La queja: sobre Yita.
Por Milena Penstop
Fotografía: Diego Grispo

 

FLASHES

1. Cuando yo era chiquita y tenía que ir a la escuela muy temprano a la mañana, siempre le pedía el menú para el almuerzo. Ella, que debía usar bastón y no hacer mucha fuerza -fuera la hora que fuera- iba a comprar la comida para que estuviera lista cuando yo llegara a casa. En ese momento, no me daba cuenta del enorme esfuerzo que ella hacía para darme todos los gustos, aunque sí sentía su enorme amor. Aún lo siento.

2. Cuando yo era chiquita no tenía demasiadas cosas que hacer a la tarde, después de la escuela. Pero la merienda no me la salteaba, comía lo primero que encontraba en la heladera. Un día, al ver que en mi heladera no había nada que me gustara, fui a fijarme a la de ella. Y lo único que encontré fue un pote con queso rallado. Al principio, pensé en preguntarle si tenía algo más, pero sentía tanta hambre que, simplemente, agarré un poco de queso y me lo comí. Yo ya había comido queso rallado antes, sí, pero nunca solo. Al darme cuenta de que me gustaba, empecé a comer más y más, hasta terminarme el potecito. Ya no quedaba nada, cuando advertí que ella no me había dado permiso para agarrar comida de su heladera. Sin embrago, en vez de avisarle y pedirle perdón, solo dejé el pote vacío en donde lo encontré. Las siguientes tardes, a la hora de la merienda, volvía a agarrar queso rallado sin consultarle -y sin que ella se diera cuenta- y dejaba siempre vacío el pote. Una tarde, mientras volvía a emprenderla con mi robo habitual, ella entró en la cocina y me vio. En ese momento pensé que se iba a enojar, pero solo se rió y me pidió que le guardara un poco para sus comidas. Desde entonces, ya no solo agarraba queso a escondidas y sin consultarle, sino que lo hacía enfrente de su cara. En ese momento, no me daba cuenta: ella me dejaba hacer y alimentaba mi travesura al reponer, todos los días, el potecito de queso rallado.

3. Cuando yo era chica y estaba en la primaria, me gustaba mucho jugar con la pelota y trataba de usarla en las tardes libres. Mi mamá trabajaba y, si yo no tenía actividades extraescolares, a mí solo me tocaba hacer la tarea y entretenerme. Sin embargo, aunque era divertido jugar sola, en general, prefería hacerlo con alguien. Es por eso que decidí obligarla a ella a jugar a la pelota conmigo. Y ella, incluso con bastón, hacía lo que podía, siempre en el intento de complacerme. A veces jugábamos con la pelota de fútbol y otras, con las raquetas de tenis. Y, aunque para ella era muy difícil, rara vez me decía que no. Cuando se cansaba, me preguntaba si la quería ayudar a cocinar, por lo que juntas íbamos a su cocina y yo cumplía feliz y enchastrosamente mi rol de asistente en la tarea.

4. Cuando ya no era tan chiquita y estaba por empezar la secundaria, ella dejó de vivir en mi casa. Sin embargo, cada vez que podía, yo iba a visitarla. Incluso si ella ya no podía caminar ni jugar a la pelota como antes, era bastante entretenido hablar con ella y con Irma, la amiga que se hizo en su nuevo lugar de residencia. Ella me preguntaba cómo me iba en la secundaria, si seguía tocando la flauta y se interesaba por mis clases de teatro.

5. Una tarde llegué a visitarla con mis nuevos brackets. Cuando me sonreí, su cara se transformó. “¿Por qué te pusieron esos alambres en la boca?” Fue muy difícil hacerla entender que era necesario, que era por mi bien, así que terminé por decirle, “mirá, abuela, están de moda, se usan”.

6. Y ahora viene lo mejor: cuando crecí un poco más, en cada encuentro, comenzó a repetirse una escena extraña. Ya fuera en mis visitas o en las que le hacía mi mamá sola, la pregunta que nunca faltaba era “¿tenés novio?”. Cada vez que me lo preguntaba, le volvía a responder que no. Al principio, la pregunta aparecía de tanto en tanto. Por eso, yo no le daba importancia. Pero, cuando se puso insistente, simplemente me reía y le volvía a confirmar mi respuesta negativa. Lo peor del asunto estuvo a cargo de mi mamá. En varias ocasiones y como broma, “mamita” le contestaba a ella que “sí” para que, en mi siguiente visita, ella me acosara con comentarios acerca de mi nuevo noviecito. Una auténtica historia de nunca acabar.

 

 

 

 

 

EL REGRESO

Anoche soñé con ella. Yo estaba en mi casa con una amiga de la primaria y jugábamos. En un momento nos detuvimos y yo le pedí a mi amiga que me acompañara al cuarto de ella. Cuando llegamos, estaban las puertas abiertas, como siempre. Ella, acostada sobre su cama, apenas incorporada, buscaba sentarse con un poco de dificultad. Yo dije “feliz cumpleaños, abuela”. Mi abuela Yita ya no se acordaba que era su cumpleaños, pero aún así me sonreía y me agradecía.

Este sueño me hizo acordar a su último festejo. Cuando cumplió 88, con mi mamá y mi tío, fuimos al geriátrico y le llevamos una torta. Acompañados por Irma, le cantamos y nos quedamos charlando unas horas.

Aún siento el eco de esas charlas. Es verdad: me pone triste pensar que ya no voy a poder vivir esas cosas, que no voy a volver a jugar con mi abuela, que no le voy a volver a hablar. Sin embargo, también estoy feliz. Estoy feliz de haber compartido con ella 16 años de mi vida, de que me haya visto crecer y de que me haya querido tanto como yo la quise y la quiero. A ella.

En verdad, en vez de quejarme porque se fue, prefiero celebrar que la tuve. Y, aunque dentro de varios años, tal vez se desdibuje un poco su rostro en mi memoria, siempre voy a tenerla conmigo. Mi querida abuela.

 

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