El miedo: sobre barrios e infancias.
Por Esteban Massa

 

BARRIO FANTASMAL

“Pero cuando puedas vuelve
porque acecha tu fantasma jugando a las escondidas
y yo estoy muy viejo ya“
Silvio Rodríguez, cantautor, guitarrista y poeta cubano

Pongamos las cosas en contexto. No es lo mismo el tren fantasma al aire libre que el padecido por los pibes que supimos de qué se trataba el Italpark. En ese marco, mis miedos se remiten a la infancia. En contraposición con quienes dicen que la vejez acrecienta el temor a la muerte, en mí, decrece.

El porche de la casa en que me crié era el espacio de largas tardes de verano: las figuritas, la payana, el silencio de la siesta interminable, el pitido del heladero, el sonido de alguna ramita que rebotaba en la vereda despareja. Desde allí, podía espiar si mis amigos salían a la calle, sigilosos, en escape tenso de abuelos fundamentalistas del descanso siesteril, post comilona y vino con soda. El lugar de encuentro: la esquina, el arco (dos árboles) y la pelota de cuero.

El banquito en la puerta de la casa de Don Claudio avecinaba la mateada con la patrona y la posterior y enérgica salida de Claudito, a pedalear por la vereda de vainillas amarillas. Y la sonrisa que casi ahorca, el grito para que me vea y el día que empezaba a tener sentido. Los silencios mutaban en bulliciosas vigilias de atardeceres. Salir de ese lugar era una aventura para el cuerpo: aparecían olores ausentes, ruidos acallados, un barrio que amanecía por vez segunda a las cuatro de la tarde.

El porche tenía una ventana con postigones de madera pintados -o despintados- de color blanco, y rejas gruesas, a las que trepábamos con mi hermano, como monos en celo. El piso era resbaladizo y correr sin caer resultaba una aventura de alto riesgo.

Sin presentarse, sin hacerse oír en la inmensidad de la siesta, el miedo apareció. Fantasmal. A una hora no habitual, con su vestido floreado y su pelo entrecano suelto, mi abuela me llamó. Mi hermano no estaba en el porche donde hacía un rato aplastaba figuritas de “Titanes en el ring” contra el piso.

-Estebita, tu hermano se cayó de la reja y tu mamá lo llevo al hospital.

En la escena éramos tres: Lela, yo y, acodada en el umbral de entrada, ella: la muerte.

 

GATO NEGRO

“Sospecho que esta vez me toca a mí
pagar toda la puta fiesta
Un gato me cruzó, negro y puntual
y no lo pude esquivar.”

“No puede servirme de nada
ganar todo el mundo así…
si pierdo mi alma nada va a estar bien.”
Indio Solari, “Tsunami”

Santiago volvió a casa después de unos días alargados por la incertidumbre. “Asma”, dijo el doctor. En el porche estaba todo igual, salvo un detalle: una cajita de madera en un rincón y, dentro, las formas del miedo en trozos deformes de plastilinas multicolores.

Todo había sido certezas hasta ahí, pero la bruma intensa desde el río Reconquista traía en sus bolsillos los aromas de la posible ausencia. La muerte es eso, la ausencia de presencia, por lo tanto, el miedo oscuro y pegajoso impregnaba mi aire.

Silencio de siesta, bullicio de atardecer. Y ella, en el cuerpo. La panza estrujada, el ovillo de lana con el que jugaba el gato desaparecía entre el vapor de la cacerola, y se posaba en mi garganta.

La bocina del tren se escuchaba a lo lejos, era la hora en que mamá volvía del trabajo. ¿Regresará? ¿Le habrá pasado algo? Desde la esquina de mi casa, se veía -en línea curva- la estación del ferrocarril. Respiración contenida y el abrazo de mi abuela, que me llevaba hacia el recodo. Entre los olores a malvón y ruda, verla venir era renacer, al menos por un rato.

Resulta curioso: la muerte no me buscaba a mí. Su misión era perturbarme. La cajita, en el rincón, y yo, sin poder rozarla con la mirada.

 

CENIZAS DE PARAÍSOS

“Ya están aquí, los vi,
fantasmas de juventud,
llegan para despedirse de mí”
Indio Solari, “La oscuridad” 

Mi hermano respiraba todas las putas noches que fui a escuchar el chirrido del asma, solo para constatar que no había muerto. Mi madre volvió todas las tarde-noche de su vida. Mi viejo nunca murió en una pelea callejera, o mientras jugaba al fútbol.

La que abrió la caja con plastilinas multicolores fue mi abuela, una tarde amarilla, del mes de abril de 1985. En el porche, las cenizas que me había dejado la inmensa muerte. Ya no fue más incertidumbre oscura, brea sucia sobre mis ojos. La negritud del cielo encapotado abrió un hueco liberador. Levanté la vista, me sonrió, cuando se escuchaba el pedalear de Claudito, el ruido de las payanas al rebotar sobre las baldosas, una respiración más lubricada y los pibes que me llamaban a los gritos.

Desde allí, ella levantó el pulgar y, con la otra mano, me arrojó una pelota de todos los colores posibles. La atajé y corrí con furia hacia la esquina. El arco que formaban dos paraísos estaba ahí y mis amigos, a la espera:

-¿Qué haces, Esteban, con esa pelota de plastilina?

 

“Y nunca más… (ella sigue allí)
Ya nunca más tendré miedo… (luz crepuscular)
Cuando esa luz que crece en mí,
sea la que domine el cielo…”
Indio Solari, “La muerte y yo”

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