"Bar de la estacion" -Eduardo Ungar

Lo inesperado: Sobre álbum de fotos callejeras en Buenos Aires durante 2018.
Por Carlos Coll

 

LA BANQUETA DE PAJA

foto lo inesperado 1 vieja sentada

La mañana nos golpeaba la cara. De tanto en tanto, un escalofrío corría el cuerpo. El sol apenas se atrevía a asomar, sin embargo, no nos acobardábamos. Nos movíamos alegres entre guantes, gorro y bufanda. A las once, nos esperaban en Congreso y Galván.

Caminamos por Álvarez Thomas hacia Lebretón sin hablar. Finalmente, llegamos a la esquina. La imagen me sorprendió. Estaba allí, sentada sobre una banqueta de paja. En la ochava, contra la puerta de un departamento lujoso, pegada a la escalera de mármol impecable. Pollera negra, ancha, dejaba ver unos piececitos gordos que las alpargatas negras apretaban, mientras exponían un empeine inflamado y pálido. Rodete prolijo y mirada perdida. La miré dos veces, se parecía demasiado a mi abuela Rosa. Enseguida corrí la imagen de mi mente. Pensé: ¿qué hace?, ¿impide la entrada a la gente que quiere salir o entrar de su casa? Me quedé de pie mirándola desde lejos. Entonces vi su brazo estirado y la mano abierta hacia la tormenta amenazadora.

-Una moneda, por favor, necesito comprar una garrafa, tengo frío.

Mi mujer se acercó y le dio un billete.

-Gracias, señora -respondió. -Por favor, me podría contar cuánta plata tengo. Apenas veo. Creo que ya casi llego.

Me paralicé.

Lentamente, nos alejamos de la mujer sin poder dejar de mirarla.

 

EL BRAZO OPORTUNO

Lo reconozco: adoro andar en subte. En invierno, es un placer enorme venir de la calle helada y entrar en el calorcito de los trenes repletos de gente. Claro, en verano no resulta tan agradable, pero lo supero. Además, es un medio de transporte que siempre te sorprende.

Foto lo inesperado 2 subte

Esa mañana lo había tomado más tarde de lo acostumbrado y venía muy lleno, hasta casi lo insoportable. Había logrado pasar al medio del vagón y me había hecho de una argolla para sostenerme. No podía mover un milímetro mis dedos de los pies. Mi cuerpo integraba una masa gelatinosa, al compás del traqueteo del tren. Encima, me dolía el cuello de tanto estirarlo para lograr atrapar un poco de aire menos viciado.

En Carlos Gardel, sentí aun más la presión en la espalada y la puntada en la nuca. Bajé la cabeza en busca de alivio en el cuello. Entonces, atrajo mi atención un par de senos voluminosos, apenas ocultos por un corpiño de encaje negro. Parecían firmes y tibios. Mis ojos lagrimearon y gotas de transpiración corrieron por mi pecho. Sí, era evidente, se me mojaba la camisa. No pude desviar la mirada. Mi imaginación comenzó a delirarse. Con los ojos casi cerrados, veía la unión de los pechos sostenidos por la tira negra y descendía hasta alcanzar la diminuta bombacha. Pude sentir en la yema de mis dedos la suavidad oscura debajo de la trusa. Se me resecó la garganta. Una puntada aguja me atravesó el pecho. Apreté los ojos y regresé al paisaje tumultuoso del vagón. Recién entonces reparé en la blusa oscura desabrochada, que permitía disfrutar de aquel panorama sin igual. No podía aprovecharme de esa circunstancia desgraciada. Me puse colorado, me avergoncé.

Foto lo inesperado3 mujer subteCuando abrí nuevamente los ojos, lo vi. Era un brazo trajeado aparecido desde mi izquierda. Acercaba su mano a la blusa y la abrochaba cariñosamente, imaginé, con una sonrisa. No me atrevía a mirar al dueño. Mi mente voló de inmediato y me puse en su lugar. Un marido gentil trataba de ayudar en ese momento difícil a su mujer.

