El miedo: EDITORIAL
Por Gabriela Stoppelman

 

Una brisa cálida atraviesa el pasadizo del frío. Un túnel, una abertura, una chance se hace espacio entre temblores. La sed que puja, lucha, persevera, aun cuando la tormenta es persistente, astuta y extensa.

Pero en la zona de umbral, entre el deseo y anverso, temo.

Tengo un miedo alerta ante los magistrados chiquititos, subidos a un poder muy grande. Veo los fajos de la justicia desplegar espectáculos costosos para fines baratos. Veo los ojos de buey sobre la espalda de ridículos espías, inflamados de gimnasio. Los veo machacar la saña contra los hijos, desplegar la furia de su mortero mafioso sobre las crías, amenazar a las madres, aturdir para aletargar memorias.

Tengo un miedo caliente ante las cintas que transportan y transportan la producción en serie de las imparables fábricas de lenguaje. En el origen, entran sentidos chiquitos que, en los finales, a las puertas del mundo, aparecen embalados en cajas enormes, con ese glamour triste de la estrella maquillada.

Tengo un miedo sordo ante el ceño fruncido del capricho edulcorado en mecánicos modales. Los buenos días y los por favores, como preámbulos de la bilis diaria, como epílogos de una larga saga de cultivadores de ausencias.

Tengo el pie en el borde de una baldosa que recuerda a tres desaparecidos, frente a un edificio en la calle Bacacay: Mario Alfredo Frías, Patricia Clariá y Liliana Patricia Griffin. La baldosa la imagino, porque ahora está abrumada bajo pesadísimas bolsas de escombros y basura. No puedo leer sus nombres, pero soy capaz de entreverlos en la brevedad amable de la letra que se escurre entre la escoria y el desecho. Hace 45 años, una patota cortó de un tajo, tal vez, la ronda de un mate. Alguien arrastró al terror desde el desván de la vigilia y acribilló el tiempo en muertes prematuras. Alguien, algunos, se aliaron a las sombras descosidas de la luz y los cargaron como a fardos de escombros, lejos de todo contorno de las horas, fuera de cualquier zona de construcción.

Pero ahora tengo eso que vienen a tener los que no creen tener nada. Tesón que avanza en la alianza de amistad regresada a marcar la calle con el paso de la letra, con pequeños mosaicos de colores, junturas, fisuras, geometrías desbordadas de las fórmulas y servidas sobre el asfalto, como manjar al paso.

Tengo una sospecha que horada al miedo. Una punta del día delata el temor que tienen los temerosos a ser arrasados por su propio miedo. Levantan almenas, fosos, trincheras. Pero, de tanto en tanto, la tarde se derrumba en un aluvión de escoria. Y, entonces, anochecen intrigas, entuertos, estafas, rencores mal digeridos en innecesarios perdones, imperdonables pátinas de opaca verdad, rituales y tradiciones volcados sobre la fragilidad de los anómalos, los audaces y los temerarios.

Tsung-Lin Wu

Desasida de las pretensiones genealógicas de carnets y apellidos, des-tenida de las formas extorsivas del amor, ¿podré ahora habitar este instante?, ¿ser en otros, en el discurrir de la frase?, ¿podré no patalear soledades, con solo no ceder a borraduras? Claudicar la altura del nombre, los créditos de la idea, el copyright de la sonrisa, la competencia en la palabra justa. Y ser el abrazo, la aspereza y la suavidad de la palabra sin packaging, el tránsito sin urgencias de horizonte, ni peajes en las piedras de los puentes.

Un miedo caliente, alerta, vociferante, expuesto, no entregado. Ni suicida ni rehén. Un deshielo no libre de torpeza, no impedido de apuestas.

Un desmiedarse de a poco, un tunelear la tristeza.

Un reencontrarnos sin apellido, al pie de la baldosa, que nunca calla.

 

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