Lo inesperado: sobre cómo dejé de fumar.

Por Lourdes Landeira

“La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos”. Antonio Machado

CON LA SOGA AL CUELLO

Llegó la fecha de cierre y no tengo nota. Es la primera vez que me pasa en cuatro años y, me sorprende, por inesperado.  Apenas lo escribo –conseguí prórroga para presentarla y me animo- me pregunto de dónde viene lo sorpresivo. ¿Por qué me pasa ahora, cuando escribir me es vital?

El interrogante me lleva a otra etapa-bisagra de mi vida. Yo f57a7_humofui una gran fumadora. Empecé como juego adolescente y pronto se convirtió en adicción atemporal. El cigarrillo iba conmigo a todas partes. Las fotos de ese gran periodo de mi vida lo demuestran. Suelo contar que había una sola ocasión cuando no fumaba: durante el baño. Y no porque no hubiese querido. Pasó que no logré encontrar el modo de mantener el pucho encendido bajo la ducha. Lo dejé antes de que la prohibición invadiera los espacios públicos y la condena, los privados.

 

LA DAMA DE CUATRO DÉCADAS

Cierto es que, en un momento, subir un piso por escalera cansaba en exceso a mis cuatro décadas. Decidí abandonarlo sin estar convencida de que eso sería posible. No lograba proyectar una imagen de mí misma sin el suplemento en mi mano o en mi boca. De acuerdo a lo esperado, fui a ver a mi médico de cabecera y le conté mi problema. Él me recetó parches y pastillas, compré ambas cosas con el descuento de la obra social –que prefería pagarme esos remedios antes que el futuro cáncer de pulmón- y volví a mi casa. Guardé todo en el placar, oculto bajo una serie de pulóveres de escaso uso. Cada noche, al acostarme, pensaba que al día siguiente dejaría el vicio y me convertiría en una persona saludable. Cada descargamañana, al levantarme, renovaba mis ganas de fumar y mi imposibilidad de sostener la decisión del final de la jornada anterior. La rutina se repitió durante un lapso de un año, poco más, poco menos. Era el 2004, diciembre, más precisamente y sucedió Cromañón.

 

TODOS LOS FUEGOS, SIN PUCHO

No quiero un Cromañón entre la procrastinación de mi deseo de escribir y la escritura misma. Entonces, me siento, enciendo la pantalla y coloco mis manos sobre el teclado. En el blanco de la hoja caben todas las posibilidades. Una vez que mis dedos tecleen la primera palabra, se sucederán en una línea inicial, el juego habrá quedado abierto y acotado a la vez. Ya no habrá lugar para cualquier principio. Sin embargo, sigo sin saber qué sucederá. La idea me gusta. Espero.

Ciento noventa y cViolet-Smoke-Art-Wallpapers2uatro personas murieron la noche del 30 de diciembre de 2004 atrapadas por el incendio previsible en un boliche del barrio porteño de Once. Yo cenaba con amigos para despedir el año y mi hija estaba en Cromañón. Ella había escapado del humo empujada por un montón de cuerpos que la condujeron hacia la salida desde donde, minutos después, comenzó a ver cómo sacaban cadáveres. Cuando la fuimos a buscar estaba estática, perpleja ante lo inesperado. Durante los días siguientes, nos mantuvimos tremendamente juntas. Y yo fumé sin pausa. Hasta que, una mañana de martes, al despertar, sentí en mi garganta el ahogo de cada vida truncada esa noche. Yo podría haber estado ahí. No habría salido, lo sabía con certeza. Ese día no encendí el cigarrillo post café con leche, ni ningún otro, ningún otro día. Hasta hoy y hasta mañana.

 

ESTAMOS GRANDES, VÍCTOR

Persisto en la silla, apoyo los dedos en las letras y veo a la hoja poblarse, avanzar hacia una idea, escapar de otras, acotar su universo de libertad, condicionarse párrafo a párrafo. Sin embargo, sigo sin saber qué sucederá. Ya no fumo. Espero.

