La orfandad: Sobre “Maracaibo”, film argentino-venezolano.

Por Carlos Coll

 

RONRONEO DE MUERTE COTIDIANA

Agobiado por el viaje pegajoso, no podía dormir. Me revolvía en el asiento incapaz de encontrar una posición. Finalmente, me rendí y encendí la pantalla. Aclaro: trato de descansar en los viajes y de no mirar películas que, en general, son divertidas pero poco interesantes.

Busqué de arriba para abajo. Me llamó la atención el nombre del film. Puse play.

Luz blanca, aguda. Agua que corre estrepitosa, mientras el cepillo arranca los restos del día. Guantes, barbijo, delantal. Ojos sin caras asoman sus exigencias, interpelan. Pantallas en perpetua oscilación. Fuelle sonoro ascendente, descendente. Entonces, aparece ese tajo celeste, donde asoma -tersa, lampiña- la piel desconocida. Bisturí filoso, sujetado con firmeza. Se acerca con precisión y sin titubeos, inicia el proceso. Gasas, pinzas, sangre. Por fin se llega al objetivo. Se arranca, se vacía, se extirpa. Queda el cierre final.

El osciloscopio se recupera, el fuelle suena bravío. Listo, a otra. Esta es la vida del doctor, no importa su nombre. Se repite hasta el infinito, por algo será el futuro jefe de cirugía del hospital.

Imagen orfandad 2

Así se inicia “Maracaibo”, film argentino-venezolano, pulcro, meticuloso, esterilizado, como una intervención médica. Una película dirigida por Miguel Ángel Rocca, protagonizada por Mercedes Morán y Jorge Marrale. Los secundan en forma impecable: Matías Mayer, Nicolás Francella, Luis Machín, Alejandro Parker y el venezolano José Joaquín Araujo. La producción, a cargo de Daniel Pensa.

 

PASO DE COMEDIA

Al principio sentí ganas de apagar la pantalla. No pasaba nada. Familia perfecta: casa ordenada, minimalista, jardín, árboles, piscina. Mujer comprensiva, compañera de años, hermosa. Hijo buen mozo, joven, inteligente, artista, dedicado a la creación de comics y muy querido por sus compañeros de estudios. Se reúnen en su casa, siempre, porque allí tienen todas las posibilidades: un espacio amplio, luminoso, en la planta baja, lejos de los dormitorios, allá arriba.

El doctor y su pareja se despliegan entre paseos por la ciudad, cenas con amigos, risas, calidez, amor de años. Parece no faltarles nada. El éxito los rodea en un halo de felicidad.

Imagen orfandad 1Hasta aquí, “Maracaibo” se llena de signos de interrogación. No entendemos ese nombre. Todo es demasiado perfecto. Parece un paseo por una de aquellas comedias americanas del siglo pasado, de los años cincuenta.

 

IMPLOSIÓN

¡Cómo me equivoqué! Poco a poco, se empezó a complejizar. Las miradas, los pequeños gestos en las caras de Marralle y de la Morán, generan en el espectador un sinfín de contradicciones. Y el hijo, fresco, que irradia amanecer.

Ese día el doctor llega temprano a casa. La esposa, oftalmóloga, aún no ha regresado del hospital. Todo está en silencio. Se asoma al salón de trabajo de los jóvenes. La compañera de estudios de su hijo duerme en el sillón. El doctor sube las escaleras inquieto. Ruidos, bien arriba, en el cuarto de su único descendiente.

Gemidos.

Se detiene ante la puerta.

Titubea.

No entra.

Jadeos.

