Los exilios: sobre “Tweed”, de César Domínguez, interpretada por Héctor Bidonde y Silvia Kauderer.
Por Gabriela Stoppelman

LOS IMPRESCINDIBLES

Igor Morski
Igor Morski

Una vez lo intentaron. Porque ellas no son de las que se resignan así como así. Vieron el hueco, el abismo combado entre padre e hija, vieron hundido el espacio exacto donde los brazos se hubieran alcanzado. Lo vieron sucumbir en una postergación idéntica a la ausencia, dentro del estrecho espacio de una biografía: “Vos dirás, demasiada poesía, palabras bonitas que no harán una buena hechura, una buena caída. Vos dirás que la poesía no cambiará al mundo, ni desviará el rumbo despiadado de la humanidad…Yo no pienso tan así… alguna vez creí en torcer el destino de mi vida… sueños… esperanzas… Cortar y coser para un príncipe árabe, para un emperador japonés, o el bello vestido de quince para mi hija Ruth”. Por supuesto, las palabras del poema siguieron su combate, mientras el sastre de “Tweed” atesoró su apuesta en cajas del pasado. En otras cajas guardó fotos de su pequeña, el primer chupete de una infancia sin caricias, imágenes de su mujer, quien se fue de su lado porque -según Ruth, la hija de ambos-: “Mi madre conoció el desamor… En mi padre”.

Silvio Rodríguez, en su tema “Sueño con serpientes”, recuerda estas palabras de Bertolt Brecht: “Hay hombres que luchan un día y son buenos. / Hay otros que luchan un año / y son mejores. / Hay quienes luchan muchos años / y son muy buenos. / Pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles.” Las palabras poéticas, hechas carne en hombres consecuentes con la apuesta extrema de la poesía, deberían considerarse en esa categoría indispensable. El rumbo de la humanidad es esquivo y sorprendente. Imaginate: si se escurre de las manos sin sueños de los devastadores de ilusiones, si se escabulle de entre las lógicas disciplinadas de los cumplidores de órdenes, ¡cómo no irá a salir de raje, cuando intentan resecarlas los fatigadores de la tarde!

LOS FATIGADORES DE LA TARDE

Yo fatigaba la tarde, en este mismo sótano”, dice el sastre y, al poco, su fatiga parece ser la imagen refleja de un espejo inmigrante: “Cuando llegué de Polonia, esta ciudad me recibió, primero fría y distante, hasta que entendí sus ruidos y sus olores. Hasta que aprendí a caminar entre su gente y me convertí en el ‘rusito’ que reforzaba botones y ojales de todo el barrio”.

Recuerdo los esfuerzos que hacía mi padre por disolverse en la muchedumbre de la calle como uno más. Su intento de exiliado por echar raíces “iguales a las de todo el mundo” siempre chocaba contra su nombre, Lothar, y contra su erre gutural, que ni el tiempo ni las costumbres argentinas lograron borrar. Incluso la desesperada estrategia de hacerse llamar Alfredo -su segundo nombre- también resultó paradójica. “Alfredo, sí, el que vive en la calle Gaona, el alemán”. Como mi padre, el sastre de “Tweed” fatiga, erosiona el tiempo en cumplimientos: “Ella (su mujer) tocaba a Haydn en Re, y yo compraba mi primer maniquí usado y aprendía a decir ‘Macanudo’ en argentino.”

Porque el trabajo no es salud, pero la falta de trabajo es enfermedad. Porque venidos de tan lejos, vivirán ambos en la cárcel de un agradecimiento eterno por no ser muertos prematuros. Ambos pagarán sin pausa los intereses de una deuda insaldable, cuyo acreedor es el miedo, hijo del exilio y la distancia. Madre y padre, respectivamente.

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ELLA, EN RE

Mi madre tenía la tristeza de los barracones de Birkenau… ‘Arbeit macht frei’… Entonces el chelo lloraba por ella con su voz tan humana”. La mano imprime el tacto de su música en el instrumento. La mano tañe por quienes han perdido las manos. La mano permanece extendida, estrechada con la de los exiliados de este tiempo. La mano, ay, la mano que no se suelta y se aferra a las cuerdas, como la niña a su madre. Ay, las manos desacariciadas, las manos que ya no reclaman el contacto de otras manos. Y solo lo fantasmean en acordes, en la vana ilusión de, un día, ver a las notas ensiluetar a los ausentes, devolverlos de este lado. Y, entonces, sí, ¡qué suene el Freilaj (*)!

QUÉ TREN, QUÉ TREN

Yo empecé cosiendo botones y lo sigo haciendo y la vida pasó como un tren sin maquinista, mientras yo lo miraba, inmóvil, sosteniendo mi valija de cartón sin atreverme jamás a abordarlo…”

Cuenta un viejo rumor de inmigrantes, que a todos los trenes los maneja un desatino. En su arbitrariedad sin bordes, el desatino obliga al tren a cambiar de estaciones en cada excursión. De ese modo, cada viaje es una aventura llena de peligros, sin excluir el de regresar a la tierra de origen, sin olvidar al peligro de ser asesinado entre la gramática de la lengua madre. Por eso, mejor refugiarse en el idisch, que es uno y es todos los lenguajes del destierro. Clave y guiño cómplice entre “Idn” (1). Casa del idioma, donde es posible no morir.

