar y, así, se fueron adjudicando las casitas. Pero si yo ponía ladrillo, ponía ladrillo en la mía, en la tuya, en la del vecino. No es que cada uno trabajaba en su propia casa, era EPAM: Esfuerzo Propio Ayuda Mutua. Lo que sí se contabilizaban a rajatabla eran las horas de trabajo del grupo familiar para la adjudicación. (…) Ese plan iba a ser un poco más amplio, pero después se pensó hacer aquellos barrios que originariamente se llamaron “Las Rosas”, “Los Olmos” y “la Cruz del Sur”, ubicados sobre la Pío XII, al costado de la cancha del Club Santa Rosa. En ese barrio de casitas muy humildes hay algunas bastante desechas porque hubo gente que no supo cuidarlas. Por otra parte, eran grupos muy numerosos. Pero en general, esa gente, bien estimulada se convirtió en gente de trabajo.

Algo parecido dijo AlbertoEn el Barrio Matadero, yo me acuerdo, por ejemplo, que la gente vendía los picaportes, sacaba las puertas y hacía fuego adentro. En “Los Olmos” también pasaba eso. Pasa que en El salitral se vivía con lona, no había puerta. Se vivía como se podía vivir. Los chiquitos iban descalzos a la escuela. Había que trabajar la tierra ahí, había que criar los chanchos, había que ir a buscar la comida que tiraban en los restaurantes para tirarle a los chanchos, qué te crees que hacía la gente ahí. Criaban animales para vender y comían de ahí, también. Gallinas, pollos, gansos. Porque había agua. (….) Ahora estamos en otro tiempo. Ahora el más pobre de los pobres, tiene acceso a una escuela. Antes los más pobres no tenían acceso, salvo a una escuela hogar. Que acá, la mayoría de la gente medio humilde ha ido a la escuela hogar.