De repente, la puerta se abre y aparece el joven desnudo. Se sorprende al ver al padre y se escurre en el baño. El amigo y compañero de universidad descansa boca abajo sobre la cama. El doctor enmudece: pájaro que no habló, huyó. Así, escapa y cae en un vagabundeo por la ciudad sin atreverse a volver. Cuando lo hace, su mujer ya ha llegado y él no encuentra mejor idea que interpelarla, furioso. ¿Ella lo sabía? No puede ser. No le puede pasar a él, a él no, a él no. Es espantoso. Su hijo hacía el amor con un amigo. No le podía haber tocado un hijo gay. Ella, su esposa, lo sabía. ¿Se lo había ocultado? “Además, ¿cuál es el problema?” responde su mujer.

Su vida se quiebra, se desploma. Todo su empeño, a la basura. No es posible. Se trata del derrumbe de una casa de naipes construida con cuidado.

 

EL PUNTO DE INFLEXIÓN

Las cirugías se suceden como en un sueño. Su mujer es una imagen borrosa que se aleja. Su adorado hijo, un desconocido a quien no puede mirar. Jamás lo podrá entender. En la computadora busca inútilmente algo que lo ayude.

Esa noche no puede dormir. Se revuelve en la cama. Por la tarde ha recorrido el cuarto de su hijo, ha mirado esa cama, las arrugas de la colcha, sus fotos. Mentiras. Se siente estafado, mortalmente herido. Con ese ánimo, sale a la ciudad. Necesita un helado, algo diferente. No puede dormir. Las calles se le cruzan sin sentido, los árboles, los faroles, los edificios. Por fin, para el automóvil en la puerta de su casa. Muy tarde para entrar el auto en el garage. Baja y abre la puerta. En ese momento aparecen de la nada dos sujetos: uno a cara descubierta, el otro con un pasamontaña. Solo un par de ojos azules lo encañonan y lo obligan a entrar. “¿Solo?“, pregunta el desfachatado. “Mi mujer está arriba, en el cuarto”. Uno de los sujetos sube, mientras el otro lo apunta con el revólver. Al poco, el hombre vuelve con su mujer. Plata, quieren plata, nada más. El encapuchado juguetea con su arma. Ya casi se están por ir, cuando el hijo irrumpe en la escalera, imponente, desafiante.

El tiro resulta inesperado, preciso.

El muchacho se desploma mientras los dos individuos huyen. Dejan un muerto y dos almas desamparadas, huérfanas de hijo.

 

DISPARO EN LAS TINIEBLAS

Ahí empieza el calvario del doctor. Necesita vengarse de los asesinos. Poco a poco comprende: su hijo mostró el valor que él pensó no tenía. Esa figura en lo alto de la escalera podría haberse evitado, sin embargo, ahí estaba, desafiante, interpuesta entre el doctor y los ladrones. Su cara aniñada se había transformado. En esa escena, el hijo no resultó un pequeño adolescente. El cuerpo sobre el piso, el charco de sangre: pruebas contundentes.

Las imágenes oscuras invaden la mente del doctor. El dolor lo oprime, no lo deja respirar. El peso es demasiado para él, necesita correr, que el viento borre aquellas sombras. Entonces, decide golpear. Con los desgarros, con la violencia, lograr el sosiego.

 

SOLEDAD NEGRA

El matrimonio se desgrana y deja sus restos desparramados sobre el piso. La soledad invade los cuartos, la cocina, la casa.

El doctor busca desesperadamente en las comisarías, en los despachos, en los barrios marginales. Es inútil. No es fácil encontrar a aquellos ojos azules. Cada vez habita la desesperación más en lo profundo. Hasta que una noche, lo llaman: el asesino encapuchado se ha entregado.

Llega el momento de enfrentarlo. Lo reconoce. Esos ojos son inconfundibles. La cárcel se abre para el desconocido. El doctor se regocija con cada una de las visitas, con la angustia del asesino. No puede detenerse, debe encontrar al cómplice para completar su venganza. Necesita que la sangre corra sobre los adoquines de las calles de su ciudad, busca extirpar el tumor de ese cuerpo con su hábil escalpelo.

En las sucesivas visitas al penal, presiona al delincuente. Lo acosa. Por fin, logra un nombre, una dirección.

