La queja: sobre algunas otras fotografías de cuarentena.

Por Ana Blayer

 

Me lo decía mi abuelito,

Me lo decía mi papá

Me lo dijeron tantas veces…

(que salimos sin tapaboca y nos colgaron…)

 

Sin darle cabida, vino para instalarse. El dicho popular dice: “cayó piedra sin llover”. Las autoridades establecen obligaciones a cumplir, restricciones a rajatablas y también, protocolos.

Así anda la humanidad, inquieta por almacenar información, mientras los medios nos inundan con números de infectados, de muertos y de recuperados. El léxico: curvas, porcentajes, tendencias, “record” al orden del día. La sucesión parece ir en busca de un trofeo o del Oscar.

Cuando empezó el run run de “la noticia”, nos consagramos a los medios “full time” sorprendidos porque todo sucedía a miles de kilómetros de distancia.

 

«Primero se llevaron a los judíos,/pero como yo no era judío, no me importó./Después se llevaron a los comunistas,/pero como yo no era comunista, tampoco me importó./Luego se llevaron a los obreros,/pero como yo no era obrero, tampoco me importó./Más tarde se llevaron a los intelectuales,/pero como yo no era intelectual, tampoco me importó.
Después siguieron con los curas,/pero como yo no era cura, tampoco me importó.
Ahora vienen por mí, pero es demasiado tarde.»

                                                                                               Bertolt Brecht.

 

El clima es protagonista. Eso que está tan lejos llega para instalarse en esta extensa región de Occidente y se desparrama en ambos hemisferios. Las autoridades de Argentina establecen el uso obligatorio del tapaboca, el distanciamiento social y unas cuantas cosas más para los primeros días del avistaje de la pandemia. Casi sin quejarnos y con el afán del cuidar, nos cargamos el asunto al hombro y tomamos los recaudos pertinentes.

Al principio le pusimos garra, inventiva y entusiasmo para organizar una rutina que, con el paso de los días, a muchos les resulta adversa, al punto de calificarla de ´aburrida y fastidiosa´. Lo propio hace nuestro cuerpo que, más apachuchado, reclama por la ausencia de un abrazo y por el contacto con el otro. Así, da lugar al diagnóstico de “mutar”. Entonces, con algo o con alguien, querés y tenés necesidad de conversar, hasta discutir o quejarte. Escuchás las noticias, hay cambios para la hora del sueño y, con un sabor amargo, te vas a dormir. La noche es larga. Por la madrugada, mechas abrir y cerrar los ojos, acariciar alguna región del mapa físico, para que, una vez más, los párpados desciendan con la intención de “soñar”.

Cuarentena, el despertador queda a un lado. Por la ventana de la habitación, se filtran las primeras luces: unas vueltas en la cama y el parpadeo semejante al aleteo de un colibrí. De golpe, abro los ojos y reacciono porque me quejo de llena ¡Estoy despierta, arranca una nueva rutina!

 

El peón cumplió con la tarea ordenada por su patrón. Sin margen para la queja, y mucho menos para compadecerse, enlazó y amarró al cuadrúpedo y quitó los vellones que, durante largos meses, forraron su ahora inhibido cuerpecito. El alarido del animal es tapado por el ensordecedor ruido de la máquina esquiladora.

¿Tuviste derecho de quejarte?

¿Los animales tienen derechos?

Ni siquiera atinaste a escapar para zafar del lazo.

La montaña de vellones es cardada, lavada en piletones, secada y teñida. Finalmente, devanada. Más tarde, presa de la exhibición, será detenida en retorcidas madejas.

¿Para qué?

¿Para quién?

Punto por punto.

Alguien teje para volver al origen de abrigar.

 

Al caminar, entre un paso y otro, elevo unos poquitos centímetros el crocante ruido de las hojas. Harta de pisar mierda. Otoño es la estación ideal para aplastar excremento.

El Colo, paseador de perros, lleva en la cintura un enorme cinturón del que cuelgan unos ganchos de metal. El Colo arranca con su trabajo temprano, cuando toca el timbre en un departamento para que le entreguen el primer can con la nueva correa. Así, cada mañana, camina unos cien metros y pasa a buscar dos mascotas más, con el mismo esquema de trabajo. Toma una correa en cada mano y, al tercero, se lo engancha al cinturón. Entonces, cruza la calle en busca de otro perro: casi su preferido, si no fuera porque ladra tanto y mueve la cola constantemente. Avanza y suma una y otra correa más. El Colo camina con cinco y hasta seis perros a cuestas. Llegan a la plaza y, como si se tratara de una suelta de globos, los pichichos se echan a correr. El otoño tiene música con su crocante ruido de hojas caídas.

 

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