DE QUIEN AMA LA TAREA

En el obrador del barrio EPAM, se abrió una escuela para los chicos del barrio. Se intentaba atraerlos, para que junto a sus pares –léase económicamente y en su forma de vida- se integraran a la escuela, porque sino, no iban. Estaba la escuela 314 –hoy 201- en Antártida Argentina y Gobernador Duval, que ahora La Laguna me la trae cortita de atrás, pero ellos no se sentían cómodos en ese lugar. Entonces, se abrió una escuela provincial con el número de 420. Era un obrador: un galpón con divisiones de cartón prensado que nos permitía a las maestras vernos la cara de un lado al otro. Entrabas en el obrador y, a la izquierda, tenías una cocinita a leña donde la portera hacía el mate cocido para los chicos. A la entrada, había una mesa muy grande, ahí yo fui maestra de lo que hoy es segundo grado y en aquel tiempo era primero superior. Detrás, separada por un cartón, estaba otra maestra y, del otro lado, otra. Dirigía la escuela Elba Morales. Había lugar sólo para 4 aulas y un jardín, que intentaba atraer a los más chiquitos a la escuela. Funcionaba hasta tercer grado y después pasaban a la 201 o a la 38, donde completaban la escuela primaria a fin de salir con una preparación que les permitiera entrar en un colegio secundario. Nosotros dábamos la base. (…) Con el tiempo, la escuela fue teniendo más alumnos, los alumnos fueron adquiriendo hábitos de estudio, las familias se acercaron muchísimo y se integraron, en un tremendo trabajo de fin de semana: churros con chocolate, buñuelos con mate, torta fritas, siempre había algún motivo para reunir a las madres y a sus hijos. Eso hacía que las madres se acercaran y vieran que la escuela no era un cuco, ni algo que estaba muy lejos de ellos, sino que estaba para ayudarlos. Que nos vieran como amigos, no como enemigos. En eso hicimos un intenso trabajo de relacionarnos muy bien de igual a igual con toda la gente. (…) Hacíamos reuniones sociales. Parte de nuestra juventud la pasamos organizando bailes los fines de semana para que ellos aprendieran a concurrir a un baile y que el baile no terminara sacando un cuchillo o con la entrada de la policía. Para que tomaran conciencia de que se podía salir en familia. Era un aprendizaje y, el hecho de que vos estuvieras participando con ellos, le daba una importancia. Decían: ah, mirá, ella también está. O ellas. Porque trabajé junto a compañeras como Noemí Chescopar, Coca Fontish, Rosa Ávalo, ya fallecidas. Y fue una hermosa experiencia. Probablemente porque era gente que no tenía miseria moral. Yo no recuerdo en los años que estuve, habiendo trabajado a las 10 de la noche recorriendo un barrio totalmente a oscuras -sin ninguna calle delineada, porque los ranchitos estaban hechos a la que te criaste, con caminitos- nunca encontré una sola persona que me faltara el respeto. Jamás de los jamases. Y, si alguna vez alguien intentó decir algo, hubo veinte que lo frenaron de inmediato. Había un respeto muy pero muy grande para el maestro. Es hoy que, al encontrarnos con los ex alumnos, surge el cariño que yo les tengo y seguramente mis compañeras, desde el cielo, también. Porque tenían las mismas ganas que tienen todos los docentes. A veces, a uno se le da la oportunidad de trabajar de una forma más gratificante. A veces, no, uno no encuentra la veta. Pero nosotras pudimos encontrarla, por suerte. Yo hablo como una enamorada de esa etapa de mi carrera docente y hablo con mucho cariño, pese a que lo hice simultáneamente trabajando a la mañana en una escuela del centro: el Departamento de Aplicación de la Escuela Normal. Pero ambas escuelas, de características totalmente distintas, me brindaron la misma satisfacción. O, quizás, la 420 te brindaba eso que te permitía ver la felicidad en los chicos y ver cómo la semillita que vos sembrabas crecía. En la otra, estaban los papis que te acompañaban. Aquí era mucho más el trabajo tuyo. (…) Nosotros, en la escuela, jamás nos limitamos a cumplir las 4 horas. No había maestros de 4 horas. Después, siempre encontrábamos algo para hacer, con los chicos o con los padres. Porque, cuando vos involucrás a los padres y decís: “vamos a hacer buñuelos, pero vamos a hacer buñuelos todos”; o “vamos a hacer churros, pero vamos a hacer churros todos”, al decir “vamos”, estás comprometiendo al otro. Eso me sirvió mucho para cuando después fui directora de una escuela muy grande. El hecho de haber aprendido a decir “vamos” y comprometerse desde arriba, hace que nadie te falle en el acompañamiento. Yo nunca encontré gente que me dijera “yo no”, nunca. Y eso que he pedido mucho más de lo que correspondía. Esto ocurría en El Salitral. El salitral que yo amo. Porque fue un pedazo negro de la historia de Santa Rosa. Pero ya te digo, de donde surgió gente de trabajo. De pronto, los encuentro y pregunto: ¿dónde trabajás?, ¿qué sos? Me recibí de abogada. ¿Dónde estás? En el Senado de la Nación. Epa, yo te llevaba cuando eras chiquita a mi casa y mi mamá te hacía vestiditos. Ese tipo de cosas. (…) Después, yo nunca vi chicos que representaran mejor los números de los actos escolares. Hablo de cuando se les daba importancia a los actos escolares. Eran realmente maravillosos, actos con comedia, con baile, con patios criollos, con cosas hermosas. Y, a los chicos, uno les ponía un disfraz y eran verdaderos artistas. Largaban todo, la timidez no estaba. Yo he hecho cuadros del norte vestidos como bajando la sierra con una virgen a cuestas y hoy se me pone la piel de gallina de recordarlos. Me cruzo con alguien y le digo: virgencita coya, mamitay de mi alma. Porque la tengo presente de cuando era chiquitita y tenía ocho años y venía bajando del cerro diciendo eso. Son cosas que te quedan muy grabadas. Después, Coca Fontish tenía mucha chispa, era muy creativa y muy habilidosa para el dibujo. Entonces, a veces hacíamos números y actuábamos las maestras. Por ejemplo, yo era la hormiguita viajera y Coca contaba el cuento de la hormiguita viajera. Y ahí aparecían los personajes y después seguían actuando los chicos. Y los chicos decían: las seños también.

