Editorial
Por Gabriela Stoppelman

Para Sibel Pagano, Gaby Díaz y Cecilia Illia

 

SI BEMOL, MAYOR

Hay seres que persisten en decir, aun desde el fondo de la memoria. Insisten en una espera activa. Son silenciosos aliados del azar y del tiempo. No definen, ni deciden, pero se anuncian como la curva expectante en la absurda linealidad de todo camino.

Sibel suena. No necesita regresar, porque siempre la llevo en un eco. Aún recuerdo el día en que descubrió la poesía. Hay una epifanía de la mirada, un acierto compartido en la forma de la luz que señala un movimiento de despegue, en algunos de los asistentes a los encuentros que organizo. El taller de escritura es un laboratorio para los sentidos. Los cuerpos se acomodan en las sillas, las manos se perturban sobre los anotadores, los torsos se yerguen, esbeltos de intensidad.

Sibel era la rebelión que cantaba. Ella lograba frotar las dudas entre las palabras, hacerlas chispear, volverlas llama primigenia. Cuando no escribía, siempre afirmaba el deseo de escribir. Y, cuando escribía, vacilaba en su horizonte. ¿Sirvo para esto? Servir, por servicio, claro, nunca por servidumbre. Errante, se probaba en el verso y se reclamaba en la prosa, se embarcaba en una historia para encontrar la urgencia del poema. En los bordes de cualquier género, llenaba cuadernitos con frases, con brotes para regar más tarde, cuando las penumbras se disiparan.

Hubo un tiempo en que se impregnó de sombras y, contra todo lo que ella imaginaba, entre tanta oscuridad, se le atoraron las palabras. Entonces, fue en busca del aire libre, de la distancia. “El verde” le llamaba ella, a cualquier espacio que le desenfantasmara la escritura y otros borradores.

Un día, muy joven y entre muchos despuntes, la interceptó la enfermedad. Ahí fue cuando comenzó un combate sin tregua, sin pretensiones de heroísmo, sin paz, sin subestimar el desconsuelo.

“(…) Comienzo por googlear el origen de la expresión “mala leche”. Se remonta a una antigua creencia: la leche con la que se amamantaba influía en el carácter. Por ejemplo, Aristóteles aseguraba que existía una cierta organización social, en base a la leche mamada. Así, los miembros naturales de una aldea eran quienes habían ingerido la misma leche. Por su parte, San Agustín recomendaba que los niños cristianos no fueran amamantados por nanas paganas, porque esto influiría negativamente en su fe. Los médicos también aconsejaban buscar nodrizas sanas, en cuerpo y mente. (…) ¿Y por qué me fue recomendado escribir sobre la mala leche a mí? Por la mala leche que me parió. Este último tiempo mi vida se trata de lucharle a una enfermedad. Y todo lo que planeé e imaginé queda en un plano muy lejano. Hoy tengo que sobrevivir… entre otras cosas.”

Sibel Pagano

Después vino una larga pausa en los encuentros, pero nunca la ausencia. El cáncer parecía haber cedido. Aunque, tramposo, se había puesto simplemente en pausa. Volvió, traicionero, como envidioso de tanto deseo por afirmar la vida. Y, a los treintaipico, a una cifra tan prematura que parece sin edad, a Sibel le sucedió eso que llaman morir. Por esos días, armé una carpeta con algunos de sus textos inconclusos, con fragmentos de mails y mensajes. Traté de unir los pedacitos para que su nombre no se dispersara. Ingenua de mí, ella ya resonaba en canción.

 

LAS FORMAS DEL AZUL

Las manos azules refugiadas en el calor de la taza de café. Las manos azules de invierno, de subir la cuesta arriba hacia mi puerta, de intentar la pendiente de baldosas que oculta el terreno primigenio: los montecitos audaces indisimulados, entre la urbanización y el tiempo.

“Esclerodermia. No es grave. Pongo las manos cerca de algo calentito y se me va. Esto no es nada al lado de lo que me cuesta escribir.”

