DEBERES

Un cuento de Sonia Santoro

 

Esa mañana Juana manejaba atolondrada, aunque con movimientos seguros, casi varoniles, la vieja chata del papi.

Ya había levantado al viejo, le había dado té con galletas secas sin sal – tiene la presión alta- y había cambiado sus pañales, se había meado tanto esa noche. Se dijo a sí misma que no le daría sopa nunca más antes de acostarlo, porque a veces con tal de no oírlo rezongar le daba los gustos y después pasaba lo que pasaba.

La cama también estaba meada y hubo que sacar sábanas, frazadas, colchón y al propio viejo. Puso todo en el lavarropas, empujando a presión para que entrara en un solo lavado, mientras el viejo desayunaba. Le armó la otra camita y tuvo que pelear con él para acostarlo ahí porque el papi conoce su cama. Está viejo y senil pero hay cosas que no se olvida.

Recalentó un guiso de arroz y carne con huesos que le había preparado a los perros; se lo puso en las ollas escarchadas de losa en la que comían y les dijo que ya volvía. “Cuidá la casa”, dijo a la Rita, la perra doberman, la más obediente y fiera.

Antes de salir a la ruta, recortó unas cuantas hortensias rosadas del frente de la casa, que en esa época se ponían tan lindas y turgentes, y armó un ramo digno de un cuadro de Van Gogh. Una vez había visto el cuadro de los girasoles y había pensado qué bien hubiera pintado ese hombre las hortensias del frente de su casa.

Juana salió decidida. El viento y el sol le cegaban la vista. Iba con los ojos achinados. El pelo revoloteaba alrededor de su cabeza, lanzando llamaradas.

A un costado de la ruta, un cordón montañoso la custodiaba. Cerros compactos y parejos que se levantaban como chocolate dibujado por el viento. Luego otro cordón verde, un poco más alto, que por momentos parecía un colchón de pasto de granas.  Más acá, bien cerca de la ruta, al menos un millar de cactus la veían pasar con sus troncos gruesos y quietos desde hacía cientos de años y sus brazos alzados hacia el cielo, como quien saluda al sol. Del otro lado, centenares, miles, millones de piedras opacas, de color ceniza, parecían haber sido desparramadas allí, como quien tira unos copos de cacao sobre esa torta majestuosamente pintada que es el lugar donde ella vive. También había algunos montoncitos amarillos al costado del camino: los pastos secos.

De vez en cuando Juana atravesaba badenes.

Un cartel anunció “Río Chapuel” y la ruta pasó puentes sin baranda desde los que podía ver cauces vacíos, repletos de piedras secas.  No había árboles, arbustos, hojas verdes. Parecía que nada vivía en ese lugar.

A su izquierda, había pequeñas montañas en colores pastel -ocre, amarillo, rosado- atravesadas por  una veta que rompía el diseño natural.

De todo ese paisaje Juana no registraba mucho más que lo que accionaba directamente sobre ella, como el viento, que levantaba tanta tierra esa mañana que la obligaba a achinarse cada vez más. O como el sol, que calentaba su pecho a través de una polera de algodón con algunas motitas de tan vieja.

Ella no veía nada de ese horizonte impresionante, capaz de determinar el ritmo, las pulsaciones y las ambiciones de la ciudad, porque hacía 60 años que vivía allí, con esas montañas, con la naturaleza tan metida en su vida; en esa casa que todavía tiene algunos cuartos construidos con paredes de adobe y el color rosa viejo tan común en el norte. Algunas casas fueron blancas alguna vez en su barrio pero el viento fue capaz de insistir tanto levantando la tierra colorada, que quedaron teñidas para siempre.

A los 15 kilómetros, Juana pasó una hondonada, tomó la primera curva con destreza y al pasar la segunda, después del cartel de “curva peligrosa”, frenó como venía al lado de una ofrenda a la virgen del Valle. Era una capillita mínima, un cuadrado hecho de ladrillos con un techo a dos aguas. Una puertita de vidrio -que ahora tenía un candado porque alguna vez alguien se había llevado a la virgencita y ella tuvo que tomar sus precauciones- impedía que la abrieran. Aunque cualquiera podría romper el vidrio, los creyentes no se animaban a profanarla de esa manera. Algunas flores secas pendían de sus hendijas y estaban recostadas en la base. Había monedas desparramadas al frente y a los costados y muchísimas botellas con agua. No sabía por qué le ponían agua, si la confundían con la difunta Correa o qué, pero lo importante era que no estuviera sola.

Le sorprendió encontrar detrás un cactus de no más de 20 centímetros metido en media botella de gaseosa vacía que hacía de maceta. Este es nuevo, pensó. Venía cada domingo. También reconoció una medallita de la virgen de Luján y se maravilló de la cantidad de gente que todavía  creía. Se la puso en un bolsillo, tampoco iba a dejar que algún chango atrevido se la llevara. Ya le encontraría un buen lugar.