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COMPLETAR LA HISTORIA

Me preguntaba qué habría sido de toda esa gente. Empecé a hablar con algunas personas y alguien me dijo que Víctor, el encargado de un edificio del centro, había vivido allí. Con Víctor nos conocíamos, así que un día me acerqué a su trabajo. Me dijo que él no se acordaba de nada, pero su hermano sí. ¿Tenés tiempo ahora? Sí, le dije, con una bolsa de verduras en la mano. Subimos a su auto. ¿Conocés ese primer barrio EPAM? Dimos unas vueltas y llegamos a la parte de atrás del Molino Werner: en aquella casita de pared amarilla vivíamos nosotros. Bajamos a mirar y aproveché a sacar unas fotos con mi teléfono. Allá vivió mi abuela y, donde están esos ladrillos tirados, estaba la escuela. Volvimos al auto y seguimos camino hasta lo que fue un barrio EPAM posterior. Después del timbre, abrió una mujer de rulos. Bocha, dijo a modo de saludo. Y se hizo a un lado para dejarnos pasar. Enseguida llegó Raúl con una amplia sonrisa en el rostro y nos invitó a sentarnos a la mesa. Josefa, su mujer, volvió a la masa y al palo de amasar. Y, a ese ritmo, Raúl comenzó a contarme su historia:

Raúl: También cosían y tejían, daban talleres en la escuela, que era un galpón. En invierno no te imaginás cómo era, el frío que hacía ahí adentro y, en verano, el calor… un poco más corríamos desnudos. (…) La señorita Gloria… siempre me acuerdo de ella.

Víctor: La otra que participaba mucho era la señorita de música, ¿cómo se llamaba?, ¿Rosa?

R: No me acuerdo cómo se llamaba… De la que más me acuerdo siempre es de la señorita Gloria, pensá que era chica en ese tiempo y siempre fue un espectáculo con todo. Mirá que éramos desorejados y burros. Yo era uno, el primero, el rey era. Pero ella era muy buena y te comprendía, porque en esos tiempos había mucha miseria. Se daba cuenta cuando una persona no comía, ella te daba una masita o te daba una factura. Siempre estaba ahí. A veces llevaba torta que hacía la mamá. Después iban sus hermanos, que eran como ella, cariñosos con todos los chicos. Eran muy buenos. Todos los Hernández eran muy buenos. Yo los recuerdo mucho a ellos. Y los vecinos Gómez: Don Gómez, Celia, el Gino, el Esteban, el Quique, todas esas personas nos ayudaron mucho a nosotros cuando realmente teníamos una miseria espantosa. De esa gente nunca me voy a olvidar. Esas cosas las voy a llevar conmigo siempre. Después, iban los curas.

V: Y la portera.

R: Sí, siempre me acuerdo de la portera, a veces la veo y digo: ésta no se debe acordar de mí. Después, los curas nos hacían recolectar huevos, leña. Y yo no lo veo mal, porque gracias a eso yo aprendí muchísimo. Acá, en mi casa, los chicos se asombran de lo que yo hago. Y la gente me dice: ¿cómo aprendiste esto? Porque realmente el cura este, un pibito joven, Simón, te enseñaba a hacer esas cosas. (…) Donde está el predio de la laguna, eso era un comedor antes. Un comedor escolar.

V: Donde está la pileta y eso.

R: Vos ibas a comer y de ahí te venías a la escuela. El viejo que estaba en el comedor también era muy bueno. Te mandaba a buscar leña para echar en la cocina para hacer la comida. Por eso hoy en día que dicen: no hay que hacerlos trabajar a los chicos, hay que ver cómo es el asunto, yo no estoy de acuerdo.

V: Esas son pequeñas enseñanzas.

R: Claro, que aprendés a hachar, a colaborar, a ayudar. Después te dicen: a los nenes hay que enseñarles a convivir. Qué van a convivir, si no pueden hacer nada. Yo digo que tienen que aprender, porque yo no soy de siete oficios. Pero, gracias a Dios, me defiendo.

V: La continuación de la 9 de julio, donde está ahora el megaestadio, todo eso era el salitral.

R: Nosotros decíamos en frente del prado, pero en realidad vivíamos del otro lado de la vía, en el salitral. Porque mucha gente te preguntaba dónde vivías y, si vos le decías en el salitral, te sacaban re cagando. Nos trataban como negros chorros. No sé, en ese tiempo, de robar lejos nosotros. Pero, bueno, no sé por qué la gente decía eso. (…) Yo era lustrador de botas y por ahí un viejo ponía la pata arriba y te decía: de dónde sos vos. Y vos lo mirabas y le decías: yo vivo en el salitral. ¿El salitral? Qué manera de haber negros ahí, ¿no? Era bravo. Entonces, yo muchas veces -para que me dejaran lustrar- les decía que vivía al frente del prado español. Ah, vos vivís en el barrio oeste, decían. Sí, decía yo y era del otro lado de la vía. Y de ahí se sacó mucha gente. Se hicieron los barrios: “Peñi Ruca”, “Los Olmos”, “La cruz del sur”. Porque la laguna era una cosita así (señas), un charco donde nos metíamos a nadar. Y alrededor del charco ese había casitas hechas por el gobierno o la municipalidad. No sé cuántas casas habría. Y una noche que llovió no sé cuánto, nos sacaron a todos. A nosotros nos mandaron al hospital. Se inundó toda la laguna. Se agrandó. Y ahí sacaron a toda la gente, desparramaron gente por ahí. Y se quedó ese charco, no se fue más, hasta ahora. Pero ahí vivía muchísima gente. Gente que hoy en día tienen terrenos en Villa Parque, en Villa Germinal, no sé si se los dieron o los compraron.

