Editorial
Por Gabriela Stoppelman

 

“un viento generoso va recogiendo en una inmensa bolsa todos los sonidos, palabras y rumores de la tierra nuestra. El grito, el canto, el silbo, el rezo, toda la verdad cantada o llorada por los hombres, los montes y los pájaros, va a parar a la hechizada bolsa del viento. Pero a veces la carga es colosal y termina por romper los costados de la alforja infinita. Entonces, El Viento deja caer sobre la tierra, a través de la brecha abierta, la hilacha de una melodía, el ay de una copla, la breve gracia de un silbido, un refrán, un pedazo de corazón escondido en la curva de una vidalita, la punta de flecha de un adiós bagualero”(*)
Atahualpa Yupanqui

 

Hay un entuerto indescifrable entre el viento y la nieve. Pero el aire se arremolina en una queja. Un ruido sin escala desdibuja el curso de todos los idiomas. El alemán no me cabe entre los dientes y mi lengua madre me deja huérfana sin dar explicaciones.

En Weimar, una columna guarda las imágenes en continuado: los prisioneros llegan a Buchenwald, con la respiración ya confiscada en los vagones de transporte. Como bienvenida y sobre una mesita, se ha dispuesto un velador. A cada curioso que pregunta, se le explica: el artefacto fue confeccionado con piel humana. De prisioneros. Entonces, los deportados levantan la cabeza en busca de un punto de fuga, solo para toparse con el cartel de la entrada:

“Jedem das seine”

A cada uno lo que se merece. La meritocracia en su estado más desnudo, más vil.

El viento no cede en ese modo sospechoso de soplar su furia entre indiscernimientos. No claudica su batidora de miedos. Ahora una voz anuncia que estoy cerca: “Próxima estación, Buchenwald”. ¿Por qué vine? La sombra de mi padre no se anima a seguirme. Desde aquella tarde de 1938, cuando la familia hizo de apuro las valijas y hasta dejó sin embalar “el juego de porcelana”, papá huye. No para de huir. Hace años que murió y aún su memoria se escurre entre mis textos. Busco y busco y no puedo escribirlo. Su nombre tacha todo, ocluye cualquier curva más allá de los datos de su biografía y las escenas familiares. No puedo siquiera preguntarme quién no era, soy incapaz de ubicar el sitio de su ausencia.

El cielo está desplomado sobre un camino que no lleva a ninguna parte. El micro apenas se detiene para que yo baje. Y se aleja. El horizonte, también. Ninguna cosa coincide con mi imaginario, porque solo veo enormes copas de árboles sostenidas de la nada. ¿Dónde es el campo?, le pregunto a un hombre sin rostro. Estás casi adentro.

Gustav Klimt, Buchenwald

De pronto, una brisa a contraviento descorre el velo de la mirada. Allí está la estación de tren. Allá, la puerta. La voz del hombre sin rostro me indica que los barracones están cerrados, que ‘solo’ podré ver el sitio del antiguo zoológico -donde los nazis experimentaban con judíos y animales- algunas herramientas y la zona de las tumbas colectivas. ¿Por qué vine? La historia tantas veces escuchada toma cuerpo. Las botas que me costaron más de un sueldo le abren paso a la nieve. El paso se hunde y hay que andar con cautela, porque caer acá es volver a caer sobre lo caído, es mucho más que un accidente.

No hay fantasmas, no hay huellas de quienes aquí sucumbieron, no hay más que furor de viento, que ahora se ha vuelto silencio y, por eso, resulta mucho más temible.

Avanzo entre palas y carretillas, entre historias cribadas por el clima y el tiempo. Y llego hasta un cerco de árboles, una curva de altos y delgados guardianes vegetales, que rodean un pequeño bosque dentro del bosque. Cuenta la voz sin rostro que allí están las tumbas colectivas. No hay señales, no hay nombres, es nomás un colchón de muertos que alimenta el impulso hacia arriba de la vegetación. No hace falta sugestionarse, ni saber. Hay en los troncos de las hayas una escritura de asedios y urgencias, un texto encilindrado en la presencia de las cortezas, un cerco que resiste en los contornos de la espesura. Una biblioteca. Una inmensa biblioteca de pulsos y ninguna biografía.

