Sobre Ultraviolento

Por Alicia Lapidus

DAR LA PALABRA

Roxana, cara redonda, ojos claros, esperanza de mirada. Abdomen grande activo de pataditas pequeñas. Empezó el trabajo de parto. El bebé era muy grande, debía ser una cesárea. Así fue. Tranquilo, nació un hermoso niño de cuatro kilos. Nos sentíamos toda felicidad. Globos celestes adornaban la habitación. El camino estaba trazado. Tres días en el sanatorio y, a casa, a criar al chiquito.

Pero lo esperado no siempre ocurre. Al segundo día, la panza de la mamá había crecido, dolía, no podía ni moverse. Ella doliente y yo, su médica, con una negrura que se instalaba en mi pecho. Los abuelos y el marido esperaban que mi palabra curase. Yo no tenía esa palabra. Lo que tenía y pronuncié fue “Síndrome de Ogilvie”, tras lo cual, bendita Wikipedia, saqué mi celular y les entregué la explicación en silencio.

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El cuadro era grave y muy raro. Ocurre una vez, cada 1500 a 2000 nacimientos. El intestino, paralizado sin causa conocida, se iba inflando. Los riesgos, enormes. La perforación, una peritonitis. Si no resolvíamos la situación, la muerte podía llegar con un 50% de posibilidades. ¿Cómo soportar el modo en que se trastoca el sentido en esos momentos? ¿Cómo pasar de los globos celestes a la vivencia de muerte tan cercana? ¿Cómo hacemos todos- paciente, familia y yo misma- para enfrentar esta abrupta, dolorosa y absurda situación?

UNA LÁGRIMA, UN INSTANTE

Hay tiempos para llorar y otros para actuar. No podíamos detenernos en preguntas. La velocidad de la acción era fundamental. Tomografía, suero, sondas varias. Endoscopía para vaciar el aire. Y el rezo, religioso de algunos; ateo, de otros. Todos juntos para que el rebelde intestino se decidiera a funcionar. Los médicos de la familia y los del sanatorio estuvieron presentes. Algunos, extraordinarios, apoyaban a Roxana. Y a mí. Otros, a quienes ni vale la pena mencionar. En cada pasillo, profesionales que apenas me suelen saludar, me preguntaban: ¿cómo está tu paciente? Y ella, estoica, sólo en un instante, dejó salir una lágrima. Estuve horas a su lado, acariciándola. “Todo va a ir bien”, “hay que darle tiempo”, “qué hermoso el bebé”. Mientras, Roxana- entre dolores y angustias- trataba de darle el pecho a su chiquito. Jeringuitas con leche la suplieron por unos días. No podía ni abrazarlo del padecimiento de su vientre hinchado.

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PODER EL LLANTO

Un día sin comer nada, la panza que iba y venía. Un poco se ablandaba, un poco se hinchaba.

Lo relativo de la felicidad se manifiesta en la alegría desmesurada frente a un ruido abdominal o un gas evacuado. ¿Suena raro? Pues no lo es. Lo normal y cotidiano, en situación de falta, se vuelve primordial.

Segundo día sin comer y con las sondas en su lugar. Parecía que iba “zafando”. El peligro seguía ahí, en la puerta de la habitación, como un fantasma a la espera de un descuido, una distracción. Pero, de a poco, se alejaba de la cama.

Nadie se distrajo, nadie aflojó. Al tercer día, Roxana empezó a tomar agua y la toleró. Al cuarto día, Roxana me llamó a las seis de la mañana. Se sentía más hinchada, más dolorida. Lloraba por primera vez. Corrí a verla. Era nada más que un pequeño pasito atrás, podría decir, esperable. Y un paso adelante para ella que, finalmente, podía llorar la injusticia de su vientre.

Al cuarto día, un puré de calabaza se convirtió en un manjar y un helado de limón, en una fiesta. Ya se ausentaban las sondas. Ya el abdomen empezaba a tocar los ruidos intestinales: música maravillosa para los cirujanos. Cumplíamos una semana de la cesárea. Ese puré esperaba desde hacía cinco días…

La nube opresiva de mi pecho empezaba a disolverse. El peligro ya había llegado a la salida. Cada vez más lejos.

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LO QUE CUENTAN LAS ENTRAÑAS

Con Roxana, comenzamos a charlar de otras cosas. El tiempo de las lágrimas había llegado. No le hablé de lo peor que hubiera podido ser. No era necesario. Lo intuyó. Lo sintió en sus entrañas. Yo no podía imaginar cómo es ir a tener un bebé y que la muerte te roce; que, en vez de deditos cálidos, te acaricien esos dedos helados de la parca. Y a mí, obstetra, me toca seguir adelante, hacer partos y cesáreas como si nunca fuera a pasar nada malo, apostar a que -con la ciencia y la humanidad- alcanza.

Mañana Roxana se va a casa. Con su bebé y su cuerpo íntegro. Hoy nos abrazamos durante un largo rato. Lloramos un poquito, también.

Y ustedes, lectores, si todavía se preguntan qué relación tiene esto con lo ultraviolento, pregúntenle a Roxana.

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