Lo real no podía caber en la aspereza de un informe. Lo real tenía más deformidades que contornos. Lo real era una mueca que a veces se llamaba periodismo, a veces dato, a veces discordia, a veces amor. Lo real era un invento que se resistía a la ficción, o una ficción demasiado parecida a las historias de la calle.

Gaby Díaz era leal. Con una lealtad sin género, que la detenía siempre un paso antes del último capítulo, de la última materia, de la última decisión. A veces me parecía que para ella la escritura semejaba a una enorme mansión donde, de tanto en tanto, se alquilaba un cuarto. Le gustaban esas vacaciones, pero no imaginaba ese espacio como un sitio para vivir. La reclamaban Las Abuelas, “Teatro por la identidad”, las vacilaciones del amor, los viajes sin fecha de regreso, los tanteos entre los otros, las impiedades, el horror.

De mucho atender reclamos, a menudo, se aturdía. Y, entonces, muy tempranito a la mañana, me avisaba que había escrito algo, “una cosa”. Obviamente, no le gustaba. “¡Pero cómo me gustaría que me guste!”

Escribir no era lo de Gaby. Entonces, buscamos en la lectura una excusa para sostener un vínculo tan esporádico como intenso. Intenso como el dolor en el cuerpo, como un tratamiento que le destrataba el ánimo, un azar que la interceptó sin defensas, sin darle tiempo a recomponer sus partes.

Gaby Díaz

Tomamos un café, cuando arreció la tormenta. Celebramos la vida, el habernos conocido, juntamos las manos y retomamos el color de la charla.

Después, hubo un mensaje en el teléfono. Un “te quiero mucho” que sonaba admonitorio. Un temblor sin color, una vil tachadura en los días.

Se suceden los inviernos, llegan otros alumnos. Cada vez que uno entra y se alivia el frío contra una taza calentita de café, regresa tu nombre. Azul.

 

VUELTAS NEGRAS, PÁJAROS DE PIEDRA (*)

Condorcanqui avanza con paso firme hacia Constitución. Lo reciben las chicas del barrio, no como a un enviado ni como a un dios. Lo bienvienen con la hospitalidad de quien se sabe ser con otros, en otros. Lo atienden con la gratitud de la palabra comunidad.

(En yagan, azar significa “gracias”).

La novela de Ceci está llena de recibimientos. Donde las puertas no se abren de par en par, reina la trituradora del poder. Fuera de eso, el espacio es abierto, ondeado en perturbaciones para la mirada, lleno de pequeños huecos donde acurrucar infinito. Y, así de amplios los paisajes, era difícil llegar a Ceci en lo estrecho. Más de ocho años de taller de escritura fundaron una cercanía en la distancia, un íntimo desconocernos, un entrañable no saber demasiado una de la otra.

Eso sí: nos encontrábamos en el placer de estar en camino. Jamás tuvo ansiedad por terminar un libro. Por eso terminó su libro. Jamás se perturbó por el abanico en que se abrían sus historias. Por eso, encontró el don de las tejedoras. Jamás la inquietaron los caprichos del mercado y las veleidades de los reconocimientos. Por eso, late algo originario en el final de cada uno de sus párrafos.

Escribir era otra cosa que hacía, por fuera de su trabajo, pero nunca un entretenimiento. Escribir resultaba un placer donde perseveraba con el tesón del deseo. Así, cuando “este problemita que tengo” ya galopaba en su cuerpo y le acortaba las duraciones, me escribió un último mail. “Reservame el horario, voy a continuar el taller”.

Cecilia Illia

Pasa el tiempo y se contorsiona. Pero los lunes a las cuatro y media de la tarde, siempre se cuela un nombre. Venís con Patricia, a puro parlotear en la vereda, mientras esperan que yo baje. Allí las veo, en la risa de un instante que fuga de los relojes. Qué lindo es estar juntas.

(En yagan, azar significa “gracias”)

Azar.

 

 

 

(*) Novela de Cecilia Illia.

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