Exilios: sobre una novela de Philip Roth.

Por Patricia Tombetta

El viento muere en mi herida,/ la noche mendiga mi sangre”

Alejandra Pizarnik

DE ORIGEN VEGETAL

A nuestro modo, compartimos con las plantas y los árboles la necesidad o la característica de echar raíces para mantenernos en pie. Una suerte de soterramiento de materia oscura, contraria a la luz, al aire, a la mirada. Como si sólo a condición de las tinieblas pudiéramos asentarnos; como si sólo a condición de la luz, remontáramos alguna altura. Una danza en claroscuros convertida en una de las cifras de la vida. No de la vida en general, sino de cada vida, de ese viaje particularísimo que hacemos en singular.

De la pena nace el destierro, con sufrimiento se emprende el exilio.

Si nos atenemos a la definición del diccionario, exilio es la separación de una persona de la tierra donde vive. También, expatriación por motivos políticos. Otra vez, ese libro se queda corto, pero quizás funcione como rizoma oscuro para echar a volar la lengua. Quién sabe.

Conozco muchas clases de exilios: políticos, autoimpuestos, religiosos, sacrificiales, necesarios, mentirosos, en vano, injustamente cobrados, por hambre, heroicos. Tristes, siempre fueron, y serán ocasión y producto de la tristeza.

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NECRÓPOLIS

Dándole vueltas al polisémico objeto de este número de El Anartista, me encuentro con el recuerdo de la reciente muerte de Philip Roth y con las inevitables y necrofílicas ganas de leer algo de su obra. Y, así, en esos vuelos sin aparente sentido, doy con “La mancha Humana”, cuya primera edición aparece en nuestro país en el 2008. Personajes todos en la búsqueda de alguna porción de libertad, enredados en las diversas peripecias por alcanzarla. “La mancha …” es relatada por un personaje escritor (Zuckerman), radicado en una pequeña ciudad de Estados Unidos (Athena), cuyos servicios son requeridos por Coleman Silk, notable decano universitario. Coleman le pide ayuda para escribir un libro acerca de su total debacle luego de pronunciar una frase, inocente en apariencia, durante una de sus clases: “Negro humo”, dicha en el sentido de hacerse humo.

Cabe aclarar que esto aparece en pinceladas muy gruesas y con ánimo de descubrir tan sólo una de las líneas de poética de un argumento por demás rico e interesante.

UN POCO DE LETRA

Coleman es un sujeto que ha decidido exiliarse de un color –uno de los múltiples surcos del argumento-. Es una decisión voluntaria y lo lleva a despedirse de su amorosa madre para siempre. Por extensión, se aleja de toda su familia y de su pasado. Va a vivir como un hombre de otra piel, diferente a la del entorno donde nació. Esa decisión fría y casi sin motivo de inmediato lo convierte en un sujeto con un gran secreto, compañero por el resto de sus días y hacedor de su final. No sólo su final en la muerte si no que antes y como una mancha indeleble, ese secreto provocará su salida de lo construido luego de aquel primer autodestierro.

De una u otra manera, cada personaje porta su confinación. Delphine Roux, una profesora francesa, decide alejarse de su tierra y de su madre sin conseguir jamás un lugar amistoso; Les Farley, un ex combatiente de Vietnam, a quien su problemático retorno al país sumerge en un charco de odio hacia “los amarillos” y hacia a su propia tierra; Faunia Farley, ex esposa de Les y pareja de Coleman, debe huir de su casa por los constantes abusos de un padrastro cuando ella era una adolescente.

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DE NACIMIENTO, SIN OPCIÓN

Tal vez, cada uno de nosotros padezca un exilio desde el origen. Después de todo, y por motivos de madurez biológica, somos expulsados del útero materno. De ahí en más, el recorrido se hará de destierro en destierro. Una repetición constitutiva y necesaria que nos regalará algo de esa ponderada libertad. Va de suyo, conseguirla. Va de suyo, el dolor.

Quedar en espacios intermedios, no poder enterrar las raíces, además de sonar a maldición oriental, podría hacer que el tronco jamás se sostenga. Si de una u otra forma, todos lo padecemos, el punto sería acertar en cómo no enredarnos con él, poder continuar por sus huellas sin confundirlas con una creación original del santo sí mismo.

Por fuera del budismo y a través de relatos, conozco dos situaciones en que las personas logran salirse de sí: la tortura (en cualquiera de sus formas) y el abuso sexual infantil. Testimonios espantosos de experiencias que sólo se atraviesan a condición de abandonar el cuerpo, de hacerlo ajeno. Luego, para el resto de aquello llamado “mi vida”, más nos vale reconocer lo poco o mucho que logramos siempre en relación al otro, siempre en relación al punto de partida. Conseguir una porción de libertad incluye considerar las ataduras. Y esto no es ninguna novedad.

-¿Un color preferido?

-El negro, por supuesto. Me pega con todo, es muy elegante y misterioso.

-Te gusta la vida fácil.

-¿A quién no?

Visto así, el asunto del color suena ligero y frívolo. Si continuara esta conversación, las cosas podrían ponerse verdaderamente serias. Es que los seres humanos hablamos y ahí empieza el enredo, en el mismo momento en que las palabras nos hacen olvidar el hecho de tener una lengua. Esa, la material, la que habita en la boca impulsada por vaya a saber qué cantidad de músculos y en, aun más oscura, conexión con el cerebro. Parte de un cuerpo que, de tanto hablar, muchas veces olvidamos, aunque sea él quien nos trae y quien nos lleva para siempre. Sin llegar a tanto dramatismo, este cuerpo suele hacerse presente en más de una ocasión. Tímido, categórico, deforme, a lunares, siempre consigue hacerse oír: un dolor, un calambre, una picazón, una palabra inocente y hasta una frívola salida de esa lengua imperceptible.

La inocencia es pareja de la culpa y hay que caminar con cuidado.

Coleman Silk no lo hace. Encantado por la oferta de individualismo a ultranza se encuentra con su propia lengua, se estrella contra su colorido punto de partida y, con esa efectividad del saber no sabido, el entorno -su jactancioso propio entorno, ese alrededor hecho por él con el máximo de libertad como espada- lo fulmina.

No es una moraleja -la novela no tiene ninguna- es sólo la desnudez de llevar las cosas de determinada manera, de confundir exilio con libertad. No es un error, hay algunos exilios –el de Coleman es uno de ellos- que pueden experimentarse con olvido de la amarras. Lo excepcional de esta historia está en la efectiva posibilidad de que esto ocurra. Sin embargo, las ataduras, los vínculos, existieron. Borrarlos, minimizarlos hasta hacerlos parecer un detalle sin importancia, sólo recordado de vez en cuando, puede portar el efecto de un círculo que banalice todo el esfuerzo de la esperada salida.

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