CADA UNE NACE CON SU PROPIA MUERTE

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El Lecturista

La confianza: sobre la novela de Daniel Mella, “El hermano mayor”.

Por Lourdes Landeira

 “Alguien detiene la vida en el cielo. / Hay humo rosado en la tarde/ Que besa la hierba reptante. / Yo me voy tocando la flauta del camino / Pero algo de mi alma / Ha quedado disperso en la calma del paisaje

Giselda Zani, “Atardecer”

 

Mieke Boynton, Fotografía
Mieke Boynton, Fotografía

Santa Teresa es un balneario ubicado en el departamento de Rocha, Uruguay. Además de hermosas playas sobre la costa atlántica, tiene un parque nacional de 3000 hectáreas y una fortaleza edificada cuando españoles y portugueses se disputaban nuestros territorios. Datos, todos, en tiempo presente e imperfecto. Tan ciertos hoy como en 2004, cuando febrero amenazó tormenta y una perturbación atmosférica en forma de rayo se descargó sobre la casilla del salvavidas y fulminó de muerte a Sebastián Gonzáles Mella. En verdad, él- además de músico y surfer- era guardavidas y solo una digresión temporal me hizo anteponer salva a guarda respecto a lo que hacía con las vidas. Es que cuando yo era niña, en Montevideo, quienes lucían su corporalidad en las playas no se formaban tanto para la prevención como para correr ante o hacia lo ya acontecido.

Sebastián, el hermano menor del escritor Daniel Mella, va a devenir Alejandro y se va a convertir en el mayor, en la novela en que el Daniel Mella narrador entrama los sucesos familiares posteriores a esa muerte tan temprana como inesperada.

“Su muerte va a caer un 9 de febrero, para siempre dos días antes de mi cumpleaños”.

Portada de "El hermano mayor" - Edición argentina
Portada de “El hermano mayor” – Edición argentina

Así comienza la novela y así quedan instalados los dos grandes ejes que la van a nutrir línea a línea: la superposición de tiempos y la permutabilidad de las personas. ¿A qué “hermano” alude el título? Con la muerte siempre presente, en ese inicio queda solapado otro gran tema –la violencia de género- al que la novela alude de manera tangencial, aunque recurrente (“mi amor será un amor infantil, será pura posesión, pero es indomable”), a pesar de lo cual –como la muerte de Alejandro- el final no es vislumbrado.

Mella fue interrogado en muchas entrevistas acerca de la veracidad de los hechos que cuenta. Por supuesto, no es lo que a mí me interesa averiguar; no soy una amiga de su familia sino una lectora de su ficción. Sin embargo, si esa pregunta me intrigara, la novela misma se ocupa de darme una respuesta.

“Éramos más de veinte los que entramos al agua con nuestras tablas. Había un picado chico, con olas de menos de un metro de altura. Entrando por el chupón, llegamos pasada la rompiente y formamos un círculo. Papá quedó en el medio. Cuando quiso sacar la cinta a la urna, encontró que no podía. La había apretado demasiado y estaba mojada. Se lo veía nervioso y en un momento se rindió, se llevó la urna a la boca y empezó a romper la cinta con los dientes como un neandertal masticando el cordón de su recién nacido”.

Luis Felipe Noé
Luis Felipe Noé

El párrafo anterior relata la particular ceremonia de despedida de Alejandro. Pocas líneas después, apenas página y media más adelante, otro comienzo confunde, obliga a volver atrás, a releer.

Somos veinte, quizá treinta los que entramos al agua con nuestras tablas. Hay un picado chico, con olas de menos de un metro de altura. Entramos por el chupón y formamos un círculo pasada la rompiente, papá en el medio. Cuando quiere sacarle la cinta pato a la urna, descubre que la apretó demasiado y está mojada, y en un momento se rinde y se la pone a morder. En el momento en que finalmente consigue abrir la tapa, se levanta una fuera de serie”.

Dorothea Tamerlan
Dorothea Tamerlan

No es un error de imprenta, claro, las cenizas de Alejandro fueron y son esparcidas de una y otra forma toda vez que el hecho se reedita. Del mismo modo en que la novela entremezcla biografía y ficción, la memoria hace lo suyo con los recuerdos. Y cada presente imprime al pasado con su actual intensidad y lo proyecta hacia un futuro que ya lo contenía. Así también el final novelístico obliga a recomenzar, a preguntar si terminó de esa manera o si esa página está reescrita en alguna hoja que ya se tipeó, que aún no nos llegó. Todo, absoluta verdad.

En qué confiar podría ser una pregunta.

Alejandro confiaba en su casilla. En palabras de Daniel: “dejó el cuerpo en un lugar donde tenía fe”. Daniel confiaba en morir antes que Sebastián, por simple lógica cronológica, había nacido antes.

Cómo vivir con la propia muerte a cuestas podría ser otra.

Alejandro desafiaba olas en la playa y dormía seguro a la intemperie. Daniel se obsesiona con su ex mujer y sufre anticipadamente por el dolor de sus hijos.

Si hay lugar para el goce en esa temporalidad cíclica e indestructible, quizás sea el misterio que hace que la muerte valga la alegría de haberla vivido, o que la vida valga la pena de tener que morirla. Por más que las palabras se sucedan y hasta se superpongan en el mismo después que antes, ninguna combinación será capaz de explicar cómo murió Alejandro, de narrar su muerte. Ni la novia que dormía junto a él cuando el rayo asesino lo alcanzó. Ella sobrevivió y, en el mismo instante en que él dejó de respirar, perdió la memoria y sepultó para sí misma y para el mundo la escena vital. Ni el desconocido que en absoluto silencio colocó una pluma sobre su cajón y se retiró sin que nadie se acercara a preguntarle ni quién era ni por qué esa pluma. Quizás, una lectura rápida remita a las alas y la libertad. A lo mejor, otra lea ahí la escritura predestinada en tiempos de pergaminos y tinteros.

 

Luis Felipe Noé
Luis Felipe Noé

“¿Quién iba a creer que una mañana hubo mariposas en la playa, volando sobre la superficie del Atlántico mientras un hombre y una mujer hacían el amor? ¿Quién lo iba a creer y a quién podía importarle?”

Al fin y al cabo, la novela no hace más que deslizarse por “una muerte, nada del otro mundo”.

 

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