Por Gabriela Stoppelman

¿Quién era?, ¿por qué luchó?, ¿en qué imagen de su voz aún sostengo su rostro?, ¿en cuál de todas las distancias que nos separan podremos encontrarnos? Hace muchos años que no lo llamo. Ya parece que mi voz se hubiera desarticulado de su nombre. Pero eso es solo un simulacro de silencio y se rompe ante la más mínima huella de su ausencia.

Por ejemplo, el otro día, alguien me preguntó si ya había escrito tu historia. Más que una pregunta, fue una forma de azuzar tu presencia entre mis días. Tanto resultó así que, en el breve espacio entre la última sílaba desvanecida de mi interlocutor y el comienzo de mi respuesta, metiste casi todo el contorno de tu silueta y hasta algún reverbero de tu olor.

 Joaquín Sorolla. "Nniña en mar plateado".
Joaquín Sorolla. “Nniña en mar plateado”.

Fuiste primero el niño de la foto, vestido como una niña. Fuiste sepia, un semitono entre el sueño y mi escritura. Fuiste después ese idioma gutural y lejano, que dejó impregnado el territorio de tu nacimiento en la garganta, cada vez que pronunciabas una palabra con “erre”. De  chiquita, me imaginaba escondida en tu voz, para contemplar el espectáculo de ese sonido extranjero al rebotar en las paredes de tu boca. Y fue precisamente en esa consonante alargada donde descubrí que, por siempre, habías quedado atrapado entre el puerto de partida y el puerto de llegada.

El desarraigo te hizo inquieto, deambulante y conversador. Salías a comprar cigarrillos y volvías dos horas después, cuando ya habías charlado la trivialidad, el fútbol y, tal vez, algo de política, con la mitad de los vecinos de la cuadra. A mí me asombraba tu talento de gran llenador de tiempo, de esquivador del silencio, tu necesidad de reunir tu risa alrededor de una comida. Mamá te ponía contra tu propia naturaleza. Mamá odiaba la sociabilidad y se aferraba al deber. Mamá había aceptado comprar una casa con un enorme living lleno de enormes sillones, donde nunca entraba nadie.

Entonces, te desquitabas con la televisión y las películas o mordisquebas el hastío en muchísima colillas que, de a poco, diseñaron la nube oscura, el velo sin retorno en tus pulmones.

Yo dormía en una habitación contigua a la tuya. En verdad, mi cuarto tenía inusuales tres puertas: una hacia tu pieza, otra hacia el comedor diario y otra hacia el pasillo. Para colmo, mi cama estaba al lado de un ventanal enorme, sin persiana, mal cubierto por tenues cortinas. Así que de un lado me acechaba la luz diurna o la lunar, y en los otros tres puntos cardinales se emboscaba la perpetua posibilidad de la irrupción súbita. Solo había soledad debajo de las sábanas. Pero, aun desde ahí, escuchaba el crujir del periódico en tus manos, la urgencia del papel cuando revolvías la pila de diarios que cada día “debías” revisar, como obligación de buen fugado.

El exilio se multiplicaba con los años. Hacías enormes esfuerzos por que te habilitaran un sitio para nacer donde no habías sido concebido. Para eso, renunciaste a tu nacionalidad alemana y recluiste, en un breve fajo de papel de carta vía aérea, la historia de tu expulsión de Europa. Lo escribiste en alemán, un idioma tan lejano a mis ojos entonces. Recién cinco años después de tu muerte, encontré ese texto, atascado entre un escritorio viejo y la pared de mi casa natal. Yo había movido el mueble porque pensaba mudarme sola a un departamento. Y parece que mi decisión agitó la textura de tus frases y reclamaste que te mirara, una vez más, sobre las palmas de mis manos.

 Joaquín Sorolla.
Joaquín Sorolla.

Leí tu historia. La del desconocido chiquilín que debió hacer las valijas de apuro para salir en un tren a Bélgica y, de allí, embarcar hacia Argentina. Me temblaban las manos al tocar tu pulso de tinta, al aferrarme con vos a la baranda del barco que te agitaba las palabras y el futuro. Un escalofrío filió tu falta y mis días, cuando leí que el Capitán de la nave recibió una orden de regresar al puerto de partida, por sospechas de llevar judíos a bordo. Una sola y pequeña desobediencia, en todo el universo de la disciplina, hace posible que yo escriba estas líneas. Un solo y audaz marino fue el comienzo de mi posibilidad de nacer.

A los 50 años, volviste a tu ciudad de origen. No hiciste ni un solo comentario que señalara ni una pizca de melancolía. “Nada, no sentí nada, llegué a una ciudad ajena”. De regreso, pasaste por París y, en una plaza, te sentaste a conversar con un francés. Nunca supimos que hablaras francés. Por tu respuesta a mamá, es evidente que vos tampoco sabías. Perdiste los ojos lejos de tu interlocutor, como hacías cuando querías esconder la emoción en el paisaje, y volviste al barco que te había traído a Latinoamérica. A bordo había un solo niño, los dos tenían entre nueve y diez años. La única posibilidad de jugar era esforzarte en memorizar algunas frases para que el puente entre ambos no se cortara. Te habían cortado la lengua madre de raíz, pero no tu gusto por las palabras. No querías andar solo, así que te desplazaste con talento en el mapa de esas declinaciones latinas y te hiciste un indispensable amigo.

Después soñaste con tu librería de discos y libros usados en Mar del Plata. Estabas obsesionado con esa ciudad. Cuando estuve en Hamburgo, entendí por qué. Las dos ciudades me parecían tan familiares entre sí, sin poder mencionar un solo dato objetivo para sostener mi sensación. Tal vez fue solo mi necesidad de encontrar en el lugar de tu infancia alguna pista para paliar tu muerte prematura. Te fuiste cuando apenas comenzábamos a conocernos. No fuimos amigos, no fuimos cercanos. ¿O sí? Yo apenas despuntaba, cuando  el nubarrón de tus pulmones cubrió todo el territorio de tu cuerpo hasta llevarte. Te vi sin vida, te vi por única vez arribado a un puerto definitivo, por única vez retirado de ese vaivén agobiante entre el puerto de salida y el puerto de llegada.

No termino de decidir si ahora es tarde o si era tarde entonces. El puente de las palabras se tiende, por fin, en la frase vuelta amable, elástica. Así puedo decir la pena sin reeditarla. Pero el latido es discontinuo. Y nadie controla con el marcapasos de la lengua. Sucede cuando sucede. Y, entonces, despereza el moho del tiempo.

 Joaquín Sorolla. Mar embravecido.
Joaquín Sorolla. Mar embravecido.

Hace unos años me encontré con el hijo de una empleada tuya y él me contó que a vos te enorgullecía mucho que yo escribiera poesía. Veinte años después me vengo a topar con la novedad. Yo solo supe que la poesía te inquietaba o no la entendías o no sabías qué decirme. Ahora creo que, desde el día en que te vi con mi libro entre tus manos, intento escribir un poema -uno solo- para que entiendas. O para entender yo cuál era el horizonte de tu lucha. ¿Quién eras, de proa a popa?, ¿quién, mientras me acunabas torpemente, sin hallar el modo de cómo sostener la orilla entre las manos?, ¿cómo va la infinitud de la playa, entre el puerto de partida y el puerto de llegada?, ¿cómo te lleva ese mar de orfandades, la nave cargadísima de idiomas inconclusos, la Babel a la deriva en el curso de los años?

¿Quién?

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