 Luego, Alberto me aclaró lo de los barrios: Ya había venido el gobierno justicialista con Aquiles Regazzoli. Y empezaron hacer el “Peñi Ruca”, el barrio “Las Rosas”, “Los Olmos” y “Héroes de Cochicó”. Regazzolli sacó toda la gente de la laguna. Menos los de ese barrio, los de esas doce casas, nadie quiso salir.

Gloria había dicho: Cuando fue el golpe de 1976 ya se habían entregado algunas casas, pero el grueso se entregó masivamente la noche anterior, lo entregaba el gobierno a los que iban a ser los propietarios antes de que tomaran el poder los militares. Mudaron todo esa misma noche. Y, casa que se desocupaba, pasaba la topadora, de manera que las casas quedaron en el piso. Si la casa no estaba más, la gente no podía volver.

Y, más tarde, Alberto agregó: Regazzoli mandó los camiones. Fueron al barrio, ahí, a la laguna, cargaron lo que tenía la gente y le iban dando las llaves.

Pero lo que sucedió esa noche, me lo contó, a puro detalle, Raúl: Ese día -el 23 de marzo de 1976- nosotros vivíamos acá, atrás del molino. Nos habían dado una de las doce casitas del EPAM, pero al separarse mis viejos, la casa le quedó a mi viejo. Y mi vieja se vino de este lado del molino. Yo decía en frente del molino, pero realmente vivíamos en el salitral. Y una noche… bueno, esas noches siempre había griterío, pelea de borrachos, cosas así, ¿viste? Y, después, bueno, si éramos cien chicos, había doscientos perros. Había más perros que chicos. Y esa noche serían como las 3 de la mañana. Y había un griterío… y alguien gritaba: geente, geente, geeeente, así, con todo. Y, otra chica más, también gritaba: saaalgan, geeeente, saaaalgan. Entonces, se empezaron a levantar, te imaginás que era un barrio todo unido y además estaban todas las casas juntas. Así que nos levantamos y decían: yo soy el gobernador, Regazzoli, yo soy el gobernador –decían- vengan, gente, vengan. Y, a lo oscuro y con una linterna, empezó a dar los números de las casas. Casa número tal, fulano, mengano. Y empezó a desparramar las llaves. Pero vayan ya, dijo, porque se meten los militares. Nos andan buscando a nosotros, si nos agarran, nos meten presos y no sé qué cuánto. Un quilombo se armó, de perros y gente que gritaba. Y yo justo había conseguido trabajo en el barrio ese: Regazzoli. Yo trabajaba ahí. Entonces, mi vieja me dio el número de casa y me fui. La encontré y, bueno, me metí adentro. Con gente del salitral que también trabajaba ahí estábamos arreglando una casa y no sabés lo que veíamos. Desde el Club Santa Rosa venía la cola de gente. Te traía el recuerdo de un hormiguero. La mayoría venía en carro, en camiones que les prestaban o alquilaban. Era impresionante. Ya estaban los milicos puestos en cada entrada y no los dejaban pasar. Yo había entrado antes. Me había metido por atrás, por la avenida vendría a ser.

V: El barrio está entre México, Circunvalación y Pestalozzi. Nosotros vivíamos en la 12 de octubre.

R: Así que veíamos cómo venían. Cómo llegaban todos. Se traían… Imaginate vivir en un barrio que tenías que hacer una legua para ir al baño. Ahí teníamos inodoro, videt, todo. No sabés lo lindo que era. Y ahí estuvieron luchando con la policía hasta que se mandaron. Y, una vez que tiraron las tranqueras, se mandaron todos. Las que habían encarado primero eran las mujeres, porque dicen que no les pegan, viste. Y se mandaron las mujeres y se mandaron todos. No los pudieron detener. No sé si eran dos milicos en cada entrada. Te imaginás, si no se mandaban por acá, se mandaban por allá. El predio estaba cerrado con una tranquera y alambres. Las casas no estaban terminadas todavía.