Me sorprendí cuando la rubia de los pechos redondos retiraba la mano con violencia y respondía agresivamente al protector de sus pechos:

-Dejame, Oscar, no me abroches la blusa. Te lo estoy repitiendo desde la mañana temprano: tengo calor. Acabala de una vez.

La voz fue tajante y precisa. El brazo volvió a su lugar, sin emitir sonido alguno. Una ira acumulada brotó del cuerpo de la mujer y se expandió por el vagón. El silencio fue total.

 

EL TEMBLOR DE LA SONRISA

Es una sensación extraña. No estoy seguro, si de placer o de repulsión. Por un lado, las luces blancas y pulcras me generan ese estado de asepsia, atractivo. Me hacen sentir seguro. Por el otro, cuando camino por los pasillos rodeado de las estanterías llenas de colores y olores -mezcla de chocolate, amoniaco y alcohol- me vienen náuseas. Por otro, cada vez más, crece mi sentimiento de odio si, como en un laberinto sin salida, me hacen recorrer el camino zigzagueante hacia las cajas, rodeado de dulces y caramelos coloridos que me gritan: “Agarrame. Llevame. Gozame”.

Aquella mañana hacía frío, era temprano, siempre voy temprano con la ilusión de que haya poca gente. Sin embargo, no resultó: lleno, casi sin espacio. Los asientos, todos ocupados. Me acerqué al dispenser de los números y saqué mi turno. Tuve que elegir, como lo hacía habitualmente: “Particulares”, “Obras Sociales” o “PAMI”. Arranqué del último: ciento treinta y dos. Me acerqué al mostrador. Busqué el pinche de los papelitos verdes como el mío: ciento veinticinco, siete antes. Resignado, me alejé hasta toparme con la góndola de los condones. Siempre me encanta mirarlos, ver sus envases de colores atractivos. A los precios, no los miro, ¿para qué?, si ya no los compro.

Después de un rato de boludear, me concentré en los empleados detrás del mostrador. Siempre igual, la prioridad la tienen los papelitos “Particulares”; los últimos, los viejos del PAMI, total, pueden esperar. No tienen nada que hacer.

Estaba allí, paradita con su bastón coqueto y su peinado gris, perfecto como si hubiese salido de la peluquería. Pensé: “debe dormir sentada”. Muy bien vestida, esperaba pacientemente a ser atendida. Cada vez que la empleada llamaba, ahuecaba su mano temblorosa en la oreja con el objeto de escuchar mejor. Curioso, me le acerqué por detrás para espiar su número. Tenía uno antes del mío. Le faltaba un montón, sin embargo, aguardaba de pie, pegada al mostrador. Me dio ternura y retrocedí a mi puesto de vigía.

Foto lo inesperado4 viejita con bastonDurante la espera, el bastón temblaba, incontrolable, mientras trataba de sostenerle los huesos. Inmediatamente, los imaginé transparentes y delgados. Pensé: quizás en poco tiempo yo también necesite un apoyo. ¿Por qué no?, mi rodilla crece en artrosis. De un sopapo, borré el pensamiento y me dediqué a observar a la viejita.

No sé cuánto tiempo pasó. Entré en una especie de hipnosis. Estaba en medio de ese sopor, cuando escuché la vocecita quebrada de mi amiga: “Es mi turno, es mi turno”. Desperté y me acerqué, intrigado, a observarla. Se la veía tan frágil, tan querible.

Sacó como cinco boletas del PAMI. Pude pispear: en cada una, al menos, tres remedios. Una batería completa. Pobre, se notaba que no le faltaba ningún achaque.

La empleada tardó en traer todas las cajas, una pila infernal. A algunas las conocía: para la presión, para el colesterol. Otras me resultaban un misterio. Los envases pasaron por el lector, uno a uno, hasta llegar a la cifra total: tres mil ochocientos veinte pesos. La viejita dejó de temblar y el bastón se hundió en el piso espejado.

-Señorita, yo tengo PAMI, siempre me cubrieron los remedios, nunca pagué nada… -balbuceó.

-Señora, aquí sale que solo tiene el 50% de descuento. ¿No escuchó que hubo cambios en el PAMI?