Bajó su ramo de hortensias, que reposaba sobre el asiento de la chata. El viento le hizo complicadísimo abrir y cerrar la puerta. Cómo haría para que no se volaran sus flores. Se acordó del candado. Buscó la llavecita en la guantera de la camioneta, otra vez sintió el golpe de la puerta abierta por el viento, y vuelta a cerrarla empujando con mucha fuerza, como si estuviera tratando de hacer arrancar un auto que no funciona. La llave estaba donde debía. Abrió la puertita y dejó tres hortensias. No entraba el ramo entero. Sacó las flores secas y las tiró al barranco que se abría apenas un par de metros atrás de la capillita. Acomodó las monedas en un tapercito que había llevado para eso y volvió a la camioneta. Cuando estuvo por fin adentro de la cabina, respiró. El viento no le había dejado más que hacer movimientos decididos y prácticos. Se quedó un rato en la camioneta abrazada al volante.

Era raro que ella estuviera quieta alguna vez, siempre estaba haciendo cosas y cuando no tenía que hacer daba vueltas sobre sí misma, como su perra antes de acostarse. Se podría decir que ése era el único lugar en que se daba unos pocos minutos para el reposo y para no estar pensando en lo que debía. Alguna vez en ese rincón perdido de la montaña, sentada en su camioneta, se reprochó esa forma de ser. Pero eso duró apenas unos segundos. Hacía unos 20 años, más o menos la misma cantidad de segundos habían alcanzado para tirar por el barranco, junto con el coche, su ilusión de amor con el Alcides y la promesa de una vida juntos, criando a la changuita que todavía no era siquiera, pero qué ganas tenía ella de que fuera; una chaguita con rollitos y cachetes inflados para apretar de gusto. Pero el pavo del Alcides, por esquivar un zorro, había tirado todo por el precipicio.

Y cómo era posible, le dijo al médico, que su changuita no sobreviviera, si Juana estaba tan bien y el propio Alcides y hasta el auto nuevo que el Alcides quería probar. Y cómo era posible, le decían el papi y sus hermanos, que estuviera tan triste si después de todo no había pasado nada.  Si estaban sanos y salvos los dos, y hasta el auto había salido ileso.

Así había sido nomás, que un estúpido zorro le había robado su promesa de ser madre, cuidar a una changuita, pasarse la tarde mirándola jugar con los perros o con unas hormigas, qué más daba, peinarle las trencitas para ir al colegio y hasta plancharle los delantales marcando las tablas bien derechitas.

Y cómo era posible que no pudieran seguir juntos, dijo el Alcides, que era un buen tipo, pero quién quiere a un buen tipo si no tiene changos. Para tipos que cuidar, suficiente tenía con el papi, que bastante pesado era porque aún a los 40 años, ella había tenido que andar ocultándole un novio y más todavía un embarazo.

Así fue como Juana se quedó en casa, soltera, cuidando perros, gatos, cambiando pañales extra largey dando de comer en la boca a un viejo que no podía nada ya, pero que ella tampoco podía dejar de cuidar.

Lo de la capillita para la virgen fue una idea de ella, y lo último que hicieron juntos con Alcides. Había tantas a lo largo de la ruta que quién iba a preguntar de dónde y por qué había aparecido esa virgencita ahí. Ese altarcito rústico la calmaba. Se sentía orgullosa de haberlo hecho. Era algo propio y único. Nadie sabía a dónde iba Juana cuando se perdía en la ruta.

Por fin arrancó la camioneta. Se había demorado más de lo previsto, salió apurada. Las hortensias, en su falda, se zarandearon todo el camino. Las pondría en la mesa del comedor. De pasada, compró unas limas, al papi le gustaban. Y entró a casa contenta, aliviada, recompuesta.

Todo estaba en silencio, como siempre, pero distinto. Se ve que el viejo había apagado el televisor. Tampoco vio a los perros. Buscó un florero en la cocina, dejó las limas, preparó las hortensias en la mesa y recién después fue para la pieza del papi.

Cuando se asomó, vio que el viejo no estaba; tampoco la cama que le había armado. Las frazadas y sábanas estaban tiradas en el piso y el colchón quién sabe dónde. Tuvo miedo.

-¡Papi! –gritó y corrió para el fondo. Tuvo que pasar por el pasillo, luego el comedor, la cocina, el lavadero, el patio lleno de parras para poder verlo. Allá estaba, bien al fondo de la casa, secundado por los dos perros. Los animales ladraban hacia un fuego espeso que lanzaba humo negro de a espasmos, al tiempo que el viejo lo atizaba con un palo. Estaba quemando el colchón.

-¡Papi, que hacés! –le gritó, mientras corría hacia él.