V: En realidad, estarían semi-terminadas pero no para entregar.

R: No teníamos las cloacas, ¿te acordás que estaban las zanjas abiertas en el medio? Así que ahí nos metimos. No teníamos luz. Después, no sé cómo fue la lucha para que nos bajaran la luz. Pasaron como dos meses largos hasta que la bajaron. Un día, yo venía caminando de este lado a lo oscuro y, de aquel lado de enfrente, venía otro muchacho. Entonces, me dijo: maestro, ¿sabe dónde queda la casa 52? No, la verdad, no tengo ni idea, ¿quién vive ahí? El Negro Chico, me dice. Aah -me doy vuelta y le digo- el Negro Chico vive acá. Y vos quién sos, me pregunta. Yo soy el Capi, le digo, ¿y vos? Yo soy el negro chico, dice. Andaba buscando la casa. (…) Después, un tío mío, mi tío Domínguez, entró a la casa y se lavó la cara. Llegué yo y me sonó raro que mi tío estuviera sentado ahí. Entonces, mi vieja me hizo señas, así como diciendo: ¡qué hace este acá! Era re bueno el tío. Y me dice: ¿qué hacés hijo? ¿cómo andás? Bien, ¿y usted tío? Bien, dice, ¿qué andás haciendo vos por mi casa? No, le digo, la casa es nuestra. Se equivocaba. (…) Mi otro tío también, se metió a la casa de Maldonado. A lo oscuro todas las casas eran iguales. Era un plato, era. (…) Las casitas eran re lindas. Re lindas para nosotros, que vivíamos en un rancho cuando vivíamos en el salitral. Ahí éramos todos pobres. Algunos trabajaban en el campo, otros hacían changas. A veces, pasaba el tren a la noche y agarraba un animal y al rato estaba toda la gente, los vecinos del salitral, carneándolo al caballo, dejaban el hueserío nomás. Y capaz eran las dos o tres de la mañana. Mucho no me acuerdo, tendría ocho o nueve años cuando vivíamos ahí. Mi mamá era nacida y criada acá en Santa Rosa. No me preguntes cómo fuimos a parar al salitral porque, que yo me acuerde, ya estaba viviendo ahí. Vivíamos en casas hechas con barro. Nunca pregunté ni entendí por qué, cuando hacían las casitas cavaban para adentro 60 o 70 cm. El día que se inundó, imaginate. Y no entiendo por qué vuelven a hacer otro barrio ahí. A nosotros nos sacaron porque se inundaba y ahora vuelven a hacer uno nuevo. No entiendo. Si por lo menos lo rellenaran o lo levantaran más alto que la calle para que no se inunde. (…) Al otro día de la mudanza, mi vieja dijo: vayan a ver si quedaron ladrillos para hacer el tapial. Y volvimos al salitral. No, habían dejado el terreno limpito. La topadora de la municipalidad tiró las casas abajo. Ahora está lleno de yuyos. Quedan los restos de la escuela nomás.

Gloria había comentado que: Al otro día, andaban sueltos los chanchos y los gansos de no sé quién. Estaban todos desparramados, alguien los buscaría después. Porque la gente se había ido llevándose las cosas más importantes, pero habían quedado algunos animales sueltos. Y, los gansos, que no son precisamente pacíficos -son peores que los perros- no nos querían dejar llegar a la escuela.

LA CRUDEZA DEL RECUERDO 19578945_10154437211986883_1004142598_o (1)

En casa de Raúl, a medida que charlábamos, iban llegando sus hijos. Todos saludaban afectuosamente, algunos se sumaban por un rato a la rueda de mate. Josefa seguía dale amasar y cortar torta fritas. La charla era amena.

Raúl: Antes, ir a la escuela era más complicado. Yo fui a la escuela. Y llegó un momento, hablando sinceramente, mi viejo era muy seino.

V: Muy malo.