Tardó en reaccionar. El temblor invadió todo su cuerpo hasta alcanzar su boca:

-Gracias, señorita -y le sonrió.

Lentamente, se dio vuelta y caminó apoyada sobre su bastón. Salió de la farmacia sin llevar su bolsa de remedios.

 

UN TOQUE DE AMOR

No me gusta ir al Súper pero, a veces, acompaño a mi mujer. Me cuesta recorrer las góndolas en busca de precios. Generalmente, los carteles tienen números chicos y están tan abajo, que es necesario agacharse para poder leerlos. Termino con un dolor terrible de cintura y con los ojos inflamados y rojos, como el trasero de los monos del zoológico que se la pasan todo el día restregándoselos por el piso de cemento.

Además, hay que ir un día determinado y tratar de llevar todo lo posible. Aprovechar justo la fecha cuando el banco hace el descuento. Hoy, si querés llegar a fin de mes, tenés que estar alerta a cuanta ráfaga de aire fresco pasa al lado tuyo y no soslayar ninguna posibilidad de ahorrarte un mango. Por suerte, con mi mujer aún podemos bancar la tarjeta. Bueno, es lo que nos toca vivir. No hay que perder las esperanzas: todo termina, la vida es cíclica.

Foto lo inesperado5filas-supermercado-600x336Ese martes nos entusiasmamos y llenamos el carro. Cuando lo vi parado en la fila de la caja, empecé a transpirar. Pensaba en el monto. Ensimismado en mis cálculos presupuestarios, perdí el entorno hasta que, en un momento, mi mirada subió, distraída. Y allí se topó con esa mano de uñas prolijas. Suave y lentamente, recorría una cola no demasiado amanzanada, yo diría, más bien, chata y ancha. Me quedé atraído por el movimiento. Era acompasado, tierno. No había una intensión perversa ni acalorada. No, la escena era de un respeto religioso, de un amor infinito. Me conmovió. No pude apartar la mirada, la sostuve por un largo rato, en el disfrute de uno de esos actos sublimes con los que nos encontramos raras veces en nuestro camino.

Finalmente, levanté la vista. La mano continuaba en un brazo velludo y terminaba en una espalda ancha y robusta que sostenía una cara angulosa, cuyos ojos miraban y acariciaban una barba entrecana, espesa y tupida.

Mi primera reacción fue un rechazo agresivo ante aquella imagen. Dos tipos grandes, pensé, dos desvergonzados. Lo que hay que soportar. El mundo está perdido.

De repente, sonreí. Me vino aquella imagen de Madrid, en la fila de las cajas de Primark, el año pasado. Delante de nosotros, dos hombres maduros, esperaban su turno abrazados y en medio de arrumacos. Recuerdo que me turbó terriblemente. Miré a mi nieta con dos grandes signos de interrogación en los ojos. Ella sonrió y me respondió en voz baja:

-Nono, no seas tan discriminativo, pareces un viejo choto. Nonito, se quieren, eso es todo. ¡Mirá qué sencillo! No te pongas colorado, no te avergüences, pensalo. Fijate, te cambió la cara, ya no tenés la mirada tan dura. ¿Ves?, tengo razón, los viajes nos hacen crecer.

Y, entonces, observé otra vez a aquellos dos hombres grandes quienes, con una ternura envidiable, esperaban en la cola del Súper a pagar su cuenta. Mis ojos ya no disparaban chispas.

 

SACUDONES

Hay circunstancias que, de súbito, te inquietan la mirada, se te vienen encima como un pesado yunque de hierro. Agradezco la sensibilidad de atenderlas. Les agradezco el modo en que sacuden el marco de mi visión, adherencias mal aprendidas por años. Más les agradezco rejuvenecerme el paso. Porque: quién mira nuevo, gana una vida. Si los dejás a su libre embeberse a la cultura, te opacan los años entre las sombras de lo cotidiano. Que la repetición y la rutina sean, entonces, un trampolín hacia lo otro y nunca más la soberbia de un punto de vista, ya hace tiempo, gastado.

 

 

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