La lucha: sobre un viaje a este Chile.
Por Carlos Coll

 

EL CRUCE DE LOS ANDES

La mañana era aún nonata cuando nos sentamos en las butacas del avión. Con los ojos ardidos de tantas horas de insomnio y con el ronroneo de las turbinas, me adormecí y apenas percibí los temblores del cruce de la cordillera. Rechacé la banana que me ofrecía mi compañera, Cristina, casi sin darme cuenta de qué se trataba, entre el cansancio y la incertidumbre que nos esperaba. No había reaccionado aún: se trataba de un viaje de placer.

Bajamos en Santiago de Chile y, con la valija a la rastra, enfilé delante con mi pasaporte y el de mi pareja colgados del práctico porta documentos, comprado años atrás, cuando mis viajes por el mundo eran frecuentes y estresantes. Siempre es así, si uno viaja por razones laborales.

LA BANANA TRAIDORA

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Carabineros – Chile

 Al llegar, carabineros serios y con perros nos olfatearon y, por fin, alcancé el hall de salida. Recién en ese momento reparé en que Cristina no venía detrás de mí. Retrocedí y la vi hablar con una autoridad del aeropuerto, en una esquina. Volví preocupado hacia el mostrador de control. Retenida por este personaje, reparé en la banana detectada por los perros en la mochila de Cristina. Yo no la había querido en el avión. “La hubieras tirado a la mierda”, le dije furioso por el temor que me generó la cara del carabinero quien, sin mirarme, replicó, “Dígale a su compatriota que ha cometido una grave infracción, al no declarar alimentos, y van a tener que pagar una alta multa: más de un millón de pesos chilenos”. Ahí perdí el control. Ya no recuerdo qué dije. Finalmente, solo llenamos un formulario donde la banana aparecía en la lista transportada. La bella fruta terminó en una bolsa y dentro de un tacho de basura. Ese fue el arribo a Chile.  No iba solo, un grupo de escritores me acompañaba. El resto de mis compañeros quedó preocupado y yo, con ganas de asesinar a alguien.

POESÍA, DIVINO TESORO

 Seis horas de colectivo y arribamos a Concepción. El hotel, muy confortable, y mi compañera, sin dejar de pegarme duro por el comportamiento en el aeropuerto.

La jornada siguiente comenzó con el estrés de la obra de teatro, que resultó un éxito en una sala estupenda. Todo finalizó con un almuerzo de primer nivel: ceviche chileno. Comí dos platos, imaginen cómo resultó mi noche: carreras desde la cama al baño. Por suerte, por la mañana, estaba recuperado y empezó la odisea de los viajes y las lecturas, absolutamente sincronizadas: tres minutos por participante. Una cagada. Para los que leen poesía, bien; para los cuentistas y relatores, una tortura. Imposible encontrar un  texto tan ajustado a ese tiempo.

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Universidad del BIo-Bio Concepción – Chile

Al mediodía, ceviche en abundancia, esta vez, de salmón, y preparado por una mujer amorosa y con una mano increíble para la cocina.

En los días siguientes, los eventos se repitieron en forma parecida con el infaltable ceviche que, a pesar de mis corridas al baño, disfrutaba cada vez más.

LOS CHICOS

 Una de las mañanas recibí el cariño incomparable de un grupo de chicos de doce años, con quienes charlé de teatro.

En un espacio privilegiado de la ciudad de Laja, en la cima de una pequeña colina, se emplaza aquel fantástico liceo con su salón de actos, la biblioteca y un espacio de exposiciones de pinturas con un ventanal con vista al valle.

Nos recibió su director, Felipe, un joven sumamente cálido y amigable, junto al encargado de la enseñanza del arte musical y del ballet folclórico, Ignacio, otro muchacho increíble.

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Liceo Técnico Profesional – Laja

Expusimos nuestros trabajos bajo los oídos atentos de aquellos jóvenes estudiantes en el anfiteatro y, mientras mis compañeros continuaban con la ronda de lectura, fui invitado a conversar sobre el teatro y el actor con otro grupo de alumnos.  Elegí la sala de exposiciones, vacía y con vista luminosa. Me sorprendí y emocioné cuando entraron. Se trataba de unos treinta y cinco chicos de doce a trece años llenos de esa vitalidad que nos da una energía indomable. Conmovido trate de expresarles qué es el teatro y la actuación. Mi intención era sentarnos: imposible. Se movían me miraban, me escuchaban inquietos. En medio de todos ellos comencé mi charla. No recuerdo qué les dije pero sí tengo en mi pecho sus ojos y sus sonrisas llenas de esa avidez propia de los jóvenes. Uno de ellos, José charlaba sin parar. Fue entonces cuando entré en acción. Lo llamé al medio, lo miré de arriba abajo y le dije con tono imperativo: “Todo sucio y con los pantalones rotos, ¿dónde estuviste, José?” Me miró sorprendido y titubeó. Continué:” Me costó mucho ese pantalón para que lo rompieras en la rodillas” “Estuve con la patineta en el parque” me respondió con la mirada baja. Lo abracé con fuerza y les dije: “Ven chicos, esta es una improvisación”. Levantó la cabeza y me quebré. Los aplausos fueron un estallido.