R: Mi vieja trabajaba y no alcanzaba. Aparte, él era alcohólico. Entonces, plata que traía mi vieja, se la sacaba y era para chupar él nomás. Y nosotros nos chupábamos el codo. Un día, él me sacó de la escuela para mandarme a trabajar. Primero, fui a vender diario. En ese tiempo, si vos querías vender diarios, capaz que te encontrabas con uno que vendía siempre y te decía: qué andás haciendo acá, rajá a la mierda, te voy a cagar a trompadas y, pum, se armaba la rosca. Era complicado. Ya había muchos chicos vendiendo. Algunas veces, gané y, otras, me han cagado a palos. La calle era dura. Así que, un día, mi viejo me sacó y me puso a lustrar porque no ganaba nada en el diario. No vendía. Y donde iba, molestaba. Me sacaban re cagando, sinceramente. Y lustrar era lo mismo. Si estaba en la plaza, venían los otros y, otra vez, pelea. Después, me hice amigo del Changuito Díaz, del Jacobo Rodríguez. Ellos eran medios capos en la plaza, así que ahí me empecé a defender, como quien dice, hasta que eché el culo para quedarme. Y, después, ya lustraba en cualquier lado, no me decían nada. Hasta que, al tiempo, entré en el Hotel Comercio a lustrar, donde ahora está el Banco de La Pampa. Ya me quedé ahí y era otra cosa. Le llevaba plata a mi vieja. Si hacía cinco pesos, guardaba tres abajo de un ladrillo en la entrada de mi casa y lo otro se lo daba a mi viejo, porque él te lo sacaba. Me revisaba todo, me sacaba las medias, las zapatillas. Ni sé si tenía medias,  zapatillas seguro. Pero yo le decía a mi vieja que en el ladrillo dejaba plata. Así que con eso nos fuimos defendiendo. Mi vieja trabajaba en lo de cancela.

V: Sí, que era frente al molino. En esas casas que están ahora.

R: Hacía escobillones y plumeros. Si hacía dos plumeros, le pagaban dos plumeros; si hacía dos escobillones, le pagaban dos escobillones. Mi vieja estaba todo el día laburando. Con nosotros fue algo muy especial, una luchadora. Y no es porque la tenga muerta ahora, eh. Siempre fue luchadora, pero nunca tuvo suerte. Ni con el padre nuestro ni con el otro que tuvo. La siento hasta ahora a mi vieja. Fue lo más grande. Nos enseñó mucho, a mí y a todos mis hermanos. Somos seis: tres varones y tres mujeres. Nos criamos a los ponchazos, pero nos criamos bien. (…) Y la señorita Gloria me llevaba a la casa y me daba café con leche, lo que yo quisiera tomar, torta… Y, así como iba yo, iban varios. Y los consejos de la mamá de ella, los consejos de ella, de las hermanas… eran re lindos. Yo, de grande, conocí un tipo y trabajaba con él: Don Estercan. Era de Buenos Aires. Estoy re contento y agradecido con él, fue mi segundo padre, no sabés los consejos que me daba. Yo tomaba mucho, era re borrachín. Y él me miraba y me decía: mirá el olor a vino que tenés, ¿no te da vergüenza? Y yo bajaba la vista. Mirame, mirame, cara dura, ¿no te da vergüenza?, ¿cómo te voy a llevar a trabajar a una casa de familia así? Y eso te perjudica, viste, te lastima el corazón. Un día fue a casa y me dijo que capaz me hacía entrar al gobierno o en el Banco Hipotecario. Pero vas a tener que cambiar, me dijo, porque me vas a hacer pasar vergüenza. Y yo le dije:  no, yo voy a cambiar. ¿Seguro, Raúl? Sí. Pero más vale que cambiés, porque así no podés entrar en ningún lado y, a mí, vos  no me vas a hacer pasar vergüenza. (…) Un día, me fui a jugar un campeonato y había llovido. Imaginate cómo estaba: re mamado, re volcado y, yo era arquero, estaba lleno de barro. Y él vino a decirme que el lunes me tenía que presentar en el hospital para hacerme un análisis. ¡Y cuando me vio! Parecía que había visto al diablo, pobre viejo. No, dice, no, ¡mirá cómo estás! No podés ir a trabajar así. Y le digo: estuve atajando. Y me dice, qué vas a estar atajando con el pedo que tenés. A nosotros Dios nos manda agua y, a vos, te manda vino, decía. Hasta que un día dije: no tomo más y no tomé más. Y me hizo entrar a la Cámara de Diputados. Y le estoy realmente agradecido. Llevo 33 años ahí. Antes era calderista, manejaba la caldera, la calefacción, soldaba, hacía trabajos de mantenimiento. Después, tuve un problema de riñones, estuve enfermo, me internaron. Estuve como dos años sin trabajar. Cuando volví, me dijeron que no podía estar más en la caldera y me mandaron a despacho, donde está el segundo jefe: el vicegobernador. Y ahí me quedé. Hace 20 años que estoy ahí, soy el encargado de las fotocopias. Mis compañeros son muy buenos, la jefa también. Y ahí estoy, esperando para jubilarme. Me faltan 5 años. Y todo gracias a este hombre. Era tan tranquilo el viejo. Con él aprendí un montón. No era albañil, pero si te tenía que levantar una pared, te la levantaba. Y él te explicaba: sacá las medidas así, sacá esto, sacá aquello. Después, es como yo te digo: tuve suerte de conseguir gente como Estercan, como la señorita Gloria, la familia de la señorita Gloria. Que vos ibas aprendiendo cosas o ibas mirando.

