El cuerpo: sobre el machismo en el rock

Por Néstor Grossi

LILY MALONE

En algún rincón de mi basurero, lo sé: el volante debe estar. Voy a ponerme a buscarlo papel tras papel hasta encontrarlo antes de terminar esta nota. Ahí me reecontraría con la letra de “El blues del parque”, el único tema que la dejaban cantar. Lily era la segunda voz de “Don Jefe”, la banda que íbamos a ver los pibes del parque. Era la banda under que estaba por estallar, ganaba concursos y tocaba todos los fines de semanas por el circuito enorme de pubs, que crecía a cada noche cuando los ochenta terminaban. Pero no tenían el rock suficiente para afrontar lo por venir: el rock barrial, la explosión de metal y la “Ramones-manía”. Eran casi una banda familiar: el Bajista era padre del baterista, uno de los violeros tenía 30 y era mi profe, el otro 48 y las dos minitas 25. Hacían rocanroll clásico, medio Beatle, medio Stone. Y naif. Cuando la cantante se fue a vivir a otro país, todos los seguidores de la banda festejamos porque al fin llegaba el momento de Lily, la que cantaba de verdad, a la que todos íbamos a ver porque estaba terriblemente buena. Pero no, a finales de 1989 o a comienzo de los noventas, la banda desapareció por completo sin dejar ningún rastro discográfico más que un demo con cuatro temas y un cassette, grabado por uno de nosotros con un walkman unisef. Ese puto TDK de noventa incluía el recital de “Don jefe”, en “Caras más caras”, más los cuatro temas del demo. Ahí estaba “El blues del parque”. Y sí, lo regalé ebrio, a un imbécil mas imbécil que yo.
Liliana Patricia Fernández no sólo fue la reina del blues de Flores y el Bajo, también fue mi amiga, la única ante quien nunca me bajé los pantalones. La primera ante quien me saqué el sombrero al verla enfrentarse ante toda una marea de salvajes, llegada para adueñarse, a fuerza de pijazos, de la escena rockera nacional. Porque el rock barrial fue de cancha, macho y facho. Pero, a Lily, le importaba una mierda, ella se calzaba sus medias de red y las botas, se bajaba el cierre de la campera, la arrojaba a un costado del escenario cuando más la bardeaban y se comía de un bocado, al menos por una hora, a todos los idiotas del lugar.

SOLO DE VERGA

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Hasta comienzos de los ochentas, las mujeres ocupaban un lugar folclórico dentro de aquel rock jipi de la época. Recién cuando, en 1982, apareció el primer disco de “La Torre” y “Me vuelvo cada día más loca”, de Celeste Carballo, se escuchó la voz de una argentina grabada sobre guitarras distorsionadas. Malvinas y la prohibición del rock en inglés le habían abierto las puertas a los nuevos sonidos. Por un lado, estaban todos los poperos ochentosos y la nueva camada intregrada por “Soda”, ”Los Cadillacs”, “Los Ratones” y “Los Pericos”. Por el otro, Pappo y sus bandas, “Sumo”, “Los Violadores” y “V8”. Y “Los Redondos”, quienes ya habían creado su propio mundo. La semilla plantada por Patricia Sosa y Celeste también dio vida, aparecieron bandas como “Metrópoli”, “Sissi Hansen” y las caricaturescas “Viudas e Hijas”.

A medida que el rock empezaba a endurecerse, las mujeres se corrían al pop, o al melódico. Comenzaba el auge de las FM y había mercado para todos: sellos independientes que serían los cimientos del rock barrial y editarían a las banditas que sonaban en los nuevos bares, multiplicados por toda la ciudad. En 1989, las mujeres comenzaban a desaparecer de la escena rockera. Celeste se enamoró, “La Torre” se disolvió y Patricia Sosa se corrió de lleno al género melódico. El resto de las bandas desaparecieron como si nada. El Rock se ponía chabón, minas con el talento de Fabiana Cantilo o Claudia Puyó quedaban relegadas, haciéndole coros a los yupis de los setenta. A medida que el público femenino aumentaba en los conciertos rockeros, las mujeres desaparecían de los escenarios.

