El matrimonio ideal

Los matrimonios felices son tan comunes como los unicornios. Existen, sí, matrimonios bien avenidos, que aunque sean raros como los chimpancés albinos, todos alguna vez los hemos visto. Yo, que me he casado dos veces (casado al menos en el sentido etimológico de montar casa aparte con una mujer), y cada vez he convivido durante once años (como si ese límite fuera una fecha ineluctable de caducidad), puedo decir que es posible cierta armonía conyugal que hace más llevadera la vida. No todos los días del mes ni todos los meses del año, pero sí en un promedio agradable que está por encima del sesenta por ciento de los días, los meses y los años. Cuando pienso en el matrimonio, mi memoria vuelve siempre a la célebre frase de Tolstói sobre las relaciones de pareja formales: «Los matrimonios felices se parecen todos; los infelices, en cambio, lo son cada uno a su manera». Pero si uno se pone a observar y a pensar en qué se parecen todos los matrimonios felices, para tratar de extraer de ellos la esencia decantada que nos revele el secreto de la felicidad conyugal, lo que encuentra, en general, más que el amor apasionado (que es una flor efímera que dura si mucho siete años —hay estadísticas—), es un acuerdo sensato de mutua tolerancia, de libertad bajo palabra, de sexo entre agradable y rutinario, de tierna amistad y de proyectos comunes donde los hijos juegan una importancia central.

Cuando se nos pide que hablemos del matrimonio, como hoy en día es una institución tan desprestigiada por la costumbre casi universal de la separación, tenemos la tendencia a ser más ingeniosos que inteligentes, y a suprimir cualquier pensamiento sensato en aras de una buena frase. El tema se presta para soltar una sentencia tras otra, pero entre tantos fuegos de artificio verbal, no llegamos a tocar el meollo del asunto. Y el fondo del asunto es que con nuestra psicología humana (heredera directa del ciego comportamiento animal), no es posible diseñar ni en la cabeza ni en la realidad un matrimonio ideal.

En el país de los ángeles (donde no existen ni la psicología, ni la naturaleza humana, y tampoco los embates violentos de la realidad), el matrimonio perfecto es fácil de imaginar. El matrimonio ideal sería la perpetuación para toda la vida de aquello que algunos pocos afortunados hemos tenido la suerte de probar durante algunos años: un amor intenso y correspondido en el que ama-mos a quien nos ama (y tengan en cuenta que esta coincidencia, por improbable, resulta ya sospechosa); un amor mutuo que hace ver mínimos los defectos del otro («se perdona mientras se ama», dijo La Rochefoucauld); un amor que produce respeto, compromiso y fidelidad espontánea, porque nos vuelve ciegos al sexo ocasional; un amor que se afianza cuando incluye la crianza responsable y compartida equitativamente de los hijos; un amor firme que no se cansa ni se desgasta con la convivencia; un sexo siempre renovado y feliz, unos intereses vitales compartidos, una solidaridad mutua que no se ve seriamente afectada por la inestabilidad económica, ni por los achaques del cuerpo o de la edad, ni por los tornillos sueltos de la mente ajena, o por la propia locura, y que pasa por encima de cualquier calamidad laboral. Este es el retrato imaginario de algo que nunca hemos visto ni veremos jamás en la realidad.

Pero entonces, con la imperfecta materia prima que tenemos (esta tozuda psicología humana que nos hace inestables, insatisfechos, poco confiables, enfermizos cuando no desquiciados, con irremediables tendencias a la promiscuidad, interesados en el estatus, esclavos de la juventud), ¿qué tipo de relación, si no perfecta, al menos estable y duradera se pudiera diseñar, teniendo en cuenta nuestros defectos de fábrica?

Ulises, quizá el personaje más maravilloso de la literatura universal («hombre rico en astucias, que cono-ció la mente humana, y muchísimas ciudades», escribe Homero), un hombre antiguo que parece la anticipación perfecta del hombre moderno, probó casi todos los distintos tipos de relación de pareja que se pueden imaginar. La relación estable y tradicional, con Penélope, de la cual nace el amado hijo, Telémaco. De hecho La Odisea no es otra cosa que las peripecias emprendidas para tratar de regresar al seno de este matrimonio inicial. Un matrimonio vivido de cerca, en la convivencia con la esposa y el hijo, y también de lejos, en el largo viaje que lo apartó de la familia antes y después de la guerra de Troya.

