La intensidad: EDITORIAL
Por Gabriela Stoppelman 

Para Teresa Merenlender
Para Miguel Ángel Cáceres
Para todos los objetos huérfanos

 

EL ABRAZO DEL VACÍO

Al desenroscar la tapa, huele a infancia. Por entonces, los desparramaba sobre la colcha de la cama matrimonial, la única que permitía desplegar un juego sin reglas durante un tiempo indeterminado. Los que más me preocupaban eran los huérfanos, los impares, los que habían perdido a su mellizo en el puño de una manga o en una camisa descartada. Como fuera que los encontrase, yo insistía en ubicarlos de a dos. Si no hallaba el par, seleccionaba a los más parecidos entre sí y les proponía una amistad, un modo de acompañarse hasta el regreso el pariente perdido.

El juego se interrumpía a la hora del almuerzo. Entonces, los devolvía rápidamente al interior del frasco, amontonados, casi sin poder respirar. Pero jamás, solos. Durante la comida, sin embargo, no los olvidaba. Me obstinaba en recordar a qué prenda había pertenecido cada uno, me preguntaba si tal vestido estaba a la espera de reparación, o si mi madre había sido capaz de cambiarles el modelo a todos los botones de alguna prenda. Eso me parecía de una crueldad inaceptable, un desarraigo forzado de un territorio natural, una escena de una tristeza sin par.

Lo peor sucedió una tarde, mientras observaba a mi vieja acomodar la ropa en su placar. Sus prendas eran para mí el perfume de su presencia, el contorno de su silueta, las embajadores de su abrazo cuando ella se iba a trabajar o de compras. Lo que faltaba en esos vestidos y sacos nunca lo asocié a la ausencia, hasta su muerte.

Estaba ella, entonces, ocupada en ordenar, descartar y clasificar, cuando lo vi. Era un saquito liviano, rojo, incapaz de abrigar ningún invierno. En el cuello del lado derecho tenía un solo botón. Nacarado, con tintes naranjas y oro. Del lado izquierdo del cuello, su correspondiente ojal. Y, después, no más. “Se usa abierto”, dijo mi madre, atenta a mi expresión. Pero no era eso lo importante. Lo terrible, lo insoportable resultaba tener frente a mí a un botón tan espléndido, tan único, tan grande y tan inacompañable. Tan solo el ojal, es decir, el borde de un hueco, lo abrazaba de tanto en tanto.

Me fui a llorar a solas, aferrada al frasco de botones, que aún conservo entre las cosas de mi madre sin mi madre.

Sincronías, el día que recordé a ese botón tan impar, en Buenos Aires, murió Diego Armando Maradona.

 

TRES, PARA UNA ETERNIDAD

No es cierto que esperen. Perseveran, insisten, subsisten. Los objetos que han quedado sin sus dueños son libres de cualquier sentido de propiedad. Pero no toda relación entre las cosas y las personas reproduce el vínculo patroncito-súbdito. Hay impregnaciones, lazos de cuidado, puentes con el enigma e -incluso- sinrazones, que permanecen adheridas a las formas, cuando el ratito que nos toca en este mundo se acaba. Este reloj, por ejemplo, es de Miguel Ángel Cáceres.

Su tiempo porfía en un aro de luz, a pesar del peso enorme que sostiene sobre su cuerpo. Una balanza metálica busca un difícil equilibro sobre la esfera. Lo que transcurre se escurre, la línea desgrana en puntos y arena los ojos de la memoria. Pero un extraño suceso del metal despunta desde su centro. Una flecha asciende sobre un fondo oscuro, una dirección que solo señala hacia la noche de lo posible, de lo que sigue, de lo que aún falta.

La eternidad, así, es un cruce de caminos, entre un círculo sin pausa, un aplomo sin patas y un ascenso libre de todo cielo.

 

Cuestión de interrumpir la quietud de los objetos con una mirada y darle cuerda al texto que, lentamente, se desovilla. ¿Somos nosotros los lectores o los leídos?

A ver, Don Cáceres: ni su hijo, Federico, ni su mujer, Liliana Montenegro, conocen el origen ni la historia de este reloj. Vamos, entonces, a darle un buen destino en la escritura.

 

CONDUCTA IRREGULAR

Taty Almeida. Fotografía, Diego Grispo

Ya son varios años de entrevistas anartistas, y el tacto memora tanto como los ojos. Recuerdo a Taty Almeyda acariciar la tinta con que su hijo escribió unos bellos poemas, que ella no conoció hasta la desaparición de Alejandro. “Tocá, Gaby, tocá”, me decía, mientras la poesía temblaba entre sus manos. Yo comencé a seguir los versos con las yemas de los dedos, a caminar un curso de lenguaje ya transitado y, a la vez, lleno de horizonte.

Pero aún quedaban otras intensidades por compartir. Al rato, Taty comenzó a rebuscar en unos cajones y encontró otro cuaderno escolar de Alejandro. Más que las felicitaciones, parecían divertirle las observaciones acerca de la indisciplina rebelde de su hijo. Esta vez, hizo un cuenco -una cuna, creí ver- con sus palmas, donde apoyó el recuerdo, para mecerlo ante nuestros ojos.

Cuaderno de Alejandro Almeida, hijo de Taty. Fotografía, Diego Grispo

Nos quedamos callados. Y sucede casi siempre: cuando nuestras voces hacen pausa, los objetos comienzan a parlotear. Es así, el silencio es imposible. Si estás vivo, el silencio es el murmullo de fondo tras el eclipse de tu propio sonido.

 

LA COCINA DEL TIEMPO

Y ahora resuena otro eco de Madre. Sarita Rus hace repiquetear sus manos, antes de levantarse y, pausadamente, ir en busca de las ollas donde su madre le cocinó, cuando ambas fueron liberadas del campo de concentración, al fin del Segunda Guerra Mundial.

Sara Rus. Fotografía, Diego Grispo

Son tantos los ojos que nos observan desde esta foto. Los de Sara, cuya mirada es una continuación de la narración en forma de luz. Los de los retratos, en los estantes: su hijo desaparecido, encandilado por el sol de esa tarde. Su hija, sus nietos, sus bisnietos, su “quiero retruco” lleno de vida, frente al odio nazi. Pero la vista más inquietante sacude desde el fondo impecable de una cacerola hija y de una cacerola madre. Sincronías o azares, una vez más. La olla más pequeña y la más grande están llenas de futuro y de memoria. Será por eso que una mano de Sarita muestra la palma y la otra, el dorso: cara y ceca de una lucha incansable.

Regreso. Este mate se lo regaló Federico Cáceres a su padre.Está listo. Por la bombilla, discretamente, asciende un reverso de la ausencia. Circunda todo el contorno de la boca, sin decir una sola palabra. Y, sin embargo, se ve tan elocuente. Las guardas custodian el giro, para que haya algo en estos ciclos -meta estar y desvanecerse, estar y desvanecerse- que tenga la fiereza de un puño en combate. O la ternura de una infusión, al entibiar el frío de lo que falta.

 

Por mi parte, a la vez que se entreabre una promesa, un abismo funda el desfasaje entre la cubierta y el cuerpo. Vieja “lata de galletitas con boina”, cuántas veces te tuve agarrada desde el pompón; cuántas, te vacié de merengadas y chocolates. Ahora estás por decir algo. Es un chirrido, un chasquido de lo huido en lo que llega. Una marcha al borde de mi escritura: delgada línea de intensidad, grito huérfano y soberano de tantos objetos entrañables.

 

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