En 1990, Buenos Aires hablaba de “La Renga”, de “Los Piojos” y de “Los Caballeros”, lo mejor que dio el rock barrial, la primera ola. No solo el rock, el puto mundo era machista. Y no voy a ponerme a analizar el contenido de algunas letras, no soy nadie para juzgar la semántica de una obra. Menos, en estos momentos de cambio y aprendizaje para todos nosotros. Sí puedo hablar de la actitud que tuvimos los músicos, los productores y toda la gente que laburaba en el rock.

Las chicas no cantaban ni heavy metal ni punk. El rock de los noventa las necesitaba en pollerita y a un costado: que movieran el orto, que hicieran coros o que gritaran entre la gente. Nunca fui la clase de idiota que insultaba a Celeste cuando subía a zapar con Pappo. Nunca bardié a ninguna mujer sobre un escenario. Varias veces me peleé con imbéciles que le hacían su mierda a Lily. Pero las desestimaba, porque las minitas no podían cargar equipos, no eran ni plomos ni Stages. Como músico de la segunda ola de rock barrial, yo no quería minitas en la banda, era para bardo. Y lo más asqueroso: en verdad sostenía la idea que una perra jamás tocaría la viola como un chabón.

Okey, quizás en un grado menor, pero fui parte de aquella dictadura.

 

MAMA ROCK

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La última primavera de los ochenta, dejamos de ser Diosa y Fan.

-Naaaa -dijo la primera vez—, ¿así que vos sos el novio de Juli?

Me quedé helado, no la había visto nunca de día, ni de civil: y tenía entre mis manos su guitarra. Los dos meses que estuve encerrado en la casa de las chicas, ella nunca había estado.

Lily tiró la mochila en el sillón del patio y se metió en la cocina.

-¿Tomamos unos mates? Yo te tenía de vista, ¿sos amigo de Jenri y alumno del Gordo, no?

Que sí, le dije. Ella obvió cuando me disculpé por tomar su viola. Le agregué que era mi cantante predilecta, que hubiese debido cantar más temas ella sola o tener su propia banda; que “El blues del parque” era mi tema preferido de la banda y que, desde Patricia Sosa, no escuchaba a alguien con esa voz. Lily rió, ¿Dulce o amargo? Le contesté que dulce porque sí. Me daba igual: era la primera vez que iba a tomar esa basura y, además, las pastillas comenzaban a pegarme.

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Por algún motivo que aún desconozco, Lily se había convertido en mi verdadera maestra, en mi sensei. Pericles me había enseñado acordes y cadencias, pero ella me enseñó a pensar en rock. Ella trabajó con el sonido que había  entre las paredes de mi cabeza y me dio acceso a sus cajones llenos de cassettes y a las columnas de revistas. También me hizo escuchar música como músico. Me explicó la diferencia entre teoría y realidad.

Así pasaban las tardes de 1989 en el PH del Bajo. Hablábamos de los diferentes estilos de guitarristas y sus sonidos, me mostraba cómo se armaban las canciones, mientras yo esperaba a que Julia volviese de laburar para seguir en mi papel de joven enamorado y fornicador ¿Qué iba a hacer? Tenía 17 y los noventa ni siquera estaban en mis planes.

Entonces, Lily, un buen, día decidió adoptarme.

Y empezó lo de Flores. Cada vez había más bandas, más lugares donde tocar sin tener que alejarse del barrio. La escena rockera comenzaba a descentralizarse. Y, antes de los unplagged de MTV, Lily salió por Flores y el Bajo con dos guitarras, un tecladito y yo. Lo del set acústico de blues antes de la banda de rockanroll funcionaba. Hacía “Cry baby”, de Janis, “Natural Women”, de Aretha, dos temas de ella y “Wating on the friends” de los Stones. Como siempre, todo terminaba con “El blues del parque”. Era ideal, el set empezaba temprano, antes de que estuvieran todos en pedo. Y la gente la escuchaba, aunque siempre había algún pelotudo que ubicar. Durante meses, conseguimos fechas por toda la capital hasta que un día, Lily me dijo que lo mejor era un lugar fijo, que Flores estaba lleno de lugares. “Dejemos que vengan ellos mejor”, insistió. Mientras tanto,  escribía canciones nuevas, buscaba la que sería su primera banda como voz líder.