La única certeza de los seres humanos es la propia finitud. Vamos a morir y lo sabemos. Es tan innegable eso como que la única certeza es la propia vida aquí y ahora. ¿Y si no nos morimos? Décadas después del proclamado fin de las ideologías, hoy se pregona el fin de la experiencia. Antes de poner el cuerpo, miramos el asunto a través de alguna pantalla que nos escribe sin tocarnos. Nuestra muerte siempre fue puro futuro incomprobable. Cuando nos haya sucedido, no estaremos para vivenciarlo, justamente, porque lo perdido habrá sido la vida. Es decir: nuestra propia muerte no existe para nosotros mismos, solo lo hace para los demás y solo podemos experimentar la ajena. Salvo casos como el de Víctor Sueiro, por ejemplo, quien mucho tiempo transitó el otro lado de la pantalla de televisión para contar cómo fue su muerte y su vuelta a la vida. ¿Habrá sido un ser humano Víctor Sueiro? “En serio, suena loco pero es así: un sueñito suavecito y después… ¡tac! Un túnel con una luz hermosa al final, y la línea mortal. Me gustaría que la gente le perdiera el miedo a la muerte. Ahí no hace frío ni calor, no hay temores ni sensaciones malas. Nos esperan cosas buenas”, repetía mientras, por los 90, promocionaba su libro, “Más allá de la vida”,  y se aferraba al más acá de su silla.

 

SUSPENSIVA

Necesitamos saber, indagamos diferentes formas de conocimiento y armamos nuestro propio bagaje de preconceptos, párrafo escrito tras párrafo no escrito. En función de ese esqueleto clasificamos los hechos y los concebimos –o no- como inesperados. Lo que para una teoría es una comprobación, para otra puede ser un desvío, para otra un imposible y para otra más, una evidencia. La cuestión, es, entonces, cuándo se produce lo nuevo, cuándo sucede eso que añade una bisagra a la puerta y le modifica el giro. Cuando el cuerpo no se acomoda a la silla, los dedos escapan del teclado y, en la hoja, los blancos son huecos no programados entre tinta negra, la muerte se hace fugitiva, materializa su condición de inexistencia por ese instante fugaz que persevera en nuestros cuerpo2806691_640pxs en forma de interrogación, incomodidad, desafío.

Sigo sin saber qué va a suceder. Nunca moriré, solo seré muerta por otros. Ya no fumo. Escribo. El número está a punto de salir, la nota no tiene punto final. Espero suspensiva…

TABAQUERÍA, de Fernando Pessoa (Fragmento) Pero un hombre ha entrado en la tabaquería (¿a comprar tabaco?), y la realidad plausible cae de repente encima de mí. Me incorporo a medias con energía, convencido, humano, y voy a tratar de escribir estos versos en los que digo lo contrario. Enciendo un cigarrillo al pensar en escribirlos y saboreo en el cigarrillo la liberación de todos los pensamientos. Sigo al humo como a una ruta propia, y disfruto, en un momento sensitivo y competente, la liberación de todas las especulaciones y la conciencia de que la metafísica es una consecuencia de encontrarse indispuesto. Después me echo para atrás en la silla y continúo fumando. Mientras me lo conceda el destino seguiré fumando. (Si me casase con la hija de mi lavandera a lo mejor sería feliz.) Visto lo cual, me levanto de la silla. Me voy a la ventana. El hombre ha salido de la tabaquería (¿metiéndose el cambio en el bolsillo de los pantalones?). Ah, le conozco: es el Esteves sin metafísica. (El propietario de la tabaquería ha llegado a la puerta.) Como por una inspiración divina, Esteves se ha vuelto y me ha visto. Me ha dicho adiós con la mano, le he gritado ¡Adiós, Esteves! , y el Universo se me reconstruye sin ideales ni esperanza, y el propietario de la tabaquería se ha sonreído.

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