Esta fue la mejor y más cálida experiencia del viaje. Y sí, la esperanza del mundo está siempre en la juventud. Ellos son los que pueden reencaminar el futuro, en la medida en que se los acompañe con un buen ceviche.

EL DOLOR QUE  ACARICIA

Todo parecía fluir a la perfección: organizado, estricto. Hasta que, en aquella mañana, fui abofeteado inesperadamente por una mano que suspendió mi lectura, porque se me habían acabado los tres minutos establecidos y mi cuento quedó inconcluso. Acepté, pero mi cara lo dijo todo. Quería pararme e irme de ese lugar. No lo hice y no me arrepiento.  Quedarme fue una actitud mucho más inteligente que la de los anfitriones, quienes habían dejado absolutamente descolocado a un invitado venido, desde miles de kilómetros, a compartir su lectura. Tomado por sorpresa, al finalizar la ronda, la conductora se me acercó y me indicó que podía terminar de leer mi cuento. Estupefacto, lo completé: solo faltaban algunas líneas. Fui muy aplaudido.

Un poco confuso, bajé a la platea y allí recibí la respuesta a mi inquietud. Una persona del grupo había indicado al coordinador que, si yo no terminaba de leer el cuento, no compartiría el de él. No supe qué hacer, solo atiné a buscar a mi compañero y a darle un abrazo, sin decir una sola palabra. Eso sí, ese mediodía comí mi ceviche sentado al lado de él y compartimos el perfume del cilantro.

UN SÚBITO VALIUM

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La gran marcha de Chile. 25 de octubre, Migrar Photo

El evento continuó sin ningún otro sobresalto. Sin embargo, mi resquemor sobre el comportamiento de la gente del lugar me generaba sentimientos encontrados: rechazo y cierto respeto. Hasta ese momento no podía entenderme, la paciencia no es mi fuerte.

La noticia nos llegó por la tele: marchas pacíficas en diversas ciudades de Chile, seguidas de una fuerte represión.

Los medios hegemónicos no perdieron tiempo, actuaron rápidamente. Sin embargo las redes reaccionaron y  empezó a verse otra realidad. Para muchos chilenos con experiencia, las imágenes fueron aún peores a las que se vieron en la dictadura de Pinochet.

Carabineros que arrastraban niños y apuntaban a las vaginas y a los ojos porque tiraban a enceguecer y hasta matar.

El pueblo soporta pero tiene un límite y, en algún momento, ante la opresión económica que lo ahoga, estalla.

Después de tantos muertos en Latinoamérica, ningún chileno salió a la calle a morir, al contrario, salieron porque la lucha da fuerza, porque estar con los otros, potencia.

Pero el diablo volvió a meter la cola: la palabra maldita volvió a instalarse. Al día de hoy más de ciento veinte desaparecidos, alrededor de veinte muertos y un número superior a los nueve mil detenidos, muchos de ellos heridos de seriedad (pérdida de visión, entre otros detalles).

FRASE DE CUADERNO

Quema de estaciones de subte en Santiago, saqueos de supermercados orquestados por los milicos, colas para comprar comida. Sin embargo, el pueblo no aflojaba. Caminaban cantando por la plaza de Concepción, mientras los camiones hidrantes cumplían con los mandatos. Todo se tornó desgarrador y emocionante, visto a través de las pantallas. El estallido, decían, había sido por el aumento de 30 pesos en el subte. Según análisis posteriores, fue por treinta años de opresión y sometimiento.

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Captura/Twitter

Sin embargo, el pueblo era estigmatizado por el poder como que se trataba de una guerra.

Las grandes diferencias terminan en situaciones fuera de control, aunque se disponga de un importante sistema represivo.

 

 LUCES

Volvimos a Santiago para poder tomar nuestro avión de regreso.

Entonces recibimos otra sorpresa. El chofer que nos trasladaba en una combi al aeropuerto, un trabajador más, tenía la radio encendida donde indicaban el número de detenidos, más de ochocientos. Uno de mis compañeros le preguntó: “Donde los van a meter?” La respuesta del individuo nos dejó mudos: “Hay que hacerlos desaparecer”

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EFE

La situación seguía y se incrementaba con muertos, vejaciones, violaciones y resistencia popular. Recién en aquel momento comprendí a aquella gente, de la cual tenía una imagen tan diferente.

Volamos sin dificultad pero, lamentablemente, no nos sirvieron ceviche en el avión.

Los reclamos y las manifestaciones continúan sin respuesta oficial alguna, solo discursos vacíos.

ANTEOJOS OSCUROS

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Edgard Garrido/ REUTERS

“No todo lo que reluce es oro”. Esta frase me ronda permanentemente durante estos días.

El sistema se encarga de instalar en nuestras mentes una serie de verdades que aparentan ser indiscutibles, muchas veces ni siquiera las cuestionamos. Poseen elementos poderosos que nos cercan y enturbian nuestros criterios. Afortunadamente, de tanto en tanto, asoman a nuestro alrededor siluetas, a veces imperceptibles, que nos sacan de esa oscuridad y nos despiertan en medio de la vorágine en la que estamos sumergidos.

Todo es cuestión de estar muy atentos a estas señales que aparecen como destellos. Lo peor que podemos hacer es vivir con los anteojos de sol permanentemente puestos.

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