La Orfandad: Sobre dos camilleros que saben del oficio.

Por Ramiro Gallardo.

Dibujos: Gustavo Nielsen

 

Hace nueve años, un 29 de octubre, mi papá estaba internado en una clínica, muriéndose, aunque todavía no lo sabíamos. Pasadas las 12 de la noche logré que mi mamá fuera un rato a descansar a su casa. Llevaba demasiado tiempo ahí, junto a su marido, que no abría los ojos hacía más de veinticuatro horas. Costó convencerla, quería quedarse, así que decidí acompañarla. A la media hora de llegar al departamento de la calle Melo, sonó el teléfono: papá había muerto.

 

CALIDEZ Y RESPETO.

El momento del duelo dura poco, hay que cambiar el chip y enfrentar una serie de cuestiones. Inmediatamente. No hay tiempo, el velatorio va a ser ahí mismo, por la tarde. Un par de llamados y el tema familiar está finiquitado, los más íntimos podrán venir por la mañana, del cuerpo se encargan, por el momento, los de la clínica. Entonces, paños fríos y ponerse a organizar un montón de cosas, como en el cuento de Cortázar. Claro: de lo que no nos habla el bueno de Julio es de toda la parte burocrática, del certificado médico, de la cochería, de bla bla bla y de blu blu blu. Tu papá murió hace un par de horas y vos, a las tres de la mañana, te das cuenta de que no tenés la menor idea de lo que hay que hacer. Es la primera vez que se te muere tu papá. De yapa, el horario no acompaña, no da que llames por teléfono a algún tío con experiencia para que te aconseje, o a un amigo que haya pasado antes que vos por esta adversidad. La persona que tenés a tu lado es quien la tiene más clara. Casualmente, es la esposa del reciente difunto, tampoco pareciera conveniente pedirle que te dé una mano.

Se nos ocurre ir a la casa de sepelios más próxima, la que siempre estuvo ahí, en la esquina de Callao y Santa Fe, ¡incluso desde antes de que existiese esa misma esquina! Como buen porteño, habitualmente uno comenta lo maravilloso de la avenida Corrientes, con sus teatros y sus librerías abiertas de par en par hasta altas horas de la madrugada, y se olvida de estos buenos lugares que atienden las 24 horas. Y cómo te atienden: una seriedad para aplaudir. Y ahí estamos, mamá y yo sentados, escritorio de por medio, frente a un experto en sepelios que te resuelve absolutamente todo: los papeles, el traslado, el agua de rosas, la cremación. Eso sí: tu precaria economía ese buen señor no te la soluciona.

-¿Y algo un poco más…? Digamos, eh, me refiero a…- Se te tuerce la lengua y las palabras no logran traspasar la barrera de los labios, inseguros. Una mirada de reojo con tu vieja y ya sabés que está de acuerdo, no hacía falta mirarla. Ok, muchas gracias, cualquier cosa lo llamamos. Gracias. Muchas gracias. Nomás volver, te descubrís con las páginas amarillas abiertas de par en par: llamás a otras casas, preguntás precios, pichuleás por los servicios funerarios para tu viejo que acaba de exhalar el último suspiro. Nadie te da un presupuesto por teléfono y van pasando los minutos, preciosos. El cuerpo no espera, hay que despachar el asunto. Aquella casa, sí, en la que velaron a Tío Osvaldo, ahí parecen serios. Y otra vez a la carga, en esta oportunidad, solo. Dejá mamá, no te preocupes, tranquila, yo me encargo. Apenas entrar, te das cuenta de que la pegaste, ¡esto seguro es mucho más barato! Pobre papá, pero él entendería. Los tipos son de diez, pura calidez y respeto, entienden todo: la situación por la que estás pasando, el dolor reciente, lo incómodo de tener que hablar de plata en un momento como éste. Por supuesto, señor, podemos ofrecerle una amplia gama de servicios, siempre, dentro de los parámetros que exige la dignidad. Se acuerdan el horario, la cantidad de coches para el traslado, los arreglos florales, y llega el momento de elegir el ataúd. El muestrario da cuenta de la diversidad de ofertas. Cajones variados, uno al lado del otro, prolijos y en orden decreciente. De izquierda a derecha, el último da un salto de calidad… hacia el abismo. Casi casi que está hecho con cajones de esos que pedís en la verdulería para el asado. Total, pensás: si lo vamos a cremar… Pero ese féretro destartalado está ahí para frenarte, tanto no, no podés ser tan miserable. A mamá no le va a gustar. Ese es el límite. Un sarcófago más arriba, muy buena elección, señor, sobria pero digna.

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dibujo de Gustavo Nielsen

Amanece. Con la satisfacción del deber cumplido regreso a mi función de hijo acompañante, ya habrá tiempo para llorar más tarde. Listo mamá, todo solucionado, podemos dedicarnos a llorar, pero suena el portero eléctrico. Es la ambulancia, papá está abajo. Los papeles, todos en orden: los de la casa de sepelios hicieron la tarea. Bien. Yo me ocupo de todo, mami, vos esperá acá. Bajo.

 

PARA MORIRSE DE LA RISA.

Reunión de primos en casa de Flor. Vino mi hermana, la que vive en Granada. No nos vemos desde la muerte de papá. Los recuerdos invaden la escena. Una conversación oída a medias entre la abuela Sarita y la tía Nelly. Ladrillos que forman cuadrados en el solado de la Avenida 3. El televisor marrón adentro del mueble adentro del cuarto al lado de la pieza de servicio. El perro que cae desde el balcón del sexto piso, suena el timbre, el encargado del edificio de al lado y el hilo de sangre. Mi papá llega en la camilla a las siete de la mañana, está muerto, lo traen dos capos camilleros, re-capos.

Lo bajan de la ambulancia, viene acostado en una camilla. Así como está, no van a poder meterlo en el ascensor. Por suerte traen una silla de ruedas plegadiza, la abren. Los miro trabajar, admiro la serenidad con la que se mueven. Su templanza, incluso su displicencia, me da confianza. Saben. Para ellos esto es algo de todos los días, el pan nuestro de cada siete de la mañana, a pesar de lo cual pareciera que la cosa se les complica un poco: mi viejo se puso duro, ¡a vos te parece!, justo ahora. No hay manera de sentarlo en la silla de ruedas. Y mirá que los tipos empujan y empujan, pero no hay caso. Mi prima Ximena contiene la risa, mi hermana tiene los ojos abiertos como dos ciruelas a punto de explotar, los tipos saben, pero mi viejo está bien plantado. Como nunca lo vi. Plan B. Si fueran unos improvisados, no tendrían plan B, pero tienen plan B. Colchas. Un poco con olor a muerto, pero a mi viejo mucho no le importa, acaba de perder el olfato, se deja envolver. Es notable el despliegue, la maestría con que manejan las mantas y, en un tris tras, papá parece una oruga. Más bien, un bicho canasto. Meten al bicho canasto en el ascensor. Pero hay algo que no dije: es algo chico, los cuatro no entramos. Por un momento dudo, pero arriba espera mamá, tengo que acompañar a papá. Sube uno de los camilleros, sube papá, subo yo. Hay poco espacio, el camillero está contra el espejo, papá y yo pegados a la puerta. Aprieto el botón. El sexto.

Primer piso. El sonido rítmico del ascensor va a acompañarnos hasta el final. Hasta acá, todo bien.

Segundo piso. El ascensor no es de esos súper silenciosos que ni se sienten. Tampoco de aquellos antiguos tipo jaula aunque, de todas maneras, vibra. Un poco. Lo suficiente como para que la colcha se caiga y mi papá pierda súbitamente su carcasa protectora. Quisiera agacharme a recogerla, volver a ponerle ese disfraz de momia peluda, pero no tengo espacio suficiente.

Piso tres. Papá y yo estamos cara a cara. Mi nariz y su nariz  separadas apenas por unos centímetros. Podría sentir su respiración, si la tuviera, ¡hace tanto que no estamos tan cerca el uno del otro! ¿Qué estará haciendo el camillero en este momento? No quiero mirarlo. Este instante de intimidad es nuestro, de padre e hijo.

Piso cuatro, mi prima se descontroló, está tentada, no puede parar. Mi hermana llora. Si me descuido, el vaivén que produce el ascensor podría hacer que se me venga encima. Lo tengo bien sujeto, ya falta menos. Se me ocurre pensar que la situación es absolutamente bizarra, ¿cómo llegué ahí? ¿No hubiera sido más lógico que yo subiese primero, solo, y los dos capos con mi papá después? Mi viejo me mira, porque vino con los ojos abiertos, ¿se estará cagando de la risa en el más allá? En el más acá, la situación es como para morirse.

Quinto piso, falta menos que antes, en un toque llegamos, entonces pienso en mi mamá que espera y, efectivamente, ahí está, la veo. Por suerte, estos ascensores tienen una puerta de madera maciza, que tapa todo, y una ventanita mínima de siete centímetros de alto por quince de ancho. Alcanzo a verla del otro lado en camisón, aturdida, y le digo que se vaya, que no se preocupe,  está todo bien, me ocupo de todo. Y por una vez en la vida me hace caso, sin preguntar. Sexto piso, llegamos, papá. Dentro de ocho años voy a escribir un poema, podría llamarse “último viaje con mi papá en el ascensor hasta el sexto piso”, pero no tiene título. Y dentro de nueve, una nota, la segunda consecutiva en la que aparecés vos: un claro indicio de que debo retomar de manera urgente las sesiones de terapia.

Dibujo de Gustavo Nielsen
Dibujo de Gustavo Nielsen

 

POEMA SIN TÍTULO.

Cómo puede ser que tanta risa
y mi papá que llega en una silla de ruedas, está pálido, murió hace cuatro horas.
Los camilleros me dicen que no me preocupe, ellos saben qué  hacer, pero por más que empujan y quieren doblarlo no consiguen sentarlo en la silla de ruedas.
Mi papá muerto tiene una actitud mucho más entera que la de los dos últimos años.

Los camilleros saben lo que hacen, los dejo que se ocupen y vos no podés parar de reírte.
Tenés una escena para una película. Mi mamá espera arriba, en el departamento del 6ºA.
Pero por más que intenten doblarlo no lo consiguen, andá a traer unas mantas, y traen dos mantas que tenían guardadas en la ambulancia para estas ocasiones.

Qué olor a cadáveres tienen esas colchas.

En el ascensor no entramos todos,
CAPACIDAD MÁXIMA 3 PERSONAS
Mi papá ya no es una persona, pero de todas formas subimos solamente un camillero, papá y yo. Lo envolvieron con esmero, se nota que se dedican a esto.
Para ellos es lo mismo que para mí atarme los cordones de las zapatillas
Siempre me costó el nudo doble, ¿por qué carajo hacen cordones tan largos digo yo?
Entramos justos en el ascensor, papá de pie, muy riguroso, muy quieto. Cuando vamos por el segundo piso las mantas caen al suelo, papá me mira, estamos frente a frente. Nunca estuvo tan tranquilo como hoy.
(Pienso)
¿Por qué tengo que estar cara a cara a diez centímetros de mi papá recién muerto?
(Pienso)
¿Acaso estos tipos no tienen experiencia?
(Pienso)
Esto es como para llorar o recagarse de la risa.
(Pienso, llegando al 6º piso)
Mamá espera al otro lado de la puerta del ascensor.
Mamá, dejá, yo me ocupo, vos andá a dormir, estos tipos son los Starsky y Hutch de la camilla, la tienen clara. No te preocupes, está todo bajo control.

Cómo puede ser que tanta risa.

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