Ultraviolento: sobre la película “El incendio” (Argentina/2015) de Juan Schnitman.

Por Pablo E. Arahuete

SOMBRAS A LA LUZ

En un principio, sólo un juego de manos.Cada réplica corta el aire. El aliento escapa,  la exhalación comunica algo. El otro no es otro, es un cuerpo sin forma, una amenaza, que vocifera,  que balbucea desamor. La mirada muta con cada ademán y el roce suprime todo tipo de cariño. Ahora es un tajo invisible: no sólo corta el aire, lacera la piel.

Ellos son una pareja o, por lo menos, dos que alguna vez pudieron entenderse en sus diferencias, construir una vida o un proyecto.Un departamento más grande y quién dice,  tal vez en unos años, una familia. ¿Cuándo dejaron de ser? Ninguno lo sabe. Lo sienten, lo perciben en el ademán autómata de la caricia no correspondida. Lo sufren desde adentro y, cuando algo de eso sale a la luz, todo se ve opaco.

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Los rostros se difuminan, la mueca y el dolor dominan el ambiente. El aire, un botín que no se quiere compartir. El otro estorba en el espacio viciado. La réplica se vuelve roce, el roce golpe, el golpe dolor, el dolor angustia y la angustia otro golpe y el aire: el botín más preciado.

PALABRAS CHISPEAN UN FUEGO

La violencia es un lenguaje aprendido o  un recuerdo impregnado, latente: nadie está exento de  huellas violentas en el pasado. Lo violento a veces irrumpe o regresa por sorpresa y esa es la clave de una película argentina, “El incendio”, estrenada en 2015. El film de Juan Schnitman tuvo una importante acogida en festivales internacionales y llamó la atención de muchos públicos.  La película expone, en un relato íntimo y dramático, las aristas invisibles de un vínculo  de pareja tóxico,  atravesado por la violencia psicológica, física e institucional.

Quizá, su título no haga otra cosa que enfatizar la consecuencia de múltiples causas, una chispa emocional que toma contacto con algo más denso y se convierte en fuego, crece y destruye todo lo que encuentra en su entorno. Su director, Juan Schnitman, encontró el espacio ideal en la intimidad de Lucía y  Marcelo, roles interpretados por la actriz Pilar Gamboa y el actor  Juan Barberini. Ambos, capaces de transmitir la intensidad de un vínculo de dependencia y odio a la vez, que comienza a mostrar sus primeras alertas en discusiones banales, en intercambios de insultos mutuos, al verse frustrada una operación inmobiliaria. Sin embargo, más allá de las rencillas de carácter doméstico y los pases de factura entre Lucía y Marcelo, de esas agresiones verbales a las físicas -y lógicamente, a la fuerza del más violento sobre el débil- apenas hay un paso.

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Y UN DÍA SE NUBLÓ

En 24 horas de convivencia y bajo una atmósfera asfixiante, las microexpresiones de violencia crecen en intensidad y riesgo,  buscan escapar de esas cuatro paredes o escabullirse, al menos, al paso del llanto contenido.No hay lugar para llorar, no hay objetos para romper en un ambiente donde todo está embalado.

La opresión y el agobio resaltan desde la puesta en escena, donde cobra un protagonismo particular el interior del departamento. Pero, también, desde los planos secuencia que acompañan el gradual avance de las situaciones dramáticas y permiten una continuidad temporal donde ambos actores crecen exponencialmente en sus interpretaciones.

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La cámara encimada y subordinada a las acciones, más que a la búsqueda estética del mejor encuadre o plano, es una herramienta eficaz para conectar al espectador con las sensaciones, la visceralidad en un primer plano y la fragilidad emocional en un segundo plano.

Pero si la violencia es un lenguaje que se aprende, se podría especular que el origen se encuentra en el afuera. El adentro es un reflejo. Y, en este caso en particular, tanto Marcelo como Lucía cargan la violencia laboral, el maltrato de superiores, así como las frustraciones internas por hacer una tarea que no los satisface ni enriquece.

En un principio es un juego de manos y después uno dice basta. El aire, un botín que no se comparte.

Mañana, tal vez sea distinto…

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