Los perros no la reconocieron hasta tenerla encima. Tampoco el viejo, pero cuando la tuvo cerca y pudo saber que era la Juana, levantó el brazo y amenazó con pegarle.

-¡Dónde estabas vos! –La increpó, como si fuera un chica; así la había torturado desde que se había hecho señorita – ¿Con quién saliste?

-Papi dame ese palo, qué estás haciendo –pero cuando ella se abalanzó para tratar de quitárselo, él dio un paso hacia atrás. Trastabilló un poco casi sobre el fuego pero se mantuvo firme, como el palo, y le amagó otra vez como para pegarle.

Los perros ladraban de vez en cuando al viejo. Los perros eran de Juana. Pero también le tenían miedo a él, que les había pegado más de una vez y hoy volvía a hacerlo cuando le daba la gana.

Así estuvieron durante un largo rato. Ella tratando de persuadirlo y odiándolo cada vez más por eso y odiándose así misma por haberlos dejado solos tanto tiempo –el padre y los perros a veces estaban en la misma categoría. El recriminándole por haberse ido por ahí, con alguno. Los dos estaban cada vez más furiosos y esto a su vez enfurecía a los perros, que en cuanto el viejo volvió a trastabillar, se le tiraron encima y empezaron a morderlo, a ladrarle y a rasguñarlo por donde podían.

El viejo había caído sobre las brasas en un borde del colchón encendido y ella se quedó unos segundos mirando lo que estaba pasando sin saber qué hacer. El viento seguía haciendo lo que quería con la tierra y con su pelo.

-¡Papi! ¡Salgan de acá! -Les gritaba alternativamente al padre y a los perros. Hasta que agarró el palo y trató de sacarlos a empujones, pero los perros no respondían, estaban enajenados. La Rita se había prendido de una pierna del viejo y sacudía su cabeza como para arrancársela. El Juancho, un policía cruza con quien sabe qué perro porque tenía una cabeza y unas patas descomunales, estaba sobre el pecho y se agarraba del piyama y los antebrazos. El viejo se defendía, a sus 85 años era todavía un tipo duro y daba batalla.

El fuego ya empezaba a quemarlo y Juana corrió a buscar la manguera pero no la encontró. Entonces fue a buscar un balde y sacó agua del pozo que tenía para los perros pero cuando llegó al fondo de la casa había perdido la mitad. Volvió a buscar más, abrió la canilla y puso el balde para que se llenara, el papi seguía luchando más allá, y la canilla que daba tan poca agua. Este verano ni las bombas alcanzaban para que pudieran tener agua todo el día. En eso pensaba, mientras les gritaba a los perros que pararan.

Cuando estuvo bien lleno el balde, fue caminando despacio para que no le pasara lo mismo.  Se paró frente al viejo y echó dos baldazos de agua que lograron separar a los perros. Rita y Juancho dieron unos pasos para atrás y se quedaron mirando al viejo con la lengua afuera, jadeantes, como la propia Juana, que no podía verse, porque veía al papi, ahí tirado y gritándole todavía a los perros y a ella.

-¡Traeme la escopeta, traeme la escopeta que los mato! –fue lo primero claro que le escuchó decir al viejo después de haberlo liberado. Los perros se habían metido al lavadero, como sabiendo, como presintiendo que algo malo vendría, porque el viejo sí que había sabido hacer maldades. Pero esta vez no, se dijo Juana. Con los perros no.

Ella, que estaba a punto de darle la mano para levantarlo, decidió tomarse un tiempo. Se sentó mientras miraba cómo el viejo se corría de la línea de fuego del colchón. Se aplastó el pelo con las manos y lo ató en una cola chica, detrás de la nuca. Después se levantó y fue hacia la casa.

Fue como si ya lo hubiera tenido previsto. Sin dudarlo, llamó por teléfono a su vecina, la enfermera que conocía cómo funcionaban las cosas del Pami. La que sabía dónde había que llamar para conseguir lo que los viejos necesitaban y que ella nunca había contratado porque era la hija menor y para qué estaba si no era para cuidar al padre.

Mientras hablaba, miró las hortensias y volvió a sentirse contenta. Mañana cambiarían algunas cosas. Fue a ver cómo estaban los perros, echados debajo de una mesa vieja del lavadero. Les tocó la cabeza y las orejas. Los perros levantaron el hocico aceptando los mimos.

En el fondo resplandecía el fuego todavía, cada vez más denso. El viejo seguía gritando:

-¡Traeme la escopeta de una vez, te digo, Juanaaa!

Juana no le contestó.

Supo que detrás de ese pequeño paisaje familiar, lejos del barrio más viejo de la ciudad  -más allá del centro, por el oeste y el norte-, las montañas que franqueaban el valle tenían un color dorado como pocas veces.

 

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