LA DOBLE EME

LA DOBLE EME

 

“Informa el rotativo del aire de radio Rivadavia…”

A las diez en punto, el automóvil tomó Avenida del Tejar rumbo a la Pa­namericana.  Los tres hombres ni prestaron atención a las noti­cias. La política no era asunto de ellos y la radio no hacía otra cosa que informar, una y otra vez, sobre el viaje del Presidente.

-Che, pibe -dijo el que iba al volante -¿ya te volteaste un yiro?

– (…)

-¡Castro!  ¡Respóndale al oficial!

Jorge Castro- así se llamaba el muchacho sentado en el asiento trasero-, enmudeció.  Se lo habían advertido, Martínez y Mota – “La Doble Eme” – no eran joda.  Claro, él qué iba a sa­ber. Con sus veinte años a cuestas y el uniforme azul reluciente y re­cién planchado, parecía un niño en camino de hacerse hombre.

-¡Castro! -volvió a gritar Mota, mientras asía fuertemente en­tre sus manos el fusil FAL – ¿no le enseñaron a respetar a sus supe­riores?

-Sssssíí….Nnnnnooo, digo, sí.

-Dejálo, Raúl -dijo Martínez, sin quitar la vista del camino.

-Pero tiene que aprender las reglas… -volvió a insistir Mota.

-Dejálo, te dije.  Y, en su voz seca y cortante, se sintió la autoridad.  Su compañero sabía quién tenía la última palabra.

-No te preocupés, pibe, a Mota le gustan los formalismos. Ahora sos parte de nuestro equipo y nos vamos a llevar bien.  Pero en su mente ya se estaba gestando un plan: el pibe tenía que conocerla a Marylin.

“Atención, móvil 2040: constituirse a Manuela Pedraza y Crá­mer, tenemos un llamado reportando un asalto”.

 Qué cagada, pensó Martínez, quien ya se imaginaba lo bien que la iban a pasar con el pibe y Marylin.  Si había algo que le gustaba en su profesión era divertirse con los recién llegados.  Por algo los llamaban “La Doble Eme”.  ¿O tal vez debían incorpo­rarla a Marylin y convertirse en “La Triple Eme”?  La idea le produjo un placer especial, tenía que pensarlo más.  ¡Ja!  “La Triple Eme”.  Sonaba bien.

Jorge Castro todavía pensaba en la respuesta que le había dado a Martínez o, más bien, la que no le había dado.  Un yiro, vol­tearse un yiro.  Sintió una extraña sensación al pensar en ello.  Se imaginaba a una de esas mujeres que aparecían en las películas pornográficas, como la que vio en la seccional, secuestrada la semana anterior en un tugu­rio.  Las de esas películas, sí que eran mujeres.

Pensó en su novia.  Ya llevaban seis meses juntos y Estela seguía tan estrecha como aquella vez que se habían besado en el cine. Pero más que eso, nada. De pronto, se asustó. ¿Y si era una vieja como la que habían arrestado hacía dos semanas?  La de la calle Córdoba debía andar por sesenta años.  Bueno, menos mal que tenía otra misión, seguro que Martínez no iba a insis­tir con el tema.

“Móvil 2040…, problema solucionado, retome su rumbo origi­nal”. 

 Martínez volvió a pensar: “La Triple Eme”…

Mota lo miraba y sabía que su compañero estaba pensando en algo, eran años de estar juntos. Y, cuando Juan Martínez apretaba el acelerador en segunda, significaba que algo bueno se venía. ¿Qué sería?  El café “Los Toldos” estaba muy lejos de allí… Por el ca­mino de cintura, no irían…  En el hipódromo no había carre­ras…  ¿Qué podía ser?

Retomaron Avenida del Tejar, pasaron un colectivo 67 con las luces apagadas y Martínez ni se  dio cuenta.  Algo está pensando, se dijo otra vez Mota.  ¡Claro! ¡Marylin!

Se miraron.

-¿Marylin? – Preguntó Mota en un susurro.  La sonrisa le in­dicó que había acertado.  ¡Grande “La Doble Eme”!, pensó.

Ya se internaban en la Panamericana. Tan tarde, no ha­bía mu­cho tráfico, los que venían del centro lo ha­bían hecho una hora más temprano.  Era un día de semana y los bo­liches de San Isidro estaban cerrados. Si todo iba bien, podrían circular sin rumbo fijo las cuatro horas asignadas. Ni siquiera tenían órdenes de arrestar a las prostitutas que, al borde del  camino, es­peraban a algún cliente para seducirlo y ofre­cerle  amor en el “Ruta Hotel”.

Era una noche tranquila.

El patrullero cruzó el puente. Su conductor pasó de cuarta a segunda, hizo chirriar las gomas y se detuvo frente a cuatro o cinco mujeres, paradas en la banquina.

-¡Castro! -gritó Mota -¡Ubíquese en el frente y no deje que ninguna se las piante!