Y, mientras el tren de las curvas y los riesgos se contornea, hay paradas reconcentradas en sus vías muertas, andenes donde siempre se ve a un hombre mirar el horizonte, perdido en

Oscar Pintor
Oscar Pintor

la pregunta, ¿qué hubiera sido de todo si me hubiese atrevido al abordaje?, ¿con cuántas telas impensadas se hubiera encontrado mi corte?, ¿qué puntadas no hubiese dado yo en costas desconocidas?”. Pero, para el viajero trunco, hay un solo aroma vuelto sobre sobre sí: “Volver a sentir el viejo olor a tweed… A casimires usados y vueltos a usar, a sudor de oficina de gastadas camisas blancas.” (…) “Es el mismo lugar, el mismo polvo sobre los botones forrados, las tenues telarañas en el pedal de la máquina…”

HUMOR DE VIEJA ARAÑA

No teje. Te entreteje. Tejemaneje, le decían. Un punto y, ante la inminencia de un abrazo, tomás distancia: “Veo que tu sarcasmo se ha perfeccionado con los años. Ahora casi no sonreís cuando escupís tus chistes…”. La hija blande el filo de las palabras con matices de espadachina profesional. “- ¡Oh, la ironía! Ella se asienta con el tiempo como las caderas de una mujer bien servida y día a día nuevas curvas aparecen sobre las anteriores y así sucesivamente”. Él devuelve la estocada y la reconoce: hija de tigre tenías que ser. En la triste contienda, todos pierden: “Lo van perdiendo todo, poco a poco. Las heridas se abren y se les escapa la luz. Y después lloran cuando están a oscuras, como chiquitos asustados, entonces piden, ruegan, exigen hasta clavarse de rodillas en el piso clamando por algo que ya no es… ni será”. ¿Y adónde va la luz de las heridas abiertas?, ¿en qué refugios recargan los huecos abiertos por el desangre?

MÚSICA CADUCADA

Me hacía falta que me lo dijeras antes. Ahora suena distante, como si estuviera escuchando la misma canción y no pudiera imaginar la orquesta, el cantante, la fiesta laza, sin mirarse…”. Por allí se ve el fantasma de un cantante que no logra hacerse con el micrófono, un tacto desencontrado de las teclas, un director de orquesta perdido en la niebla de las desaprensiones, un órgano mutilado que aún insiste en las impotencias de sus sonidos, una impericia de los vientos para soplar lo imprescindible, un desafinar de timbales en los contornos de algunas fotos: “¿Son las viejas fotos, con la imagen detenida, los maniquíes quietos? ¿Es el dolor, el fracaso? ¿O la victoria de la muerte?”. La muerte no cuenta acá, más que como amenaza. Porque, después de todo, ella implicaría una resolución. Pero “Tweed” es un género que huele a desamparos: ”Vine a buscar… Ahora no lo sé. (…) Tal vez a reconocer un aroma que alguna vez me perteneció o a preguntarte si sabías algo de ella, volver a verla… Preguntarle por qué me había abandonado…”. Una milhojas de orfandades despliega, sin piedad, toda la textura de sus capas: “Primero pensé que era por ella que volví, ahora sé que me mentía. Que estaba muy sola después de mi separación y necesitaba encontrarte acá, en tu bastión, con tus maniquíes viejos, tus telas, cosiendo para el Príncipe de Gales con la misma puntada segura y meticulosa de siempre”. Y, cuando la tela cede, cuando la consistencia ya no aguanta una puntada más, ¿entonces, qué?

PELEAR LA HOJARASCA

Imogen Cunningham
Imogen Cunningham

A veces es todo lo que nos queda… Palabras, hojarasca de sentimientos…”. Hilachas, extenuaciones del lenguaje que todavía se aferran la ilusión de un regreso. “Ella va a volver, mañana ella va a volver”. Pero, en el sitio de la batalla, quedan esquirlas del combate: “Qué tenés miedo de mostrar (…), por si acaso, por si alguno encuentra una hendija en tu armazón pluscuamperfecto, por las dudas. ¡Hipócrita!”. La arena de la disputa es subterránea, hecha de piedras hace mucho tiempo desgranadas: “Preferí estar en las sombras, observando y cuidando más que abrazando y acariciando… perdóname…”. Pero cae la oscuridad: “Está anocheciendo, creo que es la hora de irme…”. Y el mundo, entonces, se reduce a sus extremos. Por un costado, una alta escalera invita a la salida. Por el otro, hay un hueco oscuro, antecedido por viejos cacharros y otras penumbras. Entre la huida y la nada, queda sentado el viejo sastre. Justo en el medio, mientras le conversa a la mudez de un saco. De tweed, claro.

INSERTAR RECUADRO

Podés ver “Tweed” en “Paternal teatro”, Nicolás Repeto 1556, Capital Federal – Teléfonos: 4584-8703
Domingo – 19:00 hs. Sábado – 21:00 hs

(*) Música judía festiva.

(1) judío

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