“Lily and the babosos” comenzó a correrse de boca, aunque no tenía un público fijo. Todos conocían a la petisita rubia que cantaba como Janis, el corchito erótico que tocaba en el bar de Carabobo.

En 1991, formó “Urus”, dejó las zapadas bluseras y se dedicó de lleno a su banda de puro hard Rock. Seguía cantando “El blues del parque”, pero ya no apuntaba al rock tradicional. “Urus” debutó en “Medio Mundo Varieté”, la gente de Flores y su viejo séquito de Don jefe estuvo ahí, y los siguieron por toda la capital hasta que el fuego se fue apagando y solo quedamos Jenri, Julia y yo.

Ese mismo año terminé por vivir con ellas. Y conocí al novio, un tarado sin nada que ver con el rock, un merquero que se tomaba la plata que hacía con el taxi y que, cuando estaba puesto, se la hacía pagar a Lily.

Julia me había contado del tipo, yo sabía que casi siempre discutían, que la zamarreaba. El boludo ese odiaba a Lily, odiaba su libertad y lo sexy que era. Odiaba que ella tuviese los ovarios para subirse a un escenario y poner al palo a todos los presentes. Todo eso era algo que ese machote argento no podía soportar.

 

ROCK DEL PEDAZO

Me lo fumé hasta el recital de “Cemento”, el festival under que pondría a Lily en vidriera.

Desde que llegamos, el chabón tiró mierda: que había poca gente, que eran todas bandas re pesadas, que a la hora  de tocar “Urus” sería muy tarde. Bueno, el imbécil tenía razón, de todos modos, pero debería haber cerrado el maldito culo. En 1992, el público rockero era violento, cerrado, etiquetado. “Urus”  fue la primera banda de hard rock, después de una larga noche punk, heavy y hardcore. Lily pisó el escenario de ”Cemento” a las dos y media de la mañana, en medio de silbidos, escupidas y algún vaso que voló contra la banda. PicsArt_06-28-09.54.17Ella estaba acostumbrada a las puteadas y a que los tipos del público le gritaran lo puta que era y por todos los lugares que la penetrarían o lo que harían con sus leches. Pero esa noche era especial. Soportó hasta el cuarto tema: alguien le arrojó un vaso de plástico con meo y le dio en los pechos. Tardó un segundo en entender. Lily estaba ahí, quieta y sin abandonar el escenario, sentía el líquido caliente bajarle desde las tetas hacia el ombligo, lloraba mientras esperaba el final del tema y todos se burlaban. El novio de Lily se abrió paso entre los pendejitos hardcore, por la zona de donde habían arrojado el meo, y empezó a cagarse a trompadas con todos. De un salto, trepé al escenario. Julia me siguió. La tomamos de brazo y la sacamos, mientras la banda terminaba el tema.

En camarines, Julia la ayudó a cambiarse. Nos quedamos puteando al mundo y a la gente. El violero abrió un vodka, llevado para festejar y lo besamos entre todos, mientras esperábamos que los cien imbéciles restantes se fueran. El show había terminado.

Entonces, con un ojo rojo y el labio hinchado, apareció el novio en el camarín. Lily se paró y se le tiró encima para abrazarlo. Él la tomó del pelo y la arrojó contra la pared “te das cuenta lo puta que sos, ¿no?”. Lily golpeó con la cabeza, el chabón levantó la mano para rematarla. Ni siquiera llegué a tiempo, me ganaron los tres de la banda que le cayeron encima. “Llevátela”, dijo alguien y tomé a Julia de una mano, a Lily de la otra y salimos sin mirar atrás. Las arrastré por un “Cemento” vacío hasta llegar a la calle.

Un hilo de sangre corría por la frente de mi amiga.

Eran las tres mañana y una luna congelada flotaba sobre la ciudad, todavía quedaban patrulleros en la puerta.

No quiso denunciarlo, no quiso ir al hospital; solo quería volver a casa.

En la estación de servicio de Lima e Independencia, Lily se lavó el raspón; y la vida siguió como si nada.

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SIEMPRE ES LO MISMO, NENA

“Urus” tocó cada vez menos, Lily y yo salíamos a pegar afiches y calcos por Flores y el Centenario, pero la gente no aumentaba. Unos meses después de lo de “Cemento”, Lily y el tarado se arreglaron.