En este viaje acontecen los otros tipos de relación que Ulises prueba, como ensayos de alguna alternativa al matrimonio tradicional. La relación furtiva, con Circe, bruja y seductora, cuya confianza mutua se construye en la cama. El posible matrimonio por interés, que Odiseo rechaza pese a lo conveniente, con Nausicaa, princesa de inmensa dote. Las irresistibles tentaciones de las múltiples sirenas, que Ulises atraviesa incólume (pero sin privarse de escuchar su dulce canto). Y la relación aparentemente ideal, con la diosa Calipso, que le entre-ga su cuerpo perfecto, le da de beber néctar y de comer ambrosía, y que incluso le ofrece volverlo «inmortal e inmune a la vejez».

Pero el caso es que Ulises, al cabo de siete años (!) de convivencia con la perfecta Calipso, como es un hu-mano imperfecto y siempre insatisfecho, ya está harto, y preferiría volver con Penélope, aunque reconoce que es más fea y más vieja que su diosa Calipso. Llora y pa-talea tanto que al fin Calipso le devuelve su libertad y lo embarca en una balsa cargada de regalos para el viaje y el inevitable enésimo naufragio. Cuando al fin regresa a Ítaca, al cabo de veinte años de aventuras, y perpetra la terrible matanza de los pretendientes y parásitos, el equilibrio parece restablecido a favor del matrimonio estable y tradicional.

Ulises, igual a los hombres modernos, todo lo ha in-tentado, pero en ningún tipo de relación ha encontrado la perfecta felicidad inalcanzable con que todos soñamos. No hay receta posible: ni los amores ocasionales, o cantos de sirena, que al cabo de los meses nos dejan sin cuerpo y sin aliento. Ni los semiprivados de libertad aparente, donde cada cual conserva su independencia, pero ni esta misma nos resguarda del tedio ni de la des-confianza. Ni el matrimonio calculado, puro contrato económico de conveniencia, que acaba siendo una cade-na perpetua. Ni la compañera perfecta, diosa ideal que encierra en sí todas las virtudes físicas y mentales, pero que ni aun en tal caso es inmune al desgaste de los siete años (para las diosas inmortales siete años no son nada, pero a Ulises le parecen largos como la vida entera). El desenlace, en últimas, ofrece el resultado de la elección más conservadora: volver con Penélope y asesinar a to-dos quienes la han asediado, encontrando así el modo de proteger, a través del matrimonio, el patrimonio que heredará Telémaco.

Mucho más allá de la mitad del camino de mi vida, cuando muchos de nosotros hemos intentado también probar las astucias y peripecias que Ulises nos enseña, después de tantas y de tan pequeñas cosas, la conclusión no es muy optimista. Lo mejor es no perseguir la ilusión de un matrimonio ideal. Más vale aspirar a construir, basados en un sólido amor inicial, una pareja que resista al embate de los años y al ineluctable desgaste de la convivencia. Con la dosis necesaria (que es muy distinta en todos y hay que tocarla de oído) de viajes y excursiones de libertad, entre Circes, sirenas y Calipsos. Tenemos que admitir que sin una mínima dosis de engaño (y sobre todo de autoengaño, para no sufrir), no hay manera de que las relaciones resistan. Si no somos capaces de perdonar y de perdonarnos las miserias inherentes a la imperfecta naturaleza humana, más vale que renunciemos al compromiso y aspiremos, como San Pablo y algunos sabios antiguos, a una vida alejada del matrimonio, de casta o poco casta soltería, y destinada con los años a una cada vez más ancha soledad.

Porque en últimas ése es el único motivo por el que el matrimonio (o el arrejuntamiento, o las amantes, o cualquier tipo de unión entre parejas) resiste: a los seres humanos no nos conviene estar solos, como está escrito en el Génesis. O puede que nos convenga estar solos, pero lo cierto es que muy pocos soportan la soledad. Por eso nos casamos y nos descasamos y nos volvemos a casar: por una lucha sin fin para evadir la soledad, a través de un matrimonio ideal (si se pudiera), pero si no, al menos a través de un matrimonio real.

Héctor Abad Faciolince

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