-¡Documentos!- gritó Martínez , con un vozarrón capaz de asustar al más valiente. Castro se bajó rápido, se ubicó donde le habían dicho y miró qué hacían sus experimentados superiores. Aprendería él también a desenvolverse en la calle, pensó.

-¡A ver, todas!: se acercan al patrullero y ponen los documen­tos sobre el capó. Y la que intente alguna boludez, ya me conoce…

-Pero, papá…-dijo una.

-¡Qué papá ni ocho cuartos!- gritó Martínez, mientras pensaba que ni Federico Luppi lo haría mejor que él.

-Mi oficial, ésta está cargada -dijo Mota.

-¡Adentro!- gritó Martínez.-  A las otras, déjelas ir, Castro.

-¡Adentro!

-Che…, qué te pasa, Juan…- alcanzó a decir Marylin, antes de que Mota la empujara hacia la parte trasera del patrullero.

-Vamos, Castro.

La Marylin no entendía nada. Hacía rato que “La Doble Eme’ no las molestaba y no se había enterado de ninguna cosa rara ese último tiempo.  A regañadientes, entró. Sabía que, cuando Martínez gritaba, la cosa se ponía fea. Así que mejor esperar y ver qué querían. Se sentó al lado del policía que no conocía. Lo vio tan jovencito, que hasta quiso preguntar de dónde habían sacado a ese pichón. Prefirió callar.

Castro no dejaba de mirarla.  Esta sí  parecía una modelo como las de la televisión.  El cabello rubio oro  le cubría los hombros y se deslizaba hasta sus caderas. Y, aunque hubiera sido una peluca teñida, Castro todavía no entendía de esas cosas.  La remerita apretada le marcaba notablemente los se­nos grandes, redondos y atrapantes.  La minifalda era tan corta, que prácticamente parecía la continuación de la remera. Así, dejaba ver dos largas y esbeltas piernas sostenidas por un par de tacos altos.

Era demasiado para el joven Castro.  Encima, ese perfume fuerte y penetrante lo envolvía.

-Reviselá, Castro -dijo Martínez.

El pobre no tenía ni la más mínima idea por dónde empezar ni qué hacer.  ¿Cómo iba a revisarla?

-Ya escuchó al oficial, Castro. No se asuste que no muerde. Y, vos, Marylin, no te hagás la viva…

Castro estaba petrificado. Vio la cartera, la abrió lenta­mente como si hubiese sido parte integral del cuerpo sagrado de la mu­jer, pero no encontró nada…

-Ahí no tiene nada, Castro.  La “merca” la guardan en las te­tas.  Estaba frito.

-Perdón… -dijo.  Y, con la punta de los dedos, intentó sepa­rar unos milímetros la remera escotada de esos pechos increíbles.

Mota, mientras tanto, no sabía cómo contener la risa, estaba tan tentado que pensó que no aguantaría y en cualquier momento estallaría. Martínez  seguía serio y recordaba a Federico Luppi.  La Marylin esbozó una sonrisa forzada.

-En las tetas, Castro, en las tetas.  ¿No entiende?

En efecto,, allí estaba.  Sacó suavemente el sobrecito pe­queño, lo abrió y probó con la punta de la lengua, tal cual le ha­bían enseñado.  Después dijo: cocaína.

-Esto es muy grave -dijo Martínez, en un tono solemne y pro­fundo mirándolo de reojo a Mota que se salía de la vaina.

-Vamos, Martínez… intentó defenderse la Marylin.

-Mirá, flaca, el sobre lo encontró Castro… de él depende…

-Yyyoo…, yo no.

¿Qué podía decidir él?  Si para eso estaba Martínez.

La joven comenzaba a entender.  Suavemente, casi sin que Castro se diera cuenta, le apoyó su mano sobre el hombro, se le acercó y le susurró al oído:

-Mire, oficial… no se volverá a repe­tir, fue el regalo de un cliente, un caballero.  Le juro que yo no sabía nada.

Mientras hablaba, las finas manos jugaban con su pelo y le acariciaban la pierna.

Castro seguía sin entender, pero se dio cuenta de que su cuerpo temblaba y un escalofrío lo sacudió. La cercanía de esa mujer y su contacto físico lo turbaron hasta tal punto que perdió el ha­bla. Marylin lo besó tiernamente sobre los labios y comenzó a deslizarse hacia su órgano sexual erecto, duro como una piedra.  No pasó un minuto y su cuerpo se sacudió bruscamente…

-Y, ¿oficial…?  Sea bueno, déjeme ir.

Martínez y Mota habían presenciado la escena y no necesita­ban mirarse para poder disfrutar, ya se conocían de muchos años.  Por algo los llamaban “La Doble Eme”.

-Bueno, Castro, ¿qué dice? -preguntó Martínez.

-Este… yo…

El patrullero se detuvo.  Mota abrió la puerta trasera y dijo:

-Bueno. Mario Chávez, tomatelás, pero que sea la última, ésta te salvaste.

Jorge Castro lo miró sin comprender.

-Sí, sí, se llama Mario, pero le dicen Marylin.

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