El Lecturista: “El país de la nieve”, de Yasunari Kawabata.
Por Patricia Tombetta.

 

¡A LA SHINKANKANKU!

Arte japonés Ukiyo-e                                              Utagawa, Jardín en la nieve.

Kawabata, escritor japonés nacido en 1899 en Osaka, el primer autor en obtener un premio Nobel de literatura para su país, en 1968. Se graduó en la Universidad Imperial de Tokyo en 1924. Con un grupo de colegas fundó, ese mismo año, la revista “Bungei Jidai” y, así, redefinieron el estilo literario de la época: el Shinkankaku-ha, la nueva escuela de las sensaciones o neosensualismo: aprehender sensitivamente de la realidad, en oposición al realismo social imperante en Japón, era el horizonte.

SUAVE Y A MEDIDA

En 1934, Kawabata comienza a publicar por entregas “El país de la nieve”. Y, en 1937, las da por terminadas. El final queda abierto. Pedidos reiterados y presión concomitante de los lectores lo obligan a trabajar en diversos finales hasta que, en 1947, escribe el último capítulo que habilita la publicación como novela.

Los reflejos, como los ecos, permiten captar, con suavidad y a la medida de cada uno, algo que llamamos “la realidad”. Cierto tinte suele dar lugar a una percepción aguada que hace posible captarla. De faltar, haría insoportable su encuentro, si es que éste es posible. Así nos movemos por el mundo, así nos fascinamos, así andamos. Así nos entrega Kawabata este relato.

 

Uyagawa, Iroshige
Uyagawa, Iroshige

OJOS BIEN REFLEJADOS

La novela transcurre en un pueblo de montañas y aguas termales del interior de Japón. Una región a la que Kawabata hizo referencia cuando recibió el Nobel llamándola “La espalda de Japón”. Una de las zonas más frías de la isla, escenario que permanecerá en indeleble espejo con la gran ciudad de Tokyo. El texto cuenta sobre el regreso de Shimamura al lugar. Él es un diletante del ballet occidental, que jamás ha presenciado una obra y aborda el tema sólo por libros, críticas, ensayos y fotos. En un viaje anterior ha conocido a Komako, una aprendiz de geisha. La relación entre ellos podría haberse profundizado de no ser porque él, en forma abrupta, huye hacia Tokyo. En este retorno Shishamura queda fascinado por unos ojos reflejados sobre el vidrio de la ventanilla del tren. Se trata de Yoko, un personaje que viene a componer el triángulo serpentino en esta historia. Esta forma de fascinación de Shishamura pinta de entrada las características del personaje: a distancia de cuanto lo rodea. “Más bien era como asistir a la escena de un sueño, seguramente, por el efecto de verla reflejada en el cristal, superpuesta al paisaje nocturno”.

PERLADA DE HUMEDAD

Nieve, frío y el kotatsu (especie de estufa a carbón) de la habitación participan como personajes necesarios de toda la trama. Reflejos de la nieve o de la noche acentúan y describen a los personajes. La alusión a los cuerpos sólo está a partir de los vestidos y el maquillaje de las mujeres. “La piel del nacimiento de la espalda, esa piel perlada de humedad, parecía ofrecerse en sensual desnudez”. De Shimamura, no conocemos casi rasgos físicos. A partir de aquí, el erotismo y la sensualidad son pinceladas indirectas.

El relato todo es de contrastes entre un pueblo y Tokyo: entre lo directo y lo velado, lo tosco y lo refinado, lo profesional y aficionado, distancias y cercanías. “Es una geisha de montaña, tiene apenas veinte años, no puede ser tan buena”, reflexiona Shimamura, al escucharla tocar el samisén.

Kawabata despliega el mundo de las geishas de montaña y otras costumbres japonesas a través de los reflejos: del paisaje sobre los rostros y el mundo, de los vestidos y maquillajes sobre los cuerpos. “Shimamura levantó la cabeza pero desvió los ojos de inmediato. El espejo reflejaba el blanco de la nieve enmarcando el rostro de arreboladas mejillas. El pelo era de un negro levísimo diluido, con destellos púrpura. ¿Ya había amanecido? Shimamura no supo si lo que lo había encandilado era el primer brillo sol contra la nieve o la belleza increíble de aquel contraste entre mujer y naturaleza”. Obis que susurran, faldones de kimono que aletean y dan a ver, máscaras que dejan pasar el aroma de la piel. Con paciencia infinita, el costoso acercamiento explota en fuego sin llegar a apagar la vía láctea: “También esta constelación parecía abrazar la tierra en sombras con una voluptuosidad terrorífica…Cada estrella parecía brillar ajena al resto. Incluso en las nubes se veían partículas plateadas ansiosas por irradiar su destello”.

Bellísimo relato que sólo pide un paciente acercamiento, un animarse a los espejos sobre los que la intimidad se desdibuja hasta convertirse en algo nuevo.

 

 

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