Lo inesperado: sobre “La noche de doce años”, film de Álvaro Brechner.

EDITORIAL
Por Gabriela Stoppelman

 

AGUANTE LA CONJUNCIÓN ADVERSATIVA

Ninguna de las pesadillas de ninguno de los “más allaes” de la historia del mundo aproxima a aquello que los hombres somos y fuimos capaces de hacer en el más acá. Cualquier infierno post mortem es apenas un leve eco del modo en que, después de maltratar sin paz a nuestra naturaleza con cultura, nos la hemos apañado para infligir daño voluntariamente. Vaya a saber qué hubiera sido del devenir humano, si no hubiésemos interpuesto tanta bota y tanto uniforme de diferentes colores. Vaya a saber si nuestra recurrencia a la charretera y a la disciplina no resulta apenas una manera tímida de maquillar aquello que Nietzsche llamaba la triple mala conciencia: el vaso cerrado al vacío, donde deambula en círculo la trinidad culpa, resentimiento y venganza.

La historia de la humanidad está pregnada de una pátina de bilis. Y eso no se compensa con arte ni con belleza ni con nuestros avances en el campo de la ciencia ni en la tecnología. No se trata de un ring de catch, donde en un rincón está el bien- que siempre llega ingenuo y mal preparado- y, en el otro, el mal, eternamente provisto con la artimaña precisa. El asunto consiste en un desequilibrio sin par donde, después de dar dos pasos hacia adelante, establecemos las condiciones para recular diez saltos hacia atrás. Como en un juego perverso de recorrido, tiramos los dados cargados. Y, últimamente, hasta votamos a quienes cargan los dados y ellos terminan por mandarnos al desván de las ilusiones, más atrás y muy lejos del punto de partida.

Pero. Siempre. Pero. Este cuento larguísimo, este relato de cómo el deseo avanza a los codazos entre las determinaciones no puede existir sin peros. El pero es, así, la conjunción que mueve la historia.

 

APOSTAR AL JABÓN

Salimos de ver “La noche de 12 años” con algunos compañeros anartistas. No había espacio para demasiados comentarios. Los gestos se nos quedaban cortos. No tenemos una variedad de muecas ni de expresiones, para cubrir con justicia la gradación de todas las tragedias. En silencio, fui al baño. Ante el espejo, tenté alguna marca en mi rostro para aproximar donde las palabras balbuceaban sin remedio. La mirada se había retirado muy al fondo. Seguramente, fue tras el rastro de algún brillo u opacidad que no resultaran cursis, ingenuas u obscenas, ante lo visto.

Carmen Sabater. Talla en jabón.
Carmen Sabater. Talla en jabón.

Y en eso lo vi. El jabón. Un jabón. Como en muchos baños, al lado del lava manos había un jabón. José Mujica, Eleuterio Fernández Huidobro y el periodista y escritor Mauricio Rosencof pasaron doce años de aislamiento en distintos “pozos”, que los milicos llamaban celdas. Un pozo: un hueco en la tierra que pretendía ser un largo ensayo general de la tumba, un espacio donde la luz apenas se atrevía, por miedo a no poder trepar la altura que la devolviera al transcurso del tiempo. Un sitio que no se puede llamar “lugar”, porque un lugar es siempre elástico,  expande y contrae su materia en homenaje al cuerpo que lo habita.

Un pozo, no.

Su materia está hecha de la misma furia impresa en la herramienta con la que fue cavado.

Un pozo, no.

Su materia es la estrechez, el sofoco, la inversa infernal de un vientre.

Antes de la función, Pepe Mujica dijo que esta historia era de nadie. Porque  hay otros compañeros que pasaron por situaciones similares y no tienen película. Y, así, teñidos del tiempo de captura, llega un momento donde, entre barbas y pelos largos, cuerpos raídos y espaldas curvadas, los tres protagonistas de la película se indistinguen. En eso, uno de ellos accede a un jabón. Un objeto que casi todo el mundo tiene en la vigilia se vuelve trofeo en la prisión. Un jabón: superficie acariciable, soporte de escritura, chance de juego, túnel con el sol de afuera. Un jabón: prueba de que, lejos del encierro, la gente se obstina en higienes y aseos. Y, muchos, claro, se lavan las manos.

En eso de palpar el jabón estamos, cuando el oído de un prisionero roba, de más allá de celda, unos datos de la ruleta. Y talla sobre el jabón una martingala. La guardia paranoica se alarma. Una cadena de alertas “rojas” lleva el aire conspiranoide hasta un jefe, quien  reclama que se investigue qué tipo de mensajes secretos se pasan esos hijos de puta, para quienes el escarmiento nunca es suficiente. Pero. La historia siempre se mueve con un pero. El supuesto mensaje era solo una martingala para la ruleta.

O una inscripción en la piedra del deseo.

O un viejo hábito del pulso contra la piedra, contra el papiro. Un pulso que busca imprimir su tacto para no desaparecer. Jeroglífico, audacia de la escritura. Martingala sobre un jabón.

