El cuerpo: sobre las multitudes en Plaza de Mayo
Por Diego Soria

LES PICA EL CULO

En la mesa, unos tallarines humeantes nadan en un mar de salsa roja, los brazos en lucha interminable sobre el plato. Acabo de salir del trabajo y mi cuerpo se deshace en busca de comodidad sobre el asiento de madera. Me llega un mensaje, lo abro: en una foto, unas manos con los dedos en V saludan desde algún rincón de la ciudad. Hoy se protesta, se trae la bronca al borde vallado de la Casa rosada. Lo pienso un minuto antes de abandonar los fideos en la mesa y partir hacia la marcha federal.

En la línea B, los rostros se uniforman. El balanceo de los vagones fustiga a los pasajeros como a ropa sometida al viento. Es una alegría conseguir un lugar donde apoyarse. Hay muchos pasajeros rumbo a Plaza de Mayo. Se identifican enseguida con alguna remera del “Che” o de alguna agrupación de izquierda. Más hacia la fondo, un grupo, quizás los más jóvenes, ensaya un canto contra el presidente Macri. Me río, pero a otros les molesta. Les pica el culo, pienso, porque hacen muecas. Otros piden a quienes cantan que agarren una pala. Y lo que sigue es una lluvia de insultos. Todos juntos, sin embargo, bajamos en la estación, comenzamos a subir las escaleras. Desde el túnel se escucha la alegría de los tambores y el humo de los puestos de choripán. Mi cuerpo ya no duele, ya no se queja.

EN EL PRINCIPIO, FUE EL CONURBANO

El orden y a simetría ordenan las humanidades de quienes llegan desde la zona oeste del Conurbano y toman la Avenida Corrientes. Otras columnas se acercan desde otras avenidas, pero siempre con origen en el Conurbano. Son electricistas, obreros rasos, albañiles. Algunos, en sus bicicletas, otros empujan algún carro cartonero. El obelisco, como una piedra en el río separa la marcha en dos sobre la 9 de Julio. piedra y rioPero, en solo un instante, la multitud se vuelve a unir y marcha en silencio bajo sus banderas sostenidas por puños que se agrietan y soportan el frío. Todos llegan a la carrera  entre las sombras de una ciudad que los niega. Me sorprendo en este momento, cuando  el silencio manda en el ingreso a la Diagonal Norte. Recién ahí, las gargantas callan, los ojos avisoran apenas por sobre las bufandas y los más chiquitos corretean por la avenida inédita.

SEÑOR, LARGUE LOS TALLARINES

Las marchas no son lo mío, no voy a venderte que IMG_20180601_133619_1comprometí mi cuerpo en un sinfín de ellas o que tengo heridas de balas de goma en el cuerpo. No, tengo heridas del trabajo, si usted quiere aceptarlas: un corte allá, algún punto más acá, cosas así. Sin embargo, algo me empuja a abandonar los tallarines humeantes para estar aquí, acodado en el Cabildo de la Plaza de Mayo. Quizás, algunas cicatrices estén por dentro y se hagan sentir mucho más ahora, en tiempos de derechas y cuerpos policiales libres de conciencia y reglamento. Así como la humedad nos recuerda las fracturas de los huesos, el movimiento de las calles- acompasado y, por momentos, silencioso-,  hace que uno lo recuerde: somos más que un cuerpo laburante, somos también conciencia, de la cabeza a los pies.

DE BOMBO LLENO

Las banderas invaden la Plaza, el frío ha tratado de espantarlas desde temprano y, sin embargo, no cesan de llegar, ahora sí, con bombos y bombas de estruendo sacuden la helada tarde. Algunos marchantes han recorrido miles de kilómetros para sumarse aquí. Yo solo tomé el subte. Entre tantos, se abrazan, algunos lloran. Son muchos ojos posados sobre la Casa rosada, tan lejos, tan ausente, detrás de sus nuevas horribles rejas. Mañana, la mayoría de los diarios darán la espalda a estos afligidos y, en cambio, dirán que la Plaza de Mayo fue invadida por un grupo de cuerpos sobre  los canteros y la elegancia de la ciudad. Y nada más.

SILENCIO EN LOS TAMBORES

La ciudad se repliega, sorda a los cantos, indiferente a los ecos de pies contra los edificios, avergonzada, esquiva la mirada, cierra ventanas, baja cortinas IMG_20180601_133759para no ver lo evidente de los cuerpos que marchan. Desde el escenario, las voces arrojan a la multitud las consignas esparcidas a lo largo del país. Se acompañan con vivas y los puños cerrados acentúan lo que las voces dictan. Las piernas duelen y algunos pies escapan a la prisión de las zapatillas. Otros se apoyan contra alguna pared, mientras una bandera pasa de mano en mano.

Los ojos se cierran y el olor de los chorizos en la parrilla es un placebo humeante, de cuerpo en cuerpo. Figuras en busca de un abrazo, en la tarde  donde el sol ya no está. Los oradores se suceden hasta que llega Nora Cortiñas. Y entonces uno siente que el cansancio no es excusa.

Me alejo de la pared blanqueada. Las voces desordenadas bajan el tono para escucharla y los brazos se permiten el silencio en los tambores. La Plaza es también un silencio. Mejor dicho, es el silencio, hijo de la dignidad frente a esos edificios mudos de bronca. La voz de Norita se abre camino entre un montón de luchas. Por momentos hay aplausos, insultos al presidente, buena memoria. Pero Norita, antes de irse, pide permiso, como si hiciera falta:

“30 mil detenidos desaparecidos… ¡Presentes!, ¡Ahora y siempre!, ¡Ahora y siempre!”

 Y, en el último “siem-pre”, los corazones se paran. Una pausa de segundos ocurre mientras la silaba “pre” se pierde entre las paredes de la ciudad ciega.

En la marcha, con los muertos atrás, para que ninguno quede abandonado, como decía Atahualpa Yupanqui.

La Plaza comienza a retomar sus formas y a ese no le interesa, el pañal le hace dar pasos en falso a las puertas mismas del Cabildo. Su cuerpecito cae, rebota contra el piso y, con las manos, persigue alguna seguridad. No debe tener más de cuatro años, sus padres sostienen una bandera roja, él salta, va y viene. Ahora toma una botella y cae con ella despatarrado, se endereza, colorado de cachetes, le da una patada furibunda y otra vez a la calle, y otra vez pararse, y marchar y gritar y levantarse para seguir. Para que ninguno quede atrás.

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