NO TODO SE OLVIDA

Víctor, que decía no recordar esa época, tenía la mirada en el televisor y la escucha atenta al relato de su hermano. En alguna oportunidad pude notarlo: se conmovía. No recordaba hechos, pero seguro recordaba emociones.

R: Yo fui golpeado por mi padre. Fui muy golpeado por mi padre. Todos mis hermanos también fueron golpeados. Mi vieja también. Nos dejaba negros de morados el viejo, ¿o no, Víctor? Y nadie se acordó de nosotros. Es más, cuando mi vieja se separó de mi viejo, el juez nos llamó a todos adelante de él (del padre) y nos preguntó: ¿con quién querés vivir vos? Si llegábamos a decir con mi mamá, nos mataba a palos. No nos pusieron aparte para preguntarnos con quién queríamos ir. Y nosotros llorábamos como locos, más vale, qué íbamos a decir con quién queríamos ir. No dijimos nada. Ningún hermano dijo nada, si teníamos el verdugo al lado. Andá a decirle algo a mi viejo o faltarle el respeto. Nos mataba a palos.

V: Yo te decía que tenía poca memoria, pero él me dijo que una vez rompió la escarcha de un tambor en mi espalda.

R: Porque lo mandó a él a que la rompiera y como el Bocha no la podía romper, la agarró él y dijo: así se rompe y se la rompió en el lomo. Mirá vos. Qué padre te va a hacer eso. Por eso digo que hemos sufrido mucho, pero ninguno nos torcimos. Gracias a Dios, seguimos. Y yo a mis hijos les explico, les he hablado de lo que me ha pasado con mi viejo.  A veces, les cuento y ellos se ríen, porque parece un chiste, pero es verdad. Íbamos a la casa de la abuela Agustina, la mamá de él. Vivía allá donde está el “Changomás”. Te imaginás, eso era todo campo y todo oscuro. Bueno, mi viejo iba hasta allá, por ahí me llevaba a mí solo y, por ahí, nos llevaba a los dos.  Él –señala a su hermano- era así, chiquito. Y este loco se ponía hasta la manija. Y la abuela era re buena, la mamá de él. Nos daba de todo. Panzones, volvíamos. Y le decía: quedate, Víctor. Víctor era mi papá. A dónde vas a ir con esos chicos a esta hora, te puede pasar algo. Y le hablaba re bien, como habla una madre, viste, cariñosa. No, no, yo me voy, qué sé yo cuánto. Hasta que arrancaba. Imaginate,  nosotros lo traíamos porque él venía re mamado, en zigzag. Y había eucaliptos. Entonces, en invierno, un vientito y los eucaliptos hacían ruido. Y yo agarraba y miraba para atrás, tenía un miedo. Porque éramos chicos. Y mi viejo miraba para atrás por si venía alguien. Qué, qué pasa, decía. Se daba vuelta. Eh, sátiro, eh, sátiro. Y gritaba con todo. Y nosotros no queríamos que gritara porque teníamos miedo. Y le decíamos: papá, vamos, papá. Y él los quería pelear. Pero no había nadie. Corríamos un riesgo. La luz más cercana -y era una alegría cuando llegábamos- era la de la escuela 4, en una esquina. Antes, cada dos cuadras, ponían una luz. Era una alegría porque con luz era otra cosa.  Pero no sabés cómo sufríamos para llegar a esa escuela, para llegar a la luz. Bueno, mi viejo era así. Yo te digo, nosotros vendemos sábanas y acolchados. Y vamos a una casa y, cuando los nenitos no te miran a vos, lo miran al padre nomás, salimos afuera y yo digo: esos nenes están cagados a palos. Vos te das cuenta.