 

A GOLPE DE LETRA

Tengo mucho frío y a veces mucho calor. Tengo el temblor de las venas que me circulan la vida cuando me ensombrezco. Tengo esta urgencia en las manos que, tan lejos de mis objetos, apenas mantienen el hábito de asir, elevar un jarro hasta la boca o un mínimo de aliento hacia el estómago. Tengo este romance con las palabras, que no cede a la falta de papel y se atreve con el muro; que saca poemas a golpe a de nudillos, que inventa un alfabeto entre paredes y hace atravesar rumores de la letra entre la piedra, el barro o el ladrillo. Tengo sed de hermanos, en el pozo contiguo: “Estando los tres en los fosos en los calabozos subterráneos en Paso de los Toros, habíamos abierto una ventanita a la vida, comunicándonos a través del muro a golpe de nudillos, reinventando el Morse. Ahí nos contamos la vida, la infancia, las novias, las que no tuvimos, todo. Una vuelta Huidobro me dijo que calculaba que, al día siguiente, cumplía años. No iría a visitarlo ni la hija, ni la mujer- presa en Punta de Rieles-, ni la madre, que estaba viejita. Y no había visitas a voluntad. Entonces, a la mañana siguiente, escribí a golpe de nudillos y le dejé este verso: “y si este fuera mi último poema, insumiso y triste, raído pero entero, tan solo una palabra escribiría: compañero”. (1) Tengo ovillados años de escritura entre los huesos frágiles y el cuerpo mínimo, tengo la muerte a tiro. Y tengo el latido de tantas páginas hambrientas de ese inasible modo de no desaparecer del todo: el poema.

¿Dónde envientró la caligrafía del futuro Mauricio Rosencof, donde protegió, por ejemplo, la semilla de la “La margarita”, su historia de amor en 25 sonetos?

¿Qué fuerza evitó que se lo llevara un granito infectado, una muela mal dispuesta, una infección, de esas que empiezan como una nadita expansiva y se llevan a tantos de quienes viven del lado del sol?

Entre todo lo que no tengo, pudo haber dicho Rosencof, tengo la palabra. Golpe a golpe.

 

UNA PELELA FLORECIDA

Él está aparte, siempre más lejos. El Pepe escucha sonidos y habla con las hormigas. El Pepe recorta del silencio la palabra madre y la palabra de mujer que lo alienta: “Aguante, falta poco”. El Pepe reclama por el ventanuco de la celda una porcioncita de dignidad: la pelela y el mate que le ha traído su vieja. El Pepe resurge a la lucha cuando la palabra -mujer –de- armas- tomar le despabila a los gritos la sombra de la locura. “Las mujeres jóvenes son bellas y hechizan”, dijo antes de la proyección del “La Noche de 12 años”, “pero las mujeres viejas protegen y amparan”. Hay un deslizarse de patitas sobre el suelo, un susurro de insectos contra el silencio, un código de complicidad con lo pequeño que, en su andar, lima un poco los desajustes, acomoda unas líneas del recuerdo.

¿Te acordás cómo era un baño en libertad? Lentamente, la cifra avanza y, cuando está casi al borde del 12, reaparece el misterioso objeto: un inodoro. La pelela así, pasa a gozar un breve tiempo de vacaciones. Pero tan acostumbrada a prestar servicios donde ha faltado lo indispensable, reclama un nuevo uso. El Pepe alquimista la hace mutar en maceta. Pelela florecida, que acompaña de la mano el trayecto final de la distancia, el camino hacia el abrazo con la madre.

 

VENTANEAR EL TIEMPO

Ventanas sin marco, sin vidrio, sin persiana. Resquicios por donde se cuela una cicatriz del mundo, huellas pisadas por ojos lejanos, abdicaciones en la opacidad de la tela que ciega,  Morse de luz entrecortada con barrotes, brotes de la voz a través de mínimas mirillas, cielo en migas, noticias goteadas en descuidos, historia de la bota que parece eterna, aunque termina por gastar la suela hacia 1985, historia de la penumbra en el trono del horizonte,  que termina en las oscuras digestiones de la noche, historia de cada segundo de cada día, de cada año de doce años que, en vez de transcurrir, orbitaron el tiempo, al acecho, a la espera.

Pero un día, asomaron al rumbo de los calendarios. A partir de ese día, uno abrió el telón de las sombras y llegó a ser presidente de Uruguay, el otro fue Ministro de Defensa. Y el tercero desovilló la escritura en novela, crónica, pensamiento y lucha.

“Ventanas de mi cuarto,
de mi cuarto de uno de los millones de gente que nadie sabe quién es
(y si supiesen quién es, ¿qué sabrían?),
dais al misterio de una calle constantemente cruzada por la gente,
a una calle inaccesible a todos los pensamientos,
real, imposiblemente real, evidente, desconocidamente evidente,
con el misterio de las cosas por lo bajo de las piedras y los seres,
con la muerte poniendo humedad en las paredes y cabellos blancos en los hombres,
con el Destino conduciendo el carro de todo por la carretera de nada (…)”



Pero: lo inesperado.

 

(1)De una entrevista en Telemundo, https://www.teledoce.com/telemundo/nacionales/el-poema-de-mauricio-rosencof-a-eleuterio-fernandez-huidobro/

(2) Tabaquería, Fernando Pessoa.

https://youtu.be/2FKIgvf2VYU

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