El cuerpo: sobre El cuerpo femenino en la guardia médica

Por Alicia Lapidus

ESTAMOS DE GUARDIA

Quiero transportarlos a un viaje. Un viaje, al pasado y, también, por qué no a la actualidad. Nos vamos a ir a una guardia de un hospital público. Los médicos de guardia, ginecólogos y obstetras, somos muchas veces zombies.

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Veinticuatro horas de atender diferentes pacientes, cada una distinta y, al mismo tiempo, todas en algo parecidas. Un parto detrás del otro, consultas ginecológicas similares. Ellas, con personalidades que llevan su trastorno biográfico en forma disímil, y nosotras, sin tiempo para hablar ni interpretarlas. Nos atenemos a la “receta” que sabemos brindar, la que nos dieron los libros o nuestros compañeros. Eso nos da seguridad cuando somos residentes, jóvenes e inexpertos.

El hospital es un lugar frío, no siempre por la temperatura, sino por sus paredes pintadas de colores neutros, brillosas, los azulejos, las camillas y ese olor tan particular, mezcla de antisépticos y dolor.

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Las noches en la guardia  se impregnan de silencio, se habla en susurros y la mayoría de las veces se trabaja sin descanso. Las mujeres concurren a la guardia ginecológica y llevan a  cuestas los problemas que le acarrea su sexualidad. Con el paso de los años, los ojos enrojecidos de cansancio de los médicos no se asombran frente a casi nada.

Les voy a contar dos oportunidades en las que estos, mis propios ojos, se apabullaron, entre el dolor y el humor.

 

EL DOLOR DE YA NO SER

enelginecologoUna noche apareció en la guardia una nena, sí, una nena. Uniforme escolar, corbata a cuadros como la pollerita tableada mini, medias tres cuartos, zapatos acordonados de suela de goma. La acompañaba un nene, igual uniforme, mismo colegio. Ambos, catorce años.

Ella venía por una hemorragia genital. Habían tenido su primera relación sexual y el himen se había desgarrado de un modo, que sangraba profusamente. El único tratamiento posible en esos casos es dar un punto de sutura adonde está sangrando.

 

Se lo dijimos, explicándole: habría que dormirla con anestesia para que no sintiera dolor y no fuera traumático para ella. Pero, para  una anestesia general, debíamos avisar a sus padres. Si no, no podríamos realizarla. La nena ya estaba pálida por la hemorragia pero, cuando oyó nuestras palabras, se convirtió en un papel blanco. Comenzó a murmurar, casi como un lamento, “no puedo, no puedo, no tienen que saber, no puedo”. La desesperación en su voz era un cuchillo que nos lastimaba.

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Había otra opción. Hacerlo sin anestesia. Ella, entre llantos dijo que sí. No se tenía que mover un ratito, mientras dábamos el punto, uno sólo. Siguieron las afirmaciones con la cabeza, las mejillas mojadas de lágrimas.

De su mochila sacó un pañuelo y dijo “¿está bien si muerdo esto?”. Para nosotros, cualquier cosa que terminara ese momento tormentoso servía. Estoica, se puso la tela entre los dientes, el novio le sostenía la mano. Todo duró un instante, pero la templanza de esa nena nos conmovió profundamente. Nos llenó de preguntas: ¿Qué tanto peor era que sus padres se enteraran? ¿Qué casa la esperaba, qué familia? ¿Cómo se iba a reencontrar con su sexualidad después de un inicio tan tormentoso?

Las guardias dejan siempre ese sabor de inconcluso. Hoy atendemos a una mujer, pero no sabemos jamás el final de ninguna historia.

 

PONGA HUEVO

Ahora los llevo a otro día de guardia.

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Una señora mayor (en ese momento yo era muy joven, así que lo de mayor tómenlo con pinzas, era mi mirada), aspecto de ama de casa, como si hubiera sido una abuela. Ropas oscuras, zapatos de tacón grueso, un pañuelito de seda estampado en el cuello y una gastada cartera negra en sus manos. Entró al consultorio y empezó a tartamudear. No entendíamos el motivo de su consulta. Se la veía sana. De a poco, muy de a poco, desovilló su historia: “Yo estaba con unas amigas en casa. Soy viuda hace 20 años, ¿vio? Y estoy empezando a salir con un señor… después de tanto tiempo. Mis amigas me dijeron, que cómo iba a hacer para tener relaciones, si ya hace tanto no pasa nada, que debo estar achicada. Que no iba a poder. Me quedé preocupada. Es posible que las chicas tuvieran razón. Al día siguiente, yo me hacía unos huevos duros y se me ocurrió una idea. Debía probar que algo entraba. (Mientras tanto nosotros mirábamos impávidos, en silencio total). Y entonces, me puse un huevo adentro, ¿sabe?, en la vagina. Y resulta que ahora no lo puedo sacar”. Para ese momento, la señora que nunca alzó la mirada tenía la cara  casi morada.

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Sacar el huevo para nosotros fue muy fácil. Despedimos a la señora, la tranquilizamos, le dijimos que iba a poder sin ninguna duda, que sólo se tenía que animar.

En el libro de guardia que se lleva de las consultas, luego, se leía: Diagnóstico: Extracción de huevo (de gallina) de vagina.

También en este caso, nunca supimos qué pasó después. ¿Habrá seguido su relación?, ¿Habrá tenido relaciones sexuales? Y la pregunta que también nos daba vuelta por la cabeza, ¿era verdad la historia?, o ¿todo fue producto de un juego que terminó en ese “accidente”?

Quise arrimar dos ejemplos de los muchos, muchos, a los que nos enfrentamos. El cuerpo femenino es usado, abusado, fuente de placer y dolor. Nos depilamos con dolor, nos pintamos las uñas, la cara, nos teñimos. Estamos aquejadas por convenciones sociales y morales. Cuerpo moldeado para tener más o menos pechos, más o menos cola. Nuestros cuerpos a veces nos pertenecen pero otras muchas, demasiadas, son propiedad del imaginario social del que somos parte.

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Y sí, para contestar lo que muchos se preguntan: el huevo era sin cáscara.

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