Cuando el contrato del PH se venció, Julia buscó su propio departamento. Por un conocido, consiguió un dos ambientes en Barrio Norte y me fui a vivir con ella. Lily había heredado la casa de una tía en Ramos, su barrio natal. Como Julia y yo no teníamos teléfono, nos empezamos a alejar. Me enteraba de Lily cuando me sobraba algún cospel o cuando iba a lo de mi vieja, siempre me dejaba algún mensaje: si iba a tocar o si el finde pensaba darse una vuelta por el Parque.

Pero yo empezaba a aislarme de la gente, había vuelto a vivir en Parque Centenario, con mis viejos. Julia me había arrancado el corazón: se había ido a vivir a México, con el que era mi profesor de guitarra. Y yo empezaba a drogarme con todo lo que me cruzaba. Había dejado de estudiar y tocaba la viola todo el tiempo que no laburaba como un animal. El mundo era una puta mierda, el amor y la amistad no existían, yo sólo quería tener mi puta banda y ya.

Además, tenía una Stratocaster y la sabía usar. Una noche que estaba en pedo, la llamé para contárselo. Si necesitaba una viola, yo ya la podía acompañar.

Volvimos a vernos un domingo del 94. Nos encontramos en el mástil del parque y la llevé a la parrilla del Tucumano. Me contó que ya no veía al tarado, estaba de novia con un guitarrista de una banda muy conocida, que había puesto un local de ropa y daba clases de canto los sábados, en su casa. Me dijo que no tenía banda, que se había hartado, que zapaba con el novio y amigos y que así estaba bien. Planeaba grabar un disco independiente:

-Obvio que vas a grabar un solo, ¿te animas con “El blues del parque”?

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A PURA TETA

En 1995, las primeras bandas del rock barrial comenzaron a llenar estadios. Al mando de la segunda ola, aparecieron “Las Viejas locas”, el resumen de lo que hoy en día se entiende como rock de barrio. Y, atrás de ellos, cientos de banditas mediocres que irían de mal en peor hasta convertir el rockanroll en la mierda que es actualmente. Pero, por otro lado, aparecía un sonido alternativo, donde las mujeres comenzaron de a poco a volver al rock, y no como las cantantes objeto de una banda, sino como instrumentistas. “Actitud María Marta” apareció sobre la escena rockera, con un hip hop furioso en medio de Buenos Aires rockero y cuadrado, que se caía a pedazos  entre avalanchas de una tribuna llena de idiotas.

El siglo XXI llegó estúpido, gordo y aburrido. El neoliberalismo destruyó la industria discográfica y sólo los gigantes sobrevivieron: dos o tres de esas bandas de mierda que habían seguidos a “Las Viejas Locas” cuando abrieron las puertas del infierno, y las chicas… Me duele que Lily no haya visto eso: las chicas, calladitas, dejaban de anotarse en el conservatorio nacional. Empezaron a meterse en Sadem, en la Escuela de música popular de Avellaneda. Era normal ver bandas mixtas. Minitas con un saxo o con un bajo, como María Gabriela Epumer como primera viola de Charly. Durante el nuevo siglo, los hombres no hicimos ningún aporte al rock. Y, cuando el rockanroll murió en Cromañón, solo ellas quedaron. Desde el año 2005 hasta el día de hoy, el rock es cosa de chicas, “Utopians”, “Eruca”, “Circe”, “Marilina Bertoldi”: las chicas tan solo las chicas salvaron la escena del rock local.

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Y la reina se lo perdió.

Dicen que la contagió ese último novio, que el tipo sabía que estaba infectado y se la cogía sin forro igual.

Lily murió en 1996, sin dejar ningún registro musical, sin siquiera imaginar que soportar todos esos insultos, esos botellazos y los golpes de un tarado, que toda esa mierda hubiese servido para algo. Liliana Patricia Fernández no solo fue la reina del Blues del Flores y el Bajo, fue un bastión de resistencia, mucho antes de que la marea verde llegara llevándose todo por delante, incluso, hasta a este estúpido escribidor de rock.

 

 

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