V: Y la vez que venían los parientes a comer y justo estábamos por comer nosotros.

R: Eso también lo cuento siempre. Mi vieja hacía ñoquis o tallarines. Yo cuento eso y se piensan que cuento una película o un chiste. Ahora, de grande, uno también se ríe. Entonces, mi vieja se mandó unos tallarines espectaculares, viste, con pollo que teníamos nosotros ahí. Teníamos gallinas, patos. Y estábamos todos sentados para comer y llegó mi tío en un carro que traía como setenta, porque entre hijos de él e hijastros, eran una banda. Bueno, nos sacó a la mierda a nosotros afuera. Levántense, denle el asiento a tu tío, qué sé yo cuánto. Nosotros sentaditos afuera y mi tío y los hijastros y los hijos se comieron todo, no dejaron nada. Nosotros no comimos. Y, una vez que se fue mi tío, mi mamá le dijo: la próxima vez que venga tu hermano con toda tu familia, no me hagas levantar a los chicos de la mesa porque, si no comen mis hijos, no va a comer nadie. Ah… y vos quién sos y no sé qué, viste, era re jetón. Que vos llegás a hacer eso y te re cago a palos, que pum que pam. Bueno, otro domingo llegaron estos en el carro. Nosotros sufríamos como locos, decíamos: estos locos se vienen a comer todo. No alcanzamos a sentarnos porque mi viejo hizo sentar a toda la familia. Todos ellos sentaditos y nosotros ahí parados. Y nos dijo: vayan afuera que ahora les vamos a llevar. Teníamos una veredita y estábamos sentaditos afuera, con las manitos cruzadas, comiendo el olor a tallarín. En eso pasa mi vieja para el gallinero con la fuente llena. Y se lo echó a las gallinas. La comida estaba re caliente porque las gallinas hacían: tucu-tucu-tuc, tucu-tucu-tuc. A la mierda, no comió nadie. Después cobró mi vieja, pero bueno, se terminó.  No sé si le hizo eso una o dos veces. Otra vez con los ñoquis. Más vale, porque mi viejo nos sacaba a nosotros y los otros comían y nosotros no. Así que te imaginás que ese sufrimiento no tiene arreglo, te queda en el recuerdo. Y bueno, ya está.

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HABLAME DE RESILIENCIA

Mientras volvíamos al centro en el auto de Víctor pensaba en la señorita Gloria. La admiraba desde antes, pero conocer la historia de Víctor y Raúl, dos hombres amorosos y trabajadores, muy queridos por la gente y por sus familias, hizo crecer mi admiración y entender lo importante que fue su rol para esa gente. Y ver cómo aquellos pequeños de los que hablaba, que tanto sufrieron, hoy son hombres de bien, que criaron familias hermosas y lograron tanto en la vida, me conmueve. Me llena de admiración. Y me quedo con las últimas palabras de la señorita Gloria:

Yo soy una apasionada por todo lo que hago. Todo lo hago con mucha pasión, me llevo por delante cada pared, me pego flor de tortazo, pero igual sigo intentándolo, aunque ya tengo un montón de años. Me gusta jugarme y me gustan los desafíos. Siempre digo: no me torees, porque si me decís “vos no vas a poder”, dejo la vida pero puedo. (…) Yo creo que si naciera de nuevo volvería a hacer exactamente lo mismo. Hoy puedo parecer una desubicada, pero yo pienso que todavía se puede, que todavía nos queda en los chicos un poquito de esa inocencia. Hay que buscarla, porque desgraciadamente los medios y la forma en que se vive han hecho que se fuera perdiendo. Es cuestión de hurgar un poco y ver si algo se puede rescatar. Yo creo que un docente que ame mucho la tarea puede rescatar. Sueño y quiero soñar que eso es posible.

Gloria Hernández lleva ese nombre porque nació un 25 de Mayo. Dice que sus padres eran muy patriotas.

 

Nota 1: La letra cursiva negra corresponde al testimonio de Gloria Hernández; la cursiva violeta, al testimonio de Alberto Algasi; la cursiva naranja, al de Raúl y, la cursiva verde, al de Víctor.

Nota 2: las dos fotos en blanco y negro son parte de la obra fotográfica de Alberto Algasi.

 

 

 

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