El lugar no es un sitio donde el doctor se desplace con comodidad. Escaleras oscuras, pasillos, rejas. Por fin, una puerta. El delincuente no está. Otra vez se le escapa la presa. No vive más en ese lugar. El doctor escapa desesperado cuando, en medio de la noche, aparece aquella cara inconfundible. Aprieta el arma y apunta certero. El gatillo se endurece. No es filoso como su bisturí. No lo deja entrar en la piel de aquel cuerpo.

 

EL CIELO SE PONE COLORADO

La invitación lo hace tambalear. Se presentarán el corto de su hijo y los trabajos de sus compañeros. Sin embargo, para el doctor se trata de mucho más que del cierre de una carrera. No se atreve y, al mismo tiempo siente que asistir le podrá proporcionar cierto alivio. Las horas, las noches de insomnio lo empujan. Entra en acción como cada vez que la asistente le entrega el instrumental frente a la piel blanca. No puede detenerse.

En ese momento, mi orfandad de espectador se delata. Por suerte, todos duermen en el avión. Libre, me descargo en sollozos.

Mientras tanto, en la pantalla, los amigos honran al hijo del doctor.

 

EL LARGO CORTO DE UNA HUELLA

Imagen orfandad 5Las imágenes aparecen borrosas. Avanzan. El hijo juega en el jardín con el perro que el doctor mismo le regaló. El mismo que él le arrancara de las manos. Molestaba en la casa. Debía desaparecer. Lo cuidaría un amigo, le mintió a Hernán. Ese animal no podía seguir con ellos, se había convencido. Allí estaba ahora, en la pantalla. Los colores se suceden: la madre, Hernán, él, juntos, felices. Hernán dibuja, el doctor sonríe por detrás e intenta entender esos garabatos. Reiteradas, las nubes rojas y aquel barco navegan entre ellas: Maracaibo. Ahora lo comprende. En él, su hijo viaja, vuela por ese cielo lleno de algodones en busca de su amigo. Los reflejos se apagan, las luces se encienden. Busca a su mujer, ya no está en el salón.

 

ÁLBUM DE FOTOS PÓSTUMO

Ahí se teje un punto de la trama: la contraseña de la computadora de su hijo es Maracaibo. Vuelve solo a su casa y recorre cada ángulo, cada rincón, hasta atrevérsele a la computadora. Con temor abre la tapa, la enciende y escribe la contraseña. Allí están:

Foto 1: los tres juegan en el jardín.

Foto 2: el perro salta en los brazos de Hernán.

Foto 4: Hernán, solo, busca en el parque.

Foto 4: él abraza al hijo, su mujer sonríe.

Foto 5: el dibujo de Hernán, niño: Maracaibo navega Father hugging sonentre nubes rojas

Foto 6: su hijo, ya un hombre, lo abraza. Sonríe feliz.

El doctor lo ve. Recién entonces, lo puede ver.

 

MARACAIBO

Hay una orfandad oculta en esta infancia: la historia del perro. Escenas de belleza que solo se re significan con la muerte del hijo. Ese barquito, eso ladridos, esos dibujos le limpian la mirada al doctor, lo sanan. El doctor no cura a nadie. Se cura a un precio muy caro.

La otra orfandad terrible es la de la madre, que casi no existe. No tiene voz y esto también es obra del doctor: no se trata de un desplazado que no ha tenido oportunidades. Es un señor formado a nivel universitario. Pero su omnipotencia lo ha arrastrado hacia absolutos que prepotean el deseo de los demás. Así, deja huérfana a su mujer, empuja la desaparición irreversible del hijo.

Es como el lector de Clarín. Elije leer una “verdad” y la asume como propia. Es un huérfano de ideas que nos llena de mierda a todos.

Apago las dos pantallas. La película y la tele. Un poco angustiado, me duermo.

 

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