LA PUREZA DE LAS PALABRAS

“LA PUREZA DE LAS PALABRAS”

de Jenny Erpenbeck,  Edhasa , 2014.

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Y DAR DE NUEVO

Por Gabriela Stoppelman.

 

NO IRSE AL MAZO

“¿Qué es una huella?, le pregunto a mi padre. Algo que no puede ser una casualidad”(*)

Pensar la pureza al revés, en dirección a la anti-higiene,  aunque no hacia la suciedad. La pureza como ese contorno de fuerza que adquieren las palabras una vez usadas. Bien usadas, muy usadas. Gastar las palabras hasta que podamos devolverlas al mazo, que se entremezclen de nuevo,  propongan otra mano y den una vez más.

Resuenan aquí  las imágenes de Spinoza, en relación a la muerte: al morir, devolvemos a la naturaleza las partes constitutivas de nuestro cuerpo-alma, como quien devuelve ropa que ya no va a usar. Y, entonces, la naturaleza baraja y da de nuevo. Y la huella se escurre de todo determinismo. Pero tampoco cae en al trampa de la simple causalidad.

Entonces, las palabras no son puras. Ni el aliento que las precede  lo es. Cada vez que inspiramos, la gramática y el cuerpo de las letras se cocinan entre los estrangulamientos de nuestra biografía,  de nuestros estados de ánimo, de nuestras tripas y de otros azares. Sin embargo, podemos imaginar la palabra pura como a un horizonte, como a ese estado pre semiológico del que habla Barthes en su  “Grado cero de la escritura”. La pureza: ese momento pre bautismal, donde la materialidad de la palabra aún no ha terminado de tomar contornos definidos, donde todavía no significa nada y aún puede decirlo todo.

O también es posible pensar lo puro cerca del “estado de encuentro” entre la materialidad de la palabra y el mundo.  O, en la perplejidad del enamoramiento, cuando dos cuerpos se encuentran y, a la vez,  postergan  toda plenitud.

Hay allí un vacío de historia que hace posibles todas las historias.

Una instantaneidad- no más extensa  que el tiempo del estallido- alcanza para alimentar el deseo por mucho rato. Algo muy breve con efectos  a muy largo plazo.

Tiempo  “de estar  a punto  de”, tiempo sin historia, sin vejez y sin infancia. Puede anticipar un nacimiento  o la muerte. Ese es el  tiempo  que insiste  “La pureza de las palabras“, de Jenny Erpenbeck.

 

Jenny Erpenbeck
Jenny Erpenbeck

 

MANO Y CONTRAMANO

Y, entonces, ¿qué pasa con el tiempo doble que tiene una huella?, pregunto. ¿Tiempo doble, en qué sentido?, dice mi padre”

 

En un doble sentido y en un doble territorio. Una autora alemana empapada de historia argentina. Un asunto al que no le alcanzaba la estrechez inmensa del poema, pero que necesitaba- sí o sí y dentro de lo narrativo- la intensidad concentrada de lo poético: “los árboles echan raíces en la palabra árbol; los peces anduvieron detrás de la palabra pez y, rápidamente, se deslizaron dentro de las escamas, que habían surgido dentro de un discurso sobre las escamas” 

Una niña en medio de su rutina de clase media alta – una niña entre nodrizas, clases de piano y de inglés- comienza a sentir la inquietud de lo siniestro. Peo no lo siniestro habitual de los sueños infantiles no  el abandono, la muerte lejana aunque ya evidente. Lo siniestro, aquí, renueva su carácter singular: “Cuando comprábamos en el mercado, entonces yo creía escuchar a peces, pedazos de carne y vegetales gritando hasta tanto todos, o al  menos casi todos, encontrasen su comprador”.

Lo siniestro con formas amputadas, cuerpos cercenados, huesos separados de la carne. Un texto, en fin, que no podía sino recurrir al entrecortamiento  del fragmento.la difunta correa2

 

LA NIÑA BONITA

“El tiempo, digo yo, en el que pájaro pasó por acá y el tiempo en el que nosotros nos dimos cuenta de eso, en el medio, la huella vendría ser como una especie de puente”.

La escritura fragmentaria funda el vado entre texto y texto. Es la escritura que da unos pasos y luego pausa el aliento en el vacío, para volver a inspirar. Al llegar al siguiente puerto, el puente detrás desaparece porque, en la reconstrucción del cruce, vive la chance de relectura.

Entonces, “La Pureza de las palabras” avanza entrecortado, como los cuerpos mutilados, violados, atacados por enormes hombres de piedra y cemento, atentamente fotografiados por los ojos niños entre  las estatuas de las plazas: “Tumbaron a los de piedra y los desalojaron, pero sus raíces se están ramificando debajo de toda la ciudad.”

Piedra y padre a obligan a la niña a leer filos sutiles, metáforas complejas. La niña da batalla: desespera  en fragmentos y balbuceos alrededor de la palabra y de la desfigura de su padre: “Mi padre sabe mucho de corrientes”. Texto eléctrico, texto  hundido entre ráfagas marinas que no emergen, porque aún no hay superficie para recibirlos.

Una niña así, claro, no puede decir yo con liviandad. Porque, en el devenir de los fragmentos,- como sucedería entre verso y verso- la identidad se deforma. Más se afirma en el pronombre personal, más se pierde el origen.

Una niña así ya no es tan solo una simple niña, es un cuerpo obligado a incluir en ella más historia y crimen de lo que entre sus contornos cabe.

Un cuerpo así no espera el día de su cumpleaños, busca y sabe que “uno de todos los días del año tiene que ser el día en que nací”.

 

LA CASITA ROBADA

“¿Qué es una huella?”

Al revés de otros seres, que comienzan por nacer y van hacia la muerte, la niña de Jenny Erpenbeck  nace entre muertos y crece para encontrar un espacio donde nacer: “Siempre, donde en la arena hay un altar para la muerta de sed, los viajeros dejan botellas de agua”

la difunta correa            La niña de Erpenbeck  deberá  renacerse madre de sí, a fuerza de ausencias. La Difunta Correa, a fuerza de exilio y soledad,  avanza por las carreteras  de la narración. La Difunta Diolinda, cuyo marido se ha ido con las huestes de Facundo Quiroga, se lanza a caminar el desierto y la sed, para que- de su muerte- mane la leche,  la vida de su crío.

Así, entre el desierto regado de cadáveres lanzados desde los aviones, manos amputadas y vejeces prematuras, la niña nómade es un golem sin patria y en busca de contornos: “Porque, ¿dónde fundar la casa y el origen si el territorio del vientre ha sido robado?”

 

 

PÓKER DE DIAMANTES

                                                               “Una huella es algo que no puede ser una casualidad”

 

Y, al final, con el fragmento ya casi vuelto  relato, su padre toma la consistencia de ese hombre de piedra, un hombre que sacaba las palabras con pinzas y ganchos, “(…) derretir la carne hasta que salga a la luz el cardiamanteozo, y luego roerlo, machacarlo, molerlo, pulverizarlo”. En presencia de un cura y de todo el uniforme de su pétreo palacio, padre es un ser “nombrable”, justo cuando la palabra padre desvanece su sentido.

Y, aunque “desintegrar es más fácil que construir”, a no subestimar, señores, la labor de los gusanos. Pues ellos saben: “también se podría,  si uno supiese cómo, transformar un cuerpo (enterrado) en diamante.”

La Difunta Correa se detiene, su leche no.

Una anciana prematura atraviesa el plano de fondo de los fragmentos.

Una niña pronuncia por vez primera las palabras: papá, mamá, pelotas, clavos y claveles. ”El hombre joven me llama (…). Pero justo cuando me quiere tirar la pelota, una corriente le arranca la tibia, lo hace bambolear y, cuando ahora trata de agarrar la pelota con lasdiamante del pocker manos, no la puede atrapar porque los nudillos están sueltos entre ellos, la carne es lo que falta para aglutinar”.

     Y entiende la niña: si alguna pureza tienen las palabras, es una pureza de después, una pureza de futuro. La pureza no es el caldo del origen. Es el gran caldero, el crisol alquímico del porvenir.

La carne es lo que falta para aglutinar. Un cuerpo también puede transformarse en un diamante.

 

(*) Todas las citas pertenecen a “La pureza de las palabras”, de Jenny Erpenbeck.

 

 

 

 

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