Merodeos. Merodeo sin dejar de mirar atrás, sin miedo al castigo bíblico, pero con terror a perderme entre las líneas de esa fortaleza. Ando de acá para allá. Giro alrededor de un volumen. Retrocedo. Cuando me doy cuenta de que te busco, los estantes se vuelven infinitos. Está altísimo el lomo del único libro donde podría encontrar un rumbo para el deseo. Es absurdo continuar porque nunca estuviste aquí y la noche prepotea a la luz, ya a las tres de la tarde.

Alberto Greco, Papeles

Desde entonces, sueño con estirar la mano para alcanzar la forma de tu manuscrito, el tacto que se detenía al vacilar sobre una letra, la sangre que impulsaba a las venas a avanzar en la escritura, sin temor al desaliento.

Ahora es un regreso. Un imposible regreso a la parada del ómnibus que se retrasa y se retrasa. No puedo salir de aquí. Es decir, podría tomar el camino y andar kilómetros, nada me detiene. Pero soy incapaz de encontrar un rumbo entre estas páginas. El viento las descose, las rasga, las tienta con no estar, con ser simplemente la arrolladora tinta sin verdad y sin remedio, que se impregna en la tapa de cualquier diario.

El ómnibus llega con un destino amputado. Apenas intento subir, bajan las dos. Llevan los brazos descubiertos y para siempre tatuados con un número. Y me reclaman, sin palabras, que las acompañe hasta el portón de la entrada. Intento e intento, pero no puedo repetirme las cifras. Los números circulan a esa absurda velocidad que toma el infinito en las depresiones del terreno, el fuego desdice el orden del hierro, la biblioteca se expande y ahora es un cuerpo enorme que se abre en intensidades y arrasa, de un verso, toda cantidad.

Ernesto Neto

Gritan. Merodean. Agitan los barrotes del portón para inquietar a la memoria. Son viejísimas de futuro y me azuzan el aire dentro de estos inútiles guantes. Tecleo, tecleo sobre la página infinita, aunque todo vaya a terminar entre las garras del viento. Ellas, tozudas, también te buscan. No las amedrenta desconocer tu nombre o tu sitio en las genealogías. Ellas, tan antiguas de horizonte, cubren sus cabezas con un pañuelo blanco y, en el nudo bajo el mentón, cabemos todos sus hijos. Y es todo muy inestable. El puño cerrado de aquellas se continúa en el de estas, sólo si logro no perderme entre los anillos y las hendiduras del lenguaje. Sólo si puedo recortar la forma de una ráfaga, al costado del silencio.

Ahora estoy allí. En el mismo sitio de donde partí hace más de veinte años, pero ya de vuelta. El viento no cesa y vos seguís escurriéndote entre las páginas. Sos tantos que, de tan huérfana, ya no puedo ni decir ‘padre’. Hay gritos que no oigo, aunque los sospeche. Hay un botón de escritura en busca de su ojal.

Ernesto Neto

De sol en sol, una pandemia cede. De entre tantas y tantas impregnaciones, de entre tantos y tantos ciclos sin corte disfrazados de destino, de pronto, surge una hilacha de voz. El hombre sin rostro retrocede. Generosa, la altura de los árboles se inclina hacia un pulso. Por un rato, la inmensa biblioteca se pone discreta y propone una cadencia sostenible, un curso fuera del hielo.

Vine. Vine mecida en el ritmo del ‘para qué’, a desandar la pregunta, a empujarla hacia un sitio de nuevas filiaciones.

No corras más, viejo. No huyas.

Se oye un quiebre en la alforja del infinito.

 

 

(*) Agradezco a mi amigo Federico Cáceres, el envío de este fragmento, cuando necesitaba que me